La Venezolana

Rodrigo Urquiola Flores

Artwork by Xin Lui Ng

Tenía apenas 50 bolivianos en la billetera. Caminaba dándole vueltas a la plaza Murillo buscando una historia. Aquellas semanas había estado escaso de trabajo—me dedicaba a la edición y corrección de textos, generalmente, o a la reventa de libros que encontraba en la Feria de la 16 de julio; había creído entender que el tiempo en libertad es mucho más valioso que un buen salario y escapaba de los trabajos de oficina con horarios fijos, cosa imposible si no tuviera comida y techo ya asegurados, claro—y tenía, como continua fuente de ingresos, los 500 que me pagaba el periódico, una vez al mes, por una crónica para su revista dominical. Pero mi cabeza estaba tan vacía como mi billetera, no se me ocurría nada a lo que se me antojara ponerle el ojo. Estaba aburrido de esas historias simpáticas sobre animales o lugares o gente que se supera y quería encontrar un tema que invitara a la reflexión más que a la distracción, ya antes mi editor me había aceptado historias sobre personas desaparecidas o sobrevivientes de la dictadura.

Después de quedarme observando, mientras comía una gelatina con crema chantilly bajo el sol de mediodía, el llamado reloj del sur que está en el frontis del Palacio Legislativo, cuyas manecillas viajan en el tiempo al revés, es decir, en el sentido contrario al que lo haría un reloj normal, decidí marcharme de allí rumbo a la calle Comercio. Sobre aquel reloj ya se había escrito bastante en los periódicos últimamente.

Con las manos en los bolsillos miraba los escaparates de las tiendas y los productos que ofrecían los vendedores callejeros. De unos parlantes apostados en la puerta de la tienda de zapatos Bata, emergía, a volumen alto, esa canción en la que Becky G canta que no es ni mala ni santa, que una como ella a uno le hace falta. Me detuve atraído, no tanto por el vaivén sensual de la canción, sino por los movimientos de quien la estaba bailando sin muchas ganas, apenas moviendo las caderas con cansancio, tal vez aburrimiento, una mujer que llevaba una visera con la bandera venezolana con todas sus estrellas estampada en ella. Vestía una polera blanca muy pegada a su cuerpo de bellas curvas y un jean apretado. Varios hombres, yo entre ellos, se quedaban mirándola abobados durante algunos segundos y terminaban comprando lo que ofrecía, unos chocolates BonOBon que en sus manos costaban el triple de lo que cobran los niños nacionales pobres que también salen a venderlos en la calle. Cuando, sin dejar de mirarla, me metía el chocolate en la boca, me habló un hombre:

—Padre—me dijo, con ese acento caribeño que cada vez se escuchaba más por los caminos de esta ciudad—, ayúdeme.

Señaló mis tenis envejecidos y me explicó que ofrecía un servicio para mejorar su aspecto y durabilidad. Me costaba comprender sus palabras que, a mis oídos andinos, fluían demasiado veloces. Tenía un alicate y unos objetos circulares de metal que quería poner en los agujeros por los que pasaban los guatos. Quise negarme, no tenía ánimos de gastar más dinero aquel día. Pero el venezolano insistió:

—Por favor, padre, necesito para poder comer.

—¿Cuánto será en total?—pregunté, pensando que ahí tenía una buena historia, algo sobre los padecimientos de los inmigrantes, un tema para reflexionar.

Él murmuró una cifra, pero no comprendí bien. No pensé que costaría más de quince bolivianos aquel servicio.

—Solo tengo veinte—advertí.

El hombre no me respondió. Se agachó y tomó uno de mis tenis. Lo limpió un poco. Desamarró los guatos con cuidado.

—Yo escribo—le dije, en un impulso torpe y continué, como queriendo, en el fondo, que se me cerraran las puertas—: Me gustaría escribir una historia sobre ustedes.

—Pues bueno—contestó él, señalando a la mujer que vendía los BonOBons—, mi esposa y yo venimos de Venezuela porque allá ya no se puede vivir.

Su trabajo con el alicate era veloz, eficiente, como si se hubiera dedicado a aquella tarea desde siempre.

—¿Así que usted escribe historias, padre?—me preguntó, con una mueca algo burlona, pero los ojos rojos, como si estuviera a punto de ponerse a llorar.

—Sí—dije, recordando de pronto una entrevista al gran periodista polaco Ryszard Kapuscinsky en la que decía que él nunca había hecho una sola entrevista en su vida—, seguro ustedes tienen mucho que contar. ¿De qué ciudad vienen?

Acabó con el primer tenis. Me quitó el otro para repetir las mismas acciones.

—De Maracaibo—dijo él, sin levantar la mirada—, pero estoy cansado de contar estas cosas, padre, no es una historia bonita.

Sentí lo mismo, esta vez en la forma de una pregunta, que sentí aquella ocasión en que entrevisté a los padres que habían perdido a un hijo y todavía lo buscaban con persistencia siete años después porque no se había encontrado su cadáver: ¿En qué momento un insignificante redactor de periódico se convierte en un atrevido cazador de miserias? Decidí respetar su silencio, ya no le hice más preguntas. Acabó su trabajo. Mientras me acomodaba los tenis, hizo cálculos y me dijo:

—Son 60 bolivianos, pero a usted solo le voy a cobrar 50 porque es escritor.

