de Línea
Gilberto Owen
El hermano del hijo pródigo
Todo está a punto de partir. Una cruz alada persigna al cielo. Los militares cortan las últimas estrellas para abotonarse el uniforme. Los árboles están ya formados, el menor tan lejano. Los corderos hacen el oleaje. Una casita enana se sube a una peña, para espiar sobre el hombro de sus hermanas, y se pone, roja, a llorar, agitando en la mano o en la chimenea su pañuelo de humo.
Detrás de los párpados está esperando este paisaje. ¿Le abriré? En la sala hay nubes o cortinas. A esta hora se encienden las luces, pero las mujeres no se han puesto de acuerdo sobre el tiempo, y el viajero va a extraviarse.—¿Por qué llegas tan tarde?, le dirán. Y como ya todas se habrán casado, él, que es mi hermano mayor, no podrá aconsejarme la huida.
Y en la oscuridad acariciaré su voz herida. Pero yo no asistiré al banquete de mañana, porque todo está a punto de partir y, arrojándose desde aquí, se llega ya muerto al cielo.
Espejo vacío
Busco desde mañana hasta el último día recordado
No puedo ver dónde te olí primero
Supiera al menos en qué ángulo te deshojaste desvelada
Aquel día fumabas para hacerte máscaras de humo
Ahora ninguna te disfraza más que el aire
Esa sombra a la izquierda del sol es la que te desnuda
Ahora es la mitad negra de tu rostro la exacta
Tu realidad es el misterio de la palabra que nada nombra
Sufro tu voz caída poesía
Se movía en árboles y se unta ahora en mudas alfombras
Sabes que hay voces que nunca se muestran desdobladas
Algunos maniquíes mal enseñados nunca giran
Hacen girar en torno suyo a las que quisieran comprarlos
Ya no sé cuántos rostros hay que tirar para ser ángeles
He esperado hacia atrás el año de los vicios impunes
Los gano sólo para esta sombra inmerecida
Mírala regarse también en la tierra para oírte.
Alegoría
Hemos perdido el tren. ¡Qué gusto! ¿Qué pena? Abrimos las maletas; cada recuerdo vuelve a su sitio. Nos leen libros sin importancia. Nos miman, nos gradúan paulatinamente en gastronomía.
Luego salimos a la calle, y al gritar que nos han robado—¡pero si no acusamos a nadie!—hay un señor patético que ofrece:—Que se me registre.
Es un vendedor de almanaques. Vocea El más antiguo Galván. Se tiñe de cristal las barbas y parece lampiño. Es posible que no tenga, en efecto, nuestro reloj. ¿Vamos haciendo el inventario? Una guadaña cortaplumas, en la muñeca un reloj de arena. Alguna bolsa secreta, sin embargo, nos faltará por registrar. Nuestros compañeros no saben zoología, pero ya hemos advertido en él cosas de canguro.
Lo desnudamos al fin y lo sacamos a él mismo, todo de oro, de su bolsa de marsupial. Luego la cosa es muy aburrida, porque tiene él otra bolsa, en la que también está él, que a su vez tiene una bolsa . . .
¿Cuándo acabaremos de leer a Proust?
X.
A todas las amamos, obedeciendo a sus clásicos, sin preguntar sus nombres. Ahora a ti voy a amarte sin preguntar tu cuerpo. Huyes deslizándote en el trineo del frío. Los perros del viento tiran de él. Llevas en la mano una estrella, pero esto no es seguro, porque los domingos hasta las luces más humildes sacan sus mejores galas y se visten de estrellas. Alguien, emocionado, te descubre en la Osa Mayor y te retrata en un planisferio. Te pone un nombre griego o te llama como a sus pobres héroes. Pero tu nombre sólo yo lo sé. El sol no me deja oírlo, el ruido te me borra, me hacen olvidarte; pero de noche yo te sé. Nombre que nada nombras, nadie te impondrá acentos ortográficos, nadie te sujetará, inmóvil y relativamente eterno, en el epitafio de los diccionarios, Innombre.
