La Traducción, la IA y la Carga Política de las Palabras

Daniel Saldaña París

Artwork by Xin Lui Ng

A principios de este año, participé en una convocatoria de Cita Press que llevaba por nombre Beca de Traducción Literaria y Tecnología. Me interesaba pensar el uso de la Inteligencia Artificial (aunque me parece un término engañoso) en mi trabajo de traducción, más allá de la condena. 

La idea, según la convocatoria, era utilizar las herramientas de los Large Language Models, Neural Language Models, y Machine Translators, junto con herramientas tradicionales (diccionarios, foros, conversaciones y mis propias habilidades) para traducir al español un libro del catálogo de Cita Press, que se centra en títulos escritos por mujeres que estén en el dominio público. Tras algunas conversaciones con las editoras, convenimos en que el libro sería Diez días en un manicomio, que Cita publicó este mismo año.

El resultado sería no sólo la traducción al español del reportaje, sino también una serie de reflexiones sobre el uso de las nuevas tecnologías en la traducción literaria. En este breve ensayo comparto algunas de dichas reflexiones, por lo que no hablaré más que tangencialmente del libro de Bly, que ya ha sido presentado por Mikita Brottman con mucha mayor autoridad y justicia de las que yo podría hacerle.

Desde hace un par de años, existe un pánico generalizado entre el gremio de las traductoras literarias. Con la llegada de programas como ChatGPT 4, Claude 3, DeepL y otros, la evidencia de un uso poco ético de la tecnología y una mala comprensión de sus alcances puso en jaque la viabilidad económica de nuestro oficio, de por sí mermada por un sistema productivo depredador y precarizante que no valora ni entiende la importancia de nuestro trabajo. En paralelo al pánico, sin embargo, muchas de nosotras comenzamos a utilizar algunas de esas mismas herramientas, en principio para saber a qué nos enfrentábamos, pero también porque su uso ofrece algunas ventajas, creo que sería absurdo negarlo.

Es importante entender que los Large Language Models (LLM) como ChatGPT funcionan gracias al trabajo no reconocido ni remunerado de cientos de miles de autoras y traductoras que escribieron textos con los que se “alimentó el algoritmo”, fórmula casi mítica que resalta el carácter monstruoso de la máquina. Es decir, que lo que el programa ofrece es lenguaje producido por humanos creativos, regurgitado con una precisión asombrosa según las instrucciones que uno le dé. Muchos autores han señalado ya los problemas morales de dicho mecanismo, y no creo que valga la pena alzar el dedo acusador una vez más: lo justo sería que se retribuya a las creadoras y editoras de los cientos de miles de títulos que sirvieron para “entrenar” al modelo.

Pero ¿qué decir del resultado? ¿Qué tan revolucionaria resulta, para nuestro oficio, esta nueva tecnología? Desde la experiencia puntual y limitada de mi traducción de Diez días en un manicomio, puedo decir que los beneficios se limitan a acelerar el proceso de traducción, aunque no necesariamente a mejorarlo.

En primer lugar, hay que tener en cuenta el sesgo de género de los LLM, resultado del hecho de que la enorme mayoría de los libros utilizados para su entrenamiento fueron escritos por hombres. En el caso de un texto como este, donde la mayor parte de los personajes, además de la narradora-protagonista, son mujeres, el uso de LLM se revela particularmente problemático. Si bien es posible dar instrucciones precisas (prompts) para contrarrestar hasta cierto punto el sesgo de género, la sensibilidad de los modelos disponibles para detectar y transmitir los matices de estructuras de poder como las que Bly presenta y critica, es todavía limitada.