Eso era demasiado.

—Te dije que solo tenía 20 para gastar—respondí. 

Saqué el billete de 50 de mi billetera. Apenas lo vio, me lo arrebató y huyó hacia el puente de la Pérez Velasco. Lo perseguí, claro, después de haberme gastado mis últimas monedas en el chocolate que le había comprado a su esposa no me quedaba ni para el pasaje de retorno a mi casa. Los guatos desatados me dificultaban la persecución.

—¡Ladrón!—grité. Él se dio la vuelta, ofendido.

—¡No soy un ladrón!—respondió, hizo un par de puños y recién entonces caí en cuenta de que era más alto y fornido que yo. Me agaché para esquivar un golpe suyo. Atiné a darle una patada en una pierna, que ni siquiera lo hizo tambalear.

Cuando retrocedía para defenderme, un par de policías que andaban por ahí detuvieron la pelea. Ambos explicamos la situación y le obligaron a devolverse 30 de los 50 bolivianos que me había quitado.

—Ahora váyanse—dijo uno de los policías cuando se solucionó el embrollo—. Vos por allá y vos por allá, no queremos verlos peleando porque a los dos los vamos a arrestar. 

Até los guatos. Me fui subiendo las gradas que llevan a la calle Ingavi. Por allí retorné a la plaza Murillo. Compré una nueva gelatina con crema chantilly. A la casera que me la vendió le pregunté qué opinaba del reloj del sur. Me contó que le parecía lindo, pero que le tenía más cariño al reloj antiguo, el que tenía los números romanos, porque su finado esposo, charanguista de fines de semana y lutier aficionado, había ayudado a aceitar sus engranajes alguna vez. Preferí escribir esa historia.



*

Una semana antes de la cuarentena que se instaló en el país por culpa del coronavirus, en marzo de 2020, me topé con un par de venezolanos en el minibús. En aquel momento no se tenía ninguna certeza sobre lo que habría de ocurrir en vista de la proximidad de esa enfermedad incontrolable, así que todo eran rumores. A causa de ello, la gente andaba muy nerviosa. La mayoría acumulaba alimentos y medicamentos de todo tipo. Esta ansiedad por obtener las cosas generaba caos en las calles, además de un alza en los precios. 

Yo conseguí una bolsa de cinco kilos de fideo a precio justo en la Zona Norte de la ciudad y la había estado arrastrando desde la Max Paredes hasta la San Francisco, una media hora de caminata. Allí encontré el minibús que me llevaría a Chasquipampa, la zona a la que pertenece mi barrio, Nuevo Amanecer. Mientras todavía resoplaba por el cansancio y me limpiaba el sudor de la frente, subieron al vehículo el par de venezolanos. Ambos vestían esa llamativa chamarra con los colores de la bandera de su país atravesada de estrellas y un par de jeans cortados hacia la rodilla, como bermudas. Hablaban a los gritos y los demás pasajeros, no acostumbrados a aquel atolladero de palabras, cruzábamos las miradas en silencio, inquietos. De lo poco que comprendí, supe que no habían ganado casi nada de dinero, que en Chile les iba a ir mejor, que aquí hacía un frío del carajo y que el negocio de vender arepas en Bolivia no progresará.

Me sorprendió que continuaran en el minibús más allá de la iglesia de San Miguel, el punto central de la Zona Sur de La Paz, donde se hallan los barrios más acomodados de la ciudad. En alrededores de la iglesia y por la avenida Montenegro suelen deambular diversos vendedores callejeros; entre ellos, varios inmigrantes venezolanos. Me sorprendió todavía más que, cuando bajé en la calle 53 de Chasquipampa con mi carga de fideos, ellos bajaran también y se subieran a otro minibús, el mismo que me llevaba a Nuevo Amanecer. Era la primera vez, que yo supiera, que llegaban extranjeros hasta mi barrio y no con afanes turísticos. Cuando llegamos a la parada, nuestros caminos se separaron; yo tomé el rumbo de las calles polvorientas hacia la izquierda y ellos empezaron un camino bastante difícil, que les hacía resoplar a grandes voces, el de aquella calle, la más empinada de todas las del barrio, por la que a veces ni siquiera los automóviles pueden ascender, pero que tiene la vista más hermosa de la ciudad. La altiplanicie que es El Alto está a espaldas de quien sube y de frente tiene esas montañas picudas que parecen ser gigantes estalactitas invertidas que son el inicio del famoso Valle de las Ánimas. 

Caí en la cuenta de que nunca, aunque había pasado por mi cabeza el afán de escribir sobre ellos, me había preguntado dónde es que se alojaban los cientos de venezolanos que llegaban a La Paz. Quizás la respuesta hubiese sido bastante sencilla: en las calles, en los albergues municipales o en los alojamientos más baratos del centro o en El Alto. No se me hubiera ocurrido pensar en una invasión a la intimidad de los barrios más alejados. Me alegró esta situación, era una nueva oportunidad, cargada además de un matiz distinto, creía yo, de escribir la historia que se me había escapado luego de aquel desagradable incidente en la Pérez Velasco.

