Soledades

Luis de Góngora

Mezcladas hacen todas
teatro dulce—no de escena muda—
el apacible sitio: espacio breve
en que, a pesar del sol, cuajada nieve,
y nieve de colores mil vestida,
   la sombra vió florida
   en la hierba menuda.

 

Viendo, pues, que igualmente les quedaba
para el lugar a ellas de camino
lo que al Sol para el lóbrego occidente,
cual de aves se caló turba canora
a robusto nogal que acequia lava
   en cercado vecino,
cuando a nuestros antípodas la Aurora
las rosas gozar deja de su frente:
tal sale aquella que sin alas vuela
hermosa escuadra con ligero paso,
haciéndole atalayas del ocaso
cuantos humeros cuenta la aldehuela.

 

   El lento escuadrón luego
   alcanzan de serranos,
y—disolviendo allí la compañía—
al pueblo llegan con la luz que el día
cedió al sacro volcán de errante fuego,
a la torre, de luces coronada,
que el templo ilustra, y a los aires vanos
artificiosamente da exhalada
luminosas de pólvora saetas,
   purpúreos no cometas.

 

Los fuegos, pues, el joven solemniza,
mientras el viejo tanta acusa tea
al de las bodas dios, no alguna sea
de nocturno Faetón carroza ardiente,
   y miserablemente
Campo amanezca estéril de ceniza
   la que anocheció aldea.





De Alcides le llevó luego a las plantas,
   que estaban, no muy lejos,
trenzándose el cabello verde a cuantas
da el fuego luces y el arroyo espejos.
   Tanto garzón robusto,
tanta ofrecen los álamos zagala,
que abreviaria el Sol en una estrella,
   por ver la menos bella,
cuantos saluda rayos el bengala,
   del Ganges cisne adusto.

 

La gaita al baile solicita el gusto,
   a la voz el salterio;
cruza el Trión más fijo el hemisferio,
y el tronco mayor danza en la ribera:
   el eco, voz ya entera,
no hay silencio a que pronto no responda;
fanal es del arroyo cada onda,
luz el reflejo, la agua vidriera.

 

Términos le da el sueño al regocijo,
mas al cansancio no: que el movimiento
verdugo de las fuerzas es prolijo.
Los fuegos—cuyas lenguas, ciento a ciento,
desmintieron la noche algunas horas,
cuyas luces, del sol competidoras,
fingieron día en la tiniebla oscura—
murieron, y en sí mismos sepultados,
sus miembros, en cenizas desatados,
piedras son de su misma sepultura.





Vence la noche al fin, y triunfa mudo
el silencio, aunque breve, del ruido:
sólo gime ofendido
el sagrado laurel del hierro agudo;
deja de su esplendor, deja desnudo
de su frondosa pompa al verde aliso
   el golpe no remiso
   del villano membrudo;
   el que resistir pudo
al animoso Austro, al Euro ronco,
chopo gallardo—cuyo liso tronco
papel fué de pastores, aunque rudo—
a revelar secretos va a la aldea,
que impide Amor que aun otro chopo lea.

 

Estos árboles, pues, ve la mañana
mentir florestas, y emular viales
cuantos muró de líquidos cristales
   agricultura urbana.

 

Recordó al Sol, no, de su espuma cana,
la dulce de las aves armonía
sino los dos topacios que batía
—orientales aldabas—Himeneo.
   Del carro, pues, febeo
   el luminoso tiro,
mordiendo oro, el eclíptico zafiro
pisar quería, cuando el populoso
   lugarillo, el serrano
con su huésped, que admira cortesano
—a pesar del estambre y de la seda—
   el que tapiz frondoso
tejió de verdes hojas la arboleda,
y los que por las calles espaciosas
   fabrican arcos, rosas:
oblicuos nuevos, pénsiles jardines,
de tantos como víolas jazmines.





Al galán novio el montañés presenta
su forastero; luego al venerable
padre de la que en sí bella se esconde
con ceño dulce, y, con silencio afable,
beldad parlera, gracia muda ostenta:
cual del rizado verde botón donde
abrevia su hermosura virgen rosa,
   las cisuras cairela
un color que la púrpura que cela
por brújula concede vergonzosa.
   Digna la juzga esposa
de un héroe, si no augusto, esclarecido,
el joven, al instante arrebatado
a la que, naufragante y desterrado,
   lo condenó a su olvido.