A esta dificultad hay que añadir el hecho de que nos separan 137 años de la publicación original de la obra. Una traducción contemporánea del texto se enfrenta a un reto muy particular: tiene que acercar la obra a las lectoras actuales y, a la vez, respetar las marcas textuales que anclan el libro en un contexto temporal específico. Es decir, que el reto es que el libro nos resulte, a la vez, moderno y antiguo; que nos hable de nuestro presente tanto como de la coyuntura que le dio origen. Traducir a los clásicos, finalmente, se trata de eso: de permitir que nos sigan hablando, y que resuenen en las lectoras actuales como antes resonaron en las de su época. 

Al elegir la traducción más acertada de una cierta oración, como traductor, tengo presente al público al que va dirigido el texto, así como su función social: no tomo las mismas decisiones cuando traduzco para una editorial española, para una editorial independiente latinoamericana, o para un proyecto de libros de libre acceso que será consultado por personas hispanohablantes de diversa procedencia. Si bien la variedad específica del castellano que yo hablo y escribo determinará muchas de esas decisiones, también procuro tener presentes a las lectoras potenciales del texto. En el otro extremo, al traducir soy consciente de la irreductibilidad histórica del original: estoy trabajando con un texto escrito en 1887, y es necesario conservar algunas de las categorías de ese contexto, a pesar de que resulten chocantes a la sensibilidad política de nuestros días. En este sentido, opté por el uso del término “manicomio”, que en español se empieza a utilizar a finales del siglo XIX (aunque se populariza en el XX) y, en otras ocasiones, “asilo para alienadas” y “pabellón para dementes”, que eran moneda corriente en los textos periodísticos de la época, tanto en España como en América Latina, evitando términos más comunes hoy en día, como “hospital psiquiátrico”, que corresponden a un desarrollo posterior del positivismo científico. Esta elección tiene consecuencias políticas y morales que no me parece ético ceder a un algoritmo entrenado por personas cuya motivación es el lucro. Al usar las palabras de la época, se muestra la manera en que el lenguaje amplificaba algunas de las opresiones que la autora denuncia: las enfermas mentales no son “mujeres” sino “chicas”. Mediante un uso consciente de la alternancia entre el uso del y del usted, quise dar cuenta, también, del paternalismo que los médicos profesaban por las pacientes—una decisión lingüística que no está realmente en el original.

En tercer lugar, la traducción funciona también como una mediación cultural, una negociación entre dos tradiciones distintas. Mientras traducía el libro de Bly, no pude dejar de pensar en la novela Nadie me verá llorar (1999), de Cristina Rivera Garza, situada en 1920 en el célebre manicomio femenino de La Castañeda, en la Ciudad de México. La propia Rivera Garza publicó más tarde La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio (1910-1930), un libro donde transparenta la investigación de archivo que le sirvió como base para escribir su novela. Las historias de las mujeres que aparecen en ambos libros se me aparecieron como un eco de aquellas que Nelly Bly relata. A esta intertextualidad de la traducción habría que añadir el hecho de que la propia Nelly Bly es autora de un libro de crónicas sobre México, el país desde el que escribo esto, y mi lectura de su obra temprana está necesariamente marcada por ese interés posterior. 

Al traducir Diez días en un manicomio, estas lecturas cruzadas informan necesariamente mi elección de palabras. Y también mi propia sensibilidad, mi propia experiencia creativa, determina la manera en que traduzco ciertos pasajes, o las resonancias que conjuro en el proceso.

Durante tres años, mientras escribía una novela sobre danza, investigué la vida y obra de la coreógrafa alemana Mary Wigman, que pasó una temporada en un hospital psiquiátrico al terminar la Primera Guerra Mundial y, a raíz de esa experiencia, desarrolló una práctica que dio nacimiento al expresionismo coreográfico en Europa. Su pareja sentimental, el psiquiatra Hans Prinzhorn, fue uno de los pioneros en el estudio del arte producido por enfermos mentales, y su colección de “outsider art” fue una de las más importantes del siglo XX. Al leer y traducir los gestos de compasión que Nelly Bly tiene hacia las otras internas de Blackwell’s Island, no pude evitar pensar en esas otras experiencias de internamiento que, por vía de la lectura y el estudio, conforman mi corpus de referencias. Traducir es, también, poner la obra en conversación con otros libros, pero no con todos, ni con todos los libros que se usaron para “alimentar” un algoritmo, sino sólo con aquellos que a mí, como creador, me parecen relevantes. Todavía no he visto un LLM que discrimine entre referencias con base en una sensibilidad estética o política. 