No me costó nada averiguar en qué parte vivían exactamente y cómo. Un par de preguntas a la dueña de la tienda más grande de Nuevo Amanecer, doña Rosalinda Paucara, me habían bastado. Supe que vivían en el pequeño cuarto de adobes que les alquilaba don Estanislao Flores a 300 bolivianos por mes, cifra muy barata porque el lugar, más allá de ser minúsculo, si bien tenía baño y agua de pozo, carecía de electricidad. Me enteré de que vendían arepas, vaya a saber dónde o quiénes las preparaban porque nunca salían con ellas de su cuarto de adobes, y los cientos de billetes de bolívares devaluados que habían traído de su país—doña Rosalinda me mostró algunos con los que la convencieron de pagarle por un par de bolsas de leche y veinte panes el día en que se estaban instalando en el barrio—, en la calle 21 de Calacoto, en la iglesia de San Miguel y en la avenida Montenegro. Me contó también que aquel primer día que los vio, los acompañaba una mujer que caminaba con el cuerpo envuelto en una manta negra, que temblaba como si tuviera fiebre y que parecía querer esconder su rostro. Nunca más la había vuelto a ver.

La segunda vez que vi a los venezolanos, un par de días después de la primera, vestían nuevamente esas chamarras que eran la bandera de su país y escondían sus manos en los bolsillos de sus pantalones tipo bermuda, como si les hiciera mucho frío. Estaban en la parada de minibuses, aguardando. Cuando me acerqué a ellos, la animada conversación que sostenían sus grandes voces se sumió en un mutismo unánime y no hablaron de nuevo hasta bajar del minibús, a la altura de la iglesia de San Miguel. Ese súbito silencio volvió a sembrar la incertidumbre en mi idea de escribir sobre ellos.





Me topé un par de veces más con los venezolanos, en el minibús y en la parada. La respuesta, que dejó de parecerme una simple casualidad, a mi presencia o la de los demás vecinos, fue siempre la misma: el silencio.

Doña Rosalinda se encargó de aclarar mis dudas cuando le hablé del asunto. El Tunta y el Chuño, los gemelos Mamani, boxeadores musculosos peso gallo que eran líderes de la vieja pandilla del barrio, ya en decadencia por la falta de miembros y el acoso de la policía y de la justicia vecinal, Los Tres Puntos, y que siempre andaban con puñales en los pantalones anchos y acompañados de un perro de pelea doberman que varios ladrones habían intentado envenenar muchas veces sin éxito, se habían acercado a los venezolanos para darles una advertencia, que no intentaran nada extraño contra los vecinos ni se les ocurriera ninguna maleantada y que dejaran de hablar a los gritos que no dejan descansar el sueño de los obreros honrados, porque entonces se las verían con ellos.

—Pero tienen razón también esos jóvenes—me dijo doña Rosalinda y me recordó lo que había pasado en noviembre de 2019, después de la dimisión de Evo Morales a la presidencia de Bolivia.

Ese mismo día de la renuncia arrojaron bombas molotov a los buses del servicio municipal, los Puma Katari, y la explosión de los depósitos de gasolina se escuchó hasta Nuevo Amanecer, a casi un kilómetro de distancia, como el derrumbe de una montaña a dinamitazos. Incluso me acerqué a la ventana de mi casa para intentar ver si la Muela del Diablo seguía en pie, pero en la noche solo se advertían, a causa de la distancia, pequeñas fogatas que eran, en realidad, grandes incendios. También habían quemado el Retén Policial, ya que, tras el motín que fue uno de los elementos que apresuró la salida del mandatario, los policías se habían replegado y dejado sin vigilancia ni protección a la ciudad entera. Aquel día vimos, en la televisión, gracias a gente que grababa a escondidas en sus celulares el paso de una turba furiosa desde los edificios de Cota Cota, a los gemelos Mamani arrojando piedras a la farmacia de la calle 28, que fue saqueada.

Los días siguientes las cosas empeoraron. Se quemaron casas de políticos de ambos bandos y de periodistas. A través de los grupos de WhatsApp llegaban amenazas a nuestro barrio. Si no salíamos a protestar a favor del que había sido presidente hasta hace poco, nuestros hogares correrían la misma suerte. Nadie sabía con certeza el origen de estas amenazas. Se formaron grupos de vigilia; en cada calle, hombres armados de piedras y palos, debíamos estar atentos a los movimientos de cualquier extraño que quisiera circular por nuestro territorio.

Detrás de mi casa hay un terreno baldío. Una de aquellas noches escuché voces extranjeras, no sabría decir con exactitud si colombianas o venezolanas, pero de aquella región de Sudamérica. Corrí a advertir a los vecinos que hacían vigilia y perseguimos a un grupo de extraños que, veloces, como si conocieran el terreno mejor que nosotros, se escabulleron sin dejar rastro tras de sí.

Una noche después de aquello, se convocó a una reunión vecinal. Organizamos mejor la defensa del barrio, no ya para perseguir a extraños sino para emboscarlos y atraparlos. Don Arturo Mollo, uno de los varios choferes de minibús que viven en Nuevo Amanecer, pidió la palabra:

—Quieren vengarse—dijo—, los de la Alcaldía. Ellos son los que vienen con gente contratada. Saben que nosotros hemos quemado los Pumas y ahora quieren quemar nuestros minibuses. A esos extranjeros han contratado, a esos venezolanos, porque no les gusta trabajar y a cambio de una buena plata hacen lo que sea.

Lo interrumpió doña Eduviges Poma, una anciana que vendía tucumanas en la parada de minibuses.

—Ayer en la mañana ha venido uno de ellos. Algo me ha dicho, pero no le he entendido. Extranjero era. Tenía chamarra de cuero y era alto, blancón. De dónde será, no sé. Estaba en una moto. Fotos estaba sacando. Me he asustado. ¿Qué estás haciendo, joven?, le pregunté. Quería llamar a alguien, gritar, pero me ha dado miedo. Se ha dado cuenta y se ha ido en su moto, bien rápido. Luego nomás estoy viendo a don Cipriano y él también ha visto la moto. Así que no puedo mentir.

Don Cipriano, el mecánico, asintió a lo que dijo doña Eduviges:

—Así es, hermanos—dijo. Don Arturo Mollo continuó:

—Todos aquí nos conocemos. Seguro van a venir a preguntar quiénes han quemado los Pumas. Los que hemos ido nos conocemos y no vamos a decir nada. Ustedes saben que los Pumas nos quitan pasajeros y queremos ganar dinero para vivir, como todos, señores vecinos. Dentro de nuestro corazón hay que guardar el secreto. No sé, nomás hay que decir. Si no, van a querer vengarse quemando nuestras casitas. Ellos son los que nos amenazan. Y se van a vengar de todos porque aquí todos somos iguales.

Ese difícil noviembre pasó. No volvimos a vivir, en el barrio, ese mismo terror, pero había cosas que no se olvidaban.



*

Era la primera semana de septiembre de 2019, como quince días después del feo incidente con el venezolano y mis tenis en la Pérez Velasco, cuando me encontré, en los comederos del mercado popular de la calle 25 de Cota Cota, con mi viejo amigo de colegio, el Salomón Mayta.

Todavía estaba molesto por lo sucedido y, luego de ver, mientras almorzábamos, los siete goles que le hizo la selección boliviana a la venezolana en 1993 en Puerto Ordaz y que las páginas deportivas nacionales de Facebook subían una y otra vez para no recordar, entre otras cosas, que en el último partido, en 2016, en Maturín, la Vino Tinto le había ganado por cinco a cero a nuestra Verde, le conté a mi amigo lo que me había ocurrido, que por poco aquel venezolano se lleva mis cincuenta y me deja en cero.

—¡Hubiera tenido que caminar como cuatro horas para llegar a mi casa!—le dije—. Ya no quiero comprarles nada, ni un dulce, aunque tengan a sus niños sufriendo en sus brazos. Prefiero buscar a un niño o a un viejito boliviano y darle a él la limosna para no sentirme como un perro miserable.

—Es igual que nada, mi hermano—respondió el Salomón riendo—, yo sé que hay familias bolivianas que les alquilan a sus wawas para que vayan a pedir limosna. Todo es mamada en esta vida. Lo vi en las noticias. Son más pendejos que tú y yo juntos. Los mendigos nacionales no se quedan atrás, no sé si has visto a una viejita que pide monedas en la Huyustus, ¡dicen que se ha construido un edificio y que ahora es millonaria y que ni así deja de pedir! Y nosotros laburando como mulas por unos centavos, si seremos boludos.

—No me jodas—dije y forcé una risa similar a la de mi amigo—: ¡Qué huevada!

—Lo que tienes que hacer—dijo el Salomón—, es lo que hago yo. Les doy trabajo a sus compatriotas que están buenonas. Nada como tirarte a una venezolana para que se te pase el mal sabor de boca. Te lo recomiendo. Si quieres vamos ahorita a la Figue, ahí están.

—Yo soy el que está al borde de la prostitución—le dije—, ¡otra vez estoy con solo cincuenta luquitas en el bolsillo!

—No pasa nada—insistió él, bastante animado ya—, yo te presto y me das cuando te paguen. ¿O eres maricón? No, ¿no ve? Vas a ver lo ricas que están. Me has hecho antojar, cojudo.

En 45 minutos llegamos al viejo edificio Señor de Mayo, de la calle Figueroa, el conocido prostíbulo de varios pisos que emerge en pleno centro de la ciudad como un triste falo demacrado.

—Hay que ir al penúltimo piso—dijo él con la sonrisa amplia—, ahí están las extranjeras. En el resto pura carne nacional, nada espectacular, pero a veces salva.

—Carne buena del Altiplano—dije, acto reflejo, recordando el letrero que a veces cuelgan las carnicerías, y el Salomón se carcajeó hasta lagrimear.

—Tú sí sabes—dijo.

En el penúltimo piso del edificio deambulaban varias mujeres vestidas en bikini o con minifaldas que dejaban ver sus tangas. Una de ellas, con los pechos descubiertos, nos ofreció sus servicios en portugués, era brasileña. En una de las puertas había un letrero que decía Las Paraguayas Más Bonitas y un par de ellas estaban apoyadas contra la pared. El Salomón aproximó su boca a mi oído para que pudiera escucharlo por sobre el estridente sonido de la música sensual que salía de los cuartos:

—Allá está mi venezolana—dijo—. Ven, te la voy a presentar. Esmeralda se llama.

El Salomón se acercó a hablarle. Yo me quedé rezagado, viéndola. Era más alta que yo. Tenía los senos y las nalgas bastante prominentes, no parecían reales. Un par de tatuajes, una serpiente enredada en un rosal, adornaban sus muslos. Su cabello rubio cayendo coqueto sobre la cara no lograba esconder un par de grandes ojeras. El rostro estaba más envejecido que el cuerpo. De cuando en cuando, en una expresión ensayada, sonreía y giraba su minifalda una vuelta completa, para mostrarle a todos los hombres que pululábamos por ahí como cochinas moscas hambrientas, la voluptuosidad de sus curvas tan bien redondeadas.

—Dice que por ochenta bolivianos hasta que acabes—me dijo el Salomón—. Es buen servicio, te lo digo yo.

—No me gusta—mentí. Él me miró boquiabierto:

—¿Qué? ¿Quieres un hombre entonces? No seas puto, hermano. Haces quedar mal a toda la raza.

—No me gusta el lugar—contesté, riendo—. Las putas me parecen sucias. Me gustan las mujeres sencillas. Y este antro huele a cadáver de clefero.

—Ah, ya—me dijo el Salomón—, creo que entiendo, vamos a otro lugar—. Y dirigiéndose a la Esmeralda:—Chau, mi amor, vuelvo luego yo solito, mi amigo dice que es gay. 

Salimos del edificio. Caminamos hacia el paseo de El Prado. Nos sentamos en una banqueta próxima al cine Monje Campero.

—Una vez—me contó el Salomón—, vine a sentarme aquí, cansado, igual que vos, de la mugre de las putas. Se me acercó una venezolanita. Era hermosa, hermano, rica, sanita. Veinte añitos y un cuerpito de lujo. Me quiso vender sus dulces o pasteles, no me acuerdo. Le propuse que me vendiera su amor por una hora. Quinientos bolivianos, me dijo. Cuatrocientos ya pues, le dije yo. Nada. Quinientos o que vaya a hacerme una paja. Ella escondía una fiera detrás de esa carita tierna. Así que me acompañó al cajero y le pagué con una semana de laburo a cambio de su cariño. Valió la pena, hermano. Yo te entiendo. La limpieza no tiene precio.

—Hay que escribir un libro con tus aventuras, oh, grandísimo perro—le dije, y nos reímos.

No tardó en acercarse una joven venezolana para vendernos arepas. Compramos un par y el Salomón se puso a charlarle, a preguntarle cómo se llamaba y qué tal la venta. Ella respondía a media voz, no le entendimos nada. Vestía un buzo azul y una blusa roja bastante apegados a su linda figura que no era tan llamativa como la de la prostituta del Señor de Mayo, pero que poseía un candor que lucía más natural. Su rostro, que no era bello, tenía una expresión de cansancio que en realidad parecía de repugnancia.

—¿Te gusta?—me preguntó el Salomón, mirándola de soslayo.

—Sí—mentí.

—Amiga—dijo él, cuando ella se disponía a marcharse—, le gustas a mi amigo. ¿Cuánto le cobras por una hora de amor?

Ella nos miró con los ojos abiertos de par en par. Su rostro se enrojeció y su voz, que ahora eran gritos, quería acuchillarnos:

—¡No soy una puta!—decía—. ¡Auxilio! ¡Estos creen que soy una puta! ¡Yo no soy! ¡No soy! ¡Puta tu madre! ¡Puta tu abuela!

El Salomón y yo nos pusimos a correr. Pasamos al frente y nos subimos al primer trufi que encontramos, uno que nos llevaba a Los Pinos. Nos pusimos a reír como dos histéricos. El chofer nos veía por el retrovisor, quizás creía que estábamos drogados.

—Puta madre—dijo el Salomón—, nos olvidamos las arepas, quería probar esa mierda, ¡tal vez es tan deliciosa como ella!


*

Hace más de cinco años, mi primo Agustín vivía en Nuevo Amanecer. Era bastante querido por su permanente alegría y sencillez. Se fue a Cochabamba cuando su novia, la Lucía, se embarazó. Se casó con ella, que empezó a atender el negocio de sus padres, una tienda de barrio muy bien surtida. Él trabajaba de taxista, más porque le gustaba recorrer las calles conduciendo mientras escuchaba música que porque necesitara el dinero. Pero, cuando sobrevino la cuarentena debido a la pandemia, no pudo conseguir el permiso de circulación. La tienda no vendía tan bien como antes y prefirieron reservar para ellos los alimentos, en caso de que todo empeorara. Así fue que Agustín consiguió una moto para trabajar haciendo delivery, un oficio que entró en auge súbitamente por aquella temporada. No nos enteramos de su actividad hasta que lo vimos, una noche, en las noticias, con la cara ensangrentada, detrás de un compañero suyo, también herido, que le explicaba a un reportero que se mantenía a distancia, qué había sucedido.

En el Puente Cobija, justo sobre la avenida Humboldt, hubo un enfrentamiento entre los motoqueros y los venezolanos que dormían sobre el pasto, bajo el arco del viaducto. Resulta que los extranjeros empezaron a cobrar un peaje a las personas y a los vehículos que atravesaban aquel sector. Si alguien se negaba, respondían con violencia, ya habían golpeado a varios. Los trabajadores del delivery, taxistas y algunos vecinos se organizaron para, armados de palos y piedras, echarlos de allí. La policía intervino y anunció, ante los medios, que los inmigrantes serían expulsados del país. No se los volvió a ver por ahí.

Un par de semanas después de su aparición en el noticiero, mi primo nos sorprendió golpeando la puerta de nuestra casa. Había recorrido los más de 390 kilómetros de distancia entre su hogar y el mío en su moto en diez horas haciendo varias paradas para recargar combustible y descansar. Ahora nos pedía alojamiento. Por supuesto, lo recibimos con los brazos abiertos.

—¡Fue el viaje más espectacular de mi vida!—dijo, después de beberse dos litros de agua fresca en menos de diez minutos—. ¡Y eso que he estado en Toro Toro marihuaneado!

Nos contó que había venido a cobrar algunas deudas, que ahora todos andábamos necesitados de efectivo, que qué situación de mierda, compadre. Le comentamos que lo habíamos visto en las noticias, le preguntamos si estaba bien. Nos contó lo que les contaría a todos los vecinos que se acercaron a saludarlo con la misma efusividad, como si repitiera un feliz guion teatral:

—¡Me he vuelto famoso!—decía, desde detrás de su barbijo—. Después de salir en Unitel me han llamado todas mis exñatas y hasta tengo nuevas admiradoras—reía—. ¡Parecía una guerra, hermano! Estábamos defendiendo suelo patrio. Los muy cabrones creen que los bolivianos les vamos a aceptar cualquier mierda bien calladitos. No entienden que tienen que ir a su país a pelear, hasta deben creer que somos el enemigo, ¡huevadas! Como nosotros, a ver a cuántos gobiernos hemos sacado a patadas. Y si nos vamos al extranjero no vamos a mendigar pues, vamos a trabajar más duro que las abejas. ¿Mi herida? Esta cicatriz está muy de la puta, ni me he dado cuenta de que estaba saliendo mi sangre frente a las cámaras. Es que me han arrojado con una piedra. Yo les he devuelto la misma piedra, pero con mejor puntería, lo he bajado a un negro altote y se ha quedado dormidito en plena batalla hasta que llegaron los pacos. ¿Miedo a contagiarme? ¡Pero si yo como chuño y pijcho coca a diario! No pasa nada, primito. Clarito será, mañana ya no habrá Nuevo Amanecer—y se carcajeaba mientras todos le aplaudíamos su manera de relatar las cosas.



*

En el barrio había una familia muy pobre, los Huanca. Eran vecinos de los venezolanos y vivían en iguales condiciones que ellos. Don Estanislao Flores también era quien les alquilaba el lugar, un cuarto de adobes sin acceso a electricidad, pero con conexión al agua potable. Les cobraba solo 200 bolivianos mensuales, hasta donde sabíamos, porque, decía a veces, cuando se embriagaba en la puerta de la tienda de doña Rosalinda Paucara con sus compadres, sentía solidaridad hacia ellos. Y 200 bolivianos apenas alcanza para una cajita de cerveza, solía repetir. Que la miseria es una mierda, que él la había vivido de niño y por eso era tan comprensivo ahora, también le gustaba gritar para que todos lo escucháramos.

El Remigio Huanca, de 30 años de edad, era el cabeza de familia. Cuidaba de su madre, doña Apolonia, una viejecita de rostro arrugado cuya espalda cada año se encorvaba más y de sus dos hijas menores de cinco años. La menor de ellas había nacido con apenas un año de diferencia y, después del último alumbramiento, atendido por una partera venida desde Apaña en el mismo cuarto donde todos viven hasta ahora, la Reina, la esposa del Remigio, había muerto desangrada. Él trabajaba, desde poco antes de aquella muerte, como chofer asalariado de uno de los radiotaxis que poseía don Estanislao. Después de que hubo transcurrido el primer mes de la cuarentena rígida, los ahorros de la familia se agotaron y no había posibilidad de generar nuevos ingresos debido al encierro forzoso.

Doña Apolonia fue a suplicarle a doña Rosalinda que le prestara unos diez panes y unos diez huevos para almorzar con té y se deshizo en llanto en la tienda, hace dos días que no tenían más que agua para llevarse a la boca y las niñas no dejaban de llorar por el dolor del hambre que revoloteaba en sus entrañas. El Remigio, contó esto en aymara, como si fuese un secreto, no hacía otra cosa que mirar el techo, acostado en la cama, parecía embrujado así inmóvil, ni siquiera respondía cuando se le hablaba.