Remordimiento
Le cerraría a esa tarde que entra de noche sin despertarme
Un pez vuela a mi sueño sin arrugar la piel de espejo del agua
Me debiera cortar su frío contacto
La sombra empieza a sangrar ruidos si la hiere la luz más mínima
Los mineros que nacen de los antípodas huelen día mi noche
Cómo será mi sueño siguiente sin nada más que yo muerto
Mi yo mío mirándome sin ojos
A todas horas es aquella hora siempre
Muerta
El paso de los marinos hacía de la tierra otro barco más grande
El mar se quitaba corpiños a cada ola un poco más delgado
Yo no hubiera creído nunca la Odisea sin el viento hojeándola
Un borracho iba del bar al horizonte con un balanceo armonioso
Qué Diógenes me dictó aquella dura palabra me duele sin herida
Si Dios me tapaba el sol es que era suyo
Naipe
Estoy escuchando tras de la puerta. No es correcto, pero hablan de mí: he oído mi nombre, Juan, Francisco, qué sé yo cuál, pero mío. El hombre que es sólo una fotografía de mi padre—nada más, en la noche, el rostro y la barba más blancos que la blancura—, ese hombre afirma que es yo; alza la voz: “ . . . como me llamo . . . ” No oigo bien el final, pero comprendo que ha pronunciado mi nombre, pues de pronto se le ha oscurecido el rostro también, y ya sólo se ve su barba caudal.
Vamos por esa alta vereda, una línea sólo, un alambre a lo más, del filo de las doce. Y cabe él a mi lado, sin embargo, porque es el retrato de mi padre. Si cambiara su paso, si no fuera tan igual al mío, para no sentirme tan solo; si su voz sonara distinta, y en otra boca que la mía, para no mascarme la lengua.
Hay una lámpara a la derecha; acaso el sol. En ella se suicidan mariposas de rostros mal recordados. Él, como está desnudo, se empeña en ir del otro lado, vestido de mi sombra; es tan leve, que le basta apoyarse en la sombra de mi bastón para no cansarse nunca.
En este naipe se dibuja, arriba, un jack de corazones, en la mitad de abajo un rey de espadas insomne, que es su reflejo absurdo, limitados por la línea invisible del filo de las doce. Pues soy demasiado lampiño para mi sombra, espejo que anticipa medio siglo la imagen.
Todo está a punto de partir. Una cruz alada persigna al cielo. Los militares cortan las últimas estrellas para abotonarse el uniforme. Los árboles están ya formados, el menor tan lejano. Los corderos hacen el oleaje. Una casita enana se sube a una peña, para espiar sobre el hombro de sus hermanas, y se pone, roja, a llorar, agitando en la mano o en la chimenea su pañuelo de humo.
Detrás de los párpados está esperando este paisaje. ¿Le abriré? En la sala hay nubes o cortinas. A esta hora se encienden las luces, pero las mujeres no se han puesto de acuerdo sobre el tiempo, y el viajero va a extraviarse.—¿Por qué llegas tan tarde?, le dirán. Y como ya todas se habrán casado, él, que es mi hermano mayor, no podrá aconsejarme la huida.
Y en la oscuridad acariciaré su voz herida. Pero yo no asistiré al banquete de mañana, porque todo está a punto de partir y, arrojándose desde aquí, se llega ya muerto al cielo.
Espejo vacío
Busco desde mañana hasta el último día recordado
No puedo ver dónde te olí primero
Supiera al menos en qué ángulo te deshojaste desvelada
Aquel día fumabas para hacerte máscaras de humo
Ahora ninguna te disfraza más que el aire
Esa sombra a la izquierda del sol es la que te desnuda
Ahora es la mitad negra de tu rostro la exacta
Tu realidad es el misterio de la palabra que nada nombra
Sufro tu voz caída poesía
Se movía en árboles y se unta ahora en mudas alfombras
Sabes que hay voces que nunca se muestran desdobladas
Algunos maniquíes mal enseñados nunca giran
Hacen girar en torno suyo a las que quisieran comprarlos
Ya no sé cuántos rostros hay que tirar para ser ángeles
He esperado hacia atrás el año de los vicios impunes
Los gano sólo para esta sombra inmerecida
Mírala regarse también en la tierra para oírte.
Alegoría
Hemos perdido el tren. ¡Qué gusto! ¿Qué pena? Abrimos las maletas; cada recuerdo vuelve a su sitio. Nos leen libros sin importancia. Nos miman, nos gradúan paulatinamente en gastronomía.
Luego salimos a la calle, y al gritar que nos han robado—¡pero si no acusamos a nadie!—hay un señor patético que ofrece:—Que se me registre.
Es un vendedor de almanaques. Vocea El más antiguo Galván. Se tiñe de cristal las barbas y parece lampiño. Es posible que no tenga, en efecto, nuestro reloj. ¿Vamos haciendo el inventario? Una guadaña cortaplumas, en la muñeca un reloj de arena. Alguna bolsa secreta, sin embargo, nos