Dicho esto, es evidente que el uso de los LLM, como una de las múltiples herramientas utilizadas en un proceso de traducción, tiene sus ventajas. Si la traducción debe hacerse con prisa (y en general es así, por razones económicas), los modelos computacionales ofrecen una variedad de opciones que son útiles cuando la traductora se traba con una determinada frase. En cierto sentido, la máquina reemplaza a la comunidad de traductores a los que uno podría recurrir, idealmente, para preguntar “¿cómo traducirías tú esto?” 

Aunque los plazos de espera para recibir una respuesta se reducen de horas a segundos, el reemplazo de la comunidad por la máquina tiene, desde luego, un lado oscuro: es en la conversación gremial donde se forjan las alianzas y se perfilan las afinidades que generan una “edad dorada” de la traducción. Nunca he traducido mejor que en una azotea de la Ciudad de México, en medio de la pandemia, cuando un grupo de seis traductoras literarias de diferentes orígenes me invitaron a una sesión de trabajo: cada una traducía algo distinto, pero entre todas nos ayudábamos con las dudas y los bloqueos. Los LLM ofrecen una alternativa a ese modelo colectivo, pero no hace falta insistir en lo que perdemos al ganar velocidad. La comunicación que se abre entre los traductores literarios, incluso en foros de internet, ayuda también a apuntalar las condiciones materiales del oficio: empezamos preguntando cómo traducirías X palabra, y terminamos preguntando cuánto debería cobrar por este trabajo. Como miembro de la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli), soy consciente de la necesidad de un frente sindical para defender los intereses del gremio. La Inteligencia Artificial, al reemplazar esos foros, disuelve también su potencial político.

No quiero entrar tampoco en los costes energéticos y el impacto ambiental de la traducción con LLM, pero eso sería material para un ensayo en sí mismo, pero es imposible sacudirse la conciencia de que con cada consulta de ChatGPT se gastan dos vasos de agua, sobre todo cuando uno traduce desde una ciudad, como la mía, particularmente amenazada por los efectos del cambio climático.

Aun así, hubo momentos de entendimiento y coordinación afortunados entre los algoritmos y yo. Después de lidiar con alguna frase difícil durante algunos minutos, a veces horas, era frecuente que una sugerencia de los LLM, tomada críticamente, me iluminara una solución más elegante que las que yo había fraguado a solas. Sí: la IA facilita las cosas. Por otro lado, me parece importante permanecer en la dificultad el mayor tiempo posible cuando se trata de procesos creativos. Facilitar es la consigna obligada en una industria que privilegia los resultados sobre los procesos, pero es en el proceso de lidiar con las dificultades, de darles vueltas durante días, que un traductor trasciende el aspecto mecánico de su oficio para convertirse en artista. 

Cierro estas líneas con una valoración personal: lo que aprendí traduciendo a Nelly Bly se queda conmigo; forma parte del corpus de referencias de las que puedo echar mano al traducir otros libros, al escribir los míos propios y al relacionarme con otros seres humanos. La traducción es lectura lenta y atenta, y nada transforma más la sensibilidad de una persona que el ejercicio de habitar el lenguaje de otra. Entregar ese ejercicio a una máquina implica desaprovechar un espacio de transformación que, trascendiendo lo individual, tiene un impacto sobre la sociedad en su conjunto: si renunciamos al gesto de ponernos en las palabras de otras, renunciamos a mucho más que a una dinámica de producción de textos.

—Ciudad de México, septiembre de 2024