Doña Rosalinda le contó la situación al presidente de la junta de vecinos, don Raimundo Tórrez, y él convocó a una reunión de emergencia en la desierta parada de minibuses. Quedamos en que colaboraríamos, con lo que pudiéramos, con los Huanca. Más tarde, ese mismo día, volvimos a reunirnos todos para hacer entrega de lo que se había recolectado. Yo llevé, de parte de nuestra familia, la bolsa de cinco kilos de fideo que acarreé desde el centro aquel día que coincidí con los venezolanos en el minibús y que no habíamos consumido porque todavía teníamos provisiones. La mayoría llevó bolsas de arroz o lenteja o avena. Don Abel Pajsi, que tenía un puesto de venta de celulares en la avenida Buenos Aires y que tampoco había podido abrir durante este tiempo, contó que el efectivo se le estaba acabando y que prefería ahorrar, pero que les regalaba un celular no tan viejo, con un sticker grande de Sonic The Hedgehog en la carcasa, para que pudieran venderlo. Don Estanislao Flores dijo que pagaría, dos meses completos por adelantado, en la tienda, diez panes por día para que pudieran desayunar siempre y que no les cobraría el alquiler hasta que el Remigio pudiera volver a trabajar. Todos, escondidos detrás de nuestros barbijos y luego de desinfectar nuestras manos con alcohol Guabirá, aplaudimos emocionados, como si se tratara de un día de fiesta. Los venezolanos, siempre vestidos con sus chamarras bandera, las manos en los bolsillos de los pantalones tipo bermuda, lo veían todo desde el cuarto de adobes en el que vivían. El muro bajo que dividía en dos la propiedad de don Estanislao nos permitía reconocer cierta oscuridad en su manera de observarnos, silenciosos ellos, quizás todavía atemorizados, pensé, o rabiosos, también creí, por la advertencia que les habían hecho los gemelos Mamani.

Me enteré luego, gracias a doña Rosalinda, que la bolsa de fideos que había llevado para los Huanca fue a parar a manos de los venezolanos, ya que doña Apolonia, compadecida porque nadie se había preocupado por ellos, la regaló.

Todo esto sucedió una semana antes de la llegada de mi primo Agustín a Nuevo Amanecer. Un par de días después de su arribo, mientras cenábamos, escuchamos gritos en la calle. Era el Remigio que agarraba de la chamarra a uno de los venezolanos. Peleaban. Uno golpeaba, sin dejar de soltar la prenda, y el otro respondía con un golpe de similar fuerza. No se hacían mucho daño, pero el ruido que escapaba de sus bocas, hizo que todos los vecinos saliéramos a ver qué pasaba.

—¡Ladrón maldito!—balbuceaba el Remigio, el rostro rojo de furia—. Devolveme el celular.

—Yo no tengo nada, señor—respondía el otro.

—¡Ladrón!—insistía el Remigio, que parecía borracho. 

Los vecinos ya habíamos formado un círculo alrededor de ambos cuando llegaron los gemelos Mamani. No se detuvieron a aguardar explicaciones, apenas escucharon el reclamo del Remigio corrieron hacia el venezolano y lo tumbaron al suelo a patadas. Estaban en eso cuando llegó el otro venezolano e intentó defender a su compatriota. También fue golpeado y reducido al suelo por los gemelos, que vociferaban:

—¿Qué les hemos dicho, mierda? Nada de maleantadas. ¿Y qué es lo primero que hacen?

El presidente de la junta de vecinos, don Raimundo, llegó corriendo, en pijamas.

—¡No queremos problemas!—gritó, en una expresión que parecía estar más dirigida a los gemelos que a los extranjeros, pero nadie le prestó mucha atención.

Don Arturo Mollo, el chofer de minibús que había ayudado a incendiar los Puma Kataris y que no colaboró con nada a la familia Huanca, también llegó a la carrera, directo a golpear el rostro ya ensangrentado de uno de los venezolanos.

Allí, donde sucedía todo, en la esquina por donde doblan los minibuses para llegar a la parada, en el poste de luz más alto y grueso de todo el barrio, hay colgado un muñeco que simula ser un cadáver que ha sido ahorcado. Bajo el muñeco hay un letrero, habitual en los barrios periféricos de La Paz y El Alto, que dice: Ladrón encontrado será quemado vivo.

—¡Que devuelvan el celular y que se vayan de aquí!—gritaba el presidente, pero nadie lo escuchaba. Los golpes continuaban y los gritos también. Todo era ruido. Mi primo Agustín estaba relatando por enésima vez lo que le había sucedido en Cochabamba y mostraba su cicatriz a cualquiera que estuviera cerca, pero nadie parecía escucharlo tampoco. Lo vi levantar una piedra pequeña y darle con ella al cuerpo de uno de los venezolanos que había dejado de suplicar y que parecía estar desmayado.

—¡Hay que quemarlos!—dijo don Arturo Mollo mientras encendía un periódico con fósforos que guardaba en el bolsillo.

Algunas mujeres lloraban, pero no se atrevían a intervenir. Escuché que doña Rosalinda se lamentaba, con los brazos cruzados en torno a sus prominentes pechos y limpiando de cuando en cuando sus lágrimas con sus polleras:

—Nadie se merece morir por un celular, tatito—pero nadie la escuchaba.

El periódico de don Arturo semejaba una antorcha que se movía entre la gente como un ser vivo más. Los venezolanos, derrotados, tenían los cuellos sujetos por los fuertes brazos de los gemelos Mamani. Los perros ladraban enloquecidos.

