de Trilce

César Vallejo

IX

Vusco volvvver de golpe el golpe.
Sus dos hojas anchas, su válvula
que se abre en suculenta recepción
de multiplicando a multiplicador,
su condición excelente para el placer,
todo avía verdad.

Busco volvver de golpe el golpe.
A su halago, enveto bolivarianas fragosidades
a treintidós cables y sus múltiples,
se arrequintan pelo por pelo
soberanos belfos, los dos tomos de la Obra,
y no vivo entonces ausencia,
                    ni al tacto.

Fallo bolver de golpe el golpe.
No ensillaremos jamás el toroso Vaveo
de egoísmo y de aquel ludir mortal
de sábana,
desque la mujer esta
                    ¡cuánto pesa de general!

Y hembra es el alma de la ausente.
Y hembra es el alma mía.

 

XV

En el rincón aquel, donde dormimos juntos
tantas noches, ahora me he sentado
a caminar. La cuja de los novios difuntos
fue sacada, o talvez qué habrá pasado.

Has venido temprano a otros asuntos,
y ya no estás. Es el rincón
donde a tu lado, leí una noche,
entre tus tiernos puntos,
un cuento de Daudet. Es el rincón
amado. No lo equivoques.

Me he puesto a recordar los días
de verano idos, tu entrar y salir,
poca y harta y pálida por los cuartos.

En esta noche pluviosa,
ya lejos de ambos dos, salto de pronto...
Son dos puertas abriéndose cerrándose,
dos puertas que al viento van y vienen
sombra                        a              sombra.



XLIX

Murmurado en inquietud, cruzo,
el traje largo de sentir, los lunes
                              de la verdad.
Nadie me busca ni me reconoce,
y hasta yo he olvidado
                             de quién seré.

Cierta guardarropía, sólo ella, nos sabrá
a todos en las blancas hojas
de las partidas.
Esa guardarropía, ella sola,
al volver de cada facción,
                        de cada candelabro
                        ciego de nacimiento.

Tampoco yo descubro a nadie, bajo
este mantillo que iridice los lunes
                        de la razón;
y no hago más que sonreir a cada púa
de las verjas, en la loca búsqueda
                        del conocido.

Buena guardarropía, ábreme
                        tus blancas hojas:
quiero reconocer siquiera al 1,
quiero el punto de apoyo, quiero
                        saber de estar siquiera.

En los bastidores donde nos vestimos,
no hay, no Hay nadie: hojas tan sólo
                        de par en par.
Y siempre los trajes descolgándose
por sí propios, de perchas
como ductores índices grotescos,
y partiendo sin cuerpos, vacantes,
                        hasta el matiz prudente
de un gran caldo de alas con causas
y lindes fritas.
Y hasta el hueso!



LXV

Madre, me voy mañana a Santiago,
a mojarme en tu bendición y en tu llanto.
Acomodando estoy mis desengaños y el rosado
de llaga de mis falsos trajines.

Me esperará tu arco de asombro,
las tonsuradas columnas de tus ansias
que se acaban la vida. Me esperará el patio,
el corredor de abajo con sus tondos y repulgos
de fiesta. Me esperará mi sillón ayo,
aquel buen quijarudo trasto de dinástico
cuero, que para no más rezongando a las nalgas
tataranietas, de correa a correhuela.

Estoy cribando mis cariños más puros.
Estoy ejeando ¿no oyes jadear la sonda?
                           ¿no oyes tascar dianas?
estoy plasmando tu fórmula de amor
para todos los huecos de este suelo.
Oh si se dispusieran los tácitos volantes
para todas las cintas más distantes,
para todas las citas más distintas.

Así, muerta inmortal. Así.
Bajo los dobles arcos de tu sangre, por donde
hay que pasar tan de puntillas, que hasta mi padre
para ir por allí,
humildóse hasta menos de la mitad del hombre,
hasta ser el primer pequeño que tuviste.

Así, muerta inmortal.
Entre la columnata de tus huesos
que no puede caer ni a lloros,
y a cuyo lado ni el destino pudo entrometer
ni un solo dedo suyo.

Así, muerta inmortal.
Así.