—Voy a quemar a estos mierdas—dijo don Arturo. 

Entonces, se hizo el silencio, hasta los perros callaron. Nadie pronunció palabra porque sucedió una aparición maravillosa. Era la entrada de un ángel. Con los pies descalzos sobre el frío suelo lleno de piedrecillas, una niña mujer vestida con una bata blanca incapaz de ocultar las delicadas formas de su cuerpo tenía los ojos inmensos bañados en lágrimas. Su larga cabellera cobriza era acariciada por un leve ventarrón. Apenas vio a los caídos ensangrentados, corrió sin que nada le importara hacia uno de los gemelos y empezó a golpearlo con los puños y a patearlo. Estos golpes no le hacían ningún daño a ese Mamani, nunca supe de cuál se trataba porque aquella noche no había manera de diferenciarlos, pero hicieron que soltara al venezolano que sostenía en el suelo.

—No hagan eso—lloraba el ángel—. Son mis hermanos. No han hecho nada.

Solo entonces reaccionaron las mujeres del barrio y empezaron a gritar apoyándola y recriminando la violencia.

Don Arturo Mollo dejó caer al suelo el periódico que estaba incendiando y lo apagó con sus zapatos. La luz del fuego iluminó por última vez la belleza de la joven venezolana, a quien en principio quise llamar, en un impulso torpe, para esta narración, por el lindo nombre de Esmeralda, en honor al iris verde que creí advertir en su mirada, olvidando que era el nombre de batalla de la prostituta favorita del Salomón Mayta en el Señor de Mayo. Nunca me enteré de su nombre verdadero y preferí no indagar porque los únicos que lo sabían eran aquellos a quienes rescató de un linchamiento.

—Que devuelvan el celular y que se vayan—dijo el Remigio, tambaleándose de ebrio.

—Que no hemos robado nada, padre—contestó uno de ellos antes de escupir sangre. El otro le dio su chamarra bandera ensangrentada a su hermana para que se cubriera la espalda. Bajo su chamarra no llevaba nada.

—Que el presidente revise bien—insistió el Remigio.

Don Raimundo Tórrez fue hasta el cuarto de adobes de los venezolanos y no encontró nada. Solo la bolsa de fideo abierta y unas pocas libras de arroz, algunas ropas, y el pequeño camastro que compartían los tres hermanos.

—Aquí no hay ningún celular—dijo.

—Seguro ya lo han vendido—se lamentó el Remigio. 

Toda esa inspección sucedió en completo silencio. Aquella niña mujer, esa triste aparición en medio de la noche, nos había dejado perplejos. Debe ser como el sonido de la música verdadera, pensé después, cuando interfiere en el centro mismo del ruido que no es capaz de decir nada si no de gritar palabras que no significan nada. La belleza silenciando el pantano, iluminando las tinieblas, recordándonos que somos más que animales.

Aquella noche no pude dormir, no dejaba de recriminarme haber asistido a todo como dopado, inmovilizado. Debí haber dicho que uno es inocente hasta que se compruebe lo contrario o una de esas cosas que se dicen en las películas. Eran las cuatro de la mañana y yo observaba el barrio a través de la ventana de mi habitación. Los tres venezolanos, ella muy bien abrigada y sus hermanos con las chamarras bandera, se marchaban para siempre. Caminaban lento, cojeando, incapaces de esconder el dolor, pero obligándose a cerrar la boca para no lamentarse. Los perros, que suelen ladrar al menor ruido extraño, habían decidido callarse para no alertar sus movimientos en la oscuridad, quizás ellos eran capaces de entender mejor las cosas.



*

Tiempo después, cuando la cuarentena se flexibilizó y los casos de coronavirus disminuyeron, cansado por el encierro, fui a pasear a la Feria de la 16 de julio, aquella en la que se puede encontrar de todo. Otra vez buscaba un tema para escribir en la revista dominical del periódico y se me ocurrió que hablar sobre el retorno a la vida de una de las ferias callejeras más grandes de Latinoamérica era una gran idea. Todavía revoloteaba en mi cabeza el tema de los inmigrantes venezolanos, pero había algo que no me permitía darle la fluidez necesaria, no sabría cómo describir esa sensación; corazonada, tal vez.

Cuando caminaba por el sector donde suelen vender celulares, muchos de ellos robados, me encontré con un rostro familiar, era uno de los gemelos Mamani, no sé si el Tunta o el Chuño, otra vez fui incapaz de reconocer cuál. Estaba vendiendo dos celulares. Uno, un Samsung que parecía nuevo y el otro, aquel que le habían donado a la familia Huanca. Lo reconocí por el sticker de Sonic The Hedgehog en la carcasa.

—¡Mirá qué bonito celular!—dije.

El gemelo Mamani fabricó una sonrisa lúgubre, agachó la mirada hasta encontrar mis ojos, sentí que una de sus manos me agarraba firme el cuello y me dijo:

—Una palabra y te mueres.

Aparté sus dedos con firmeza, tosí, escupí al suelo, muy cerca de sus pies, le di la espalda y continué con mi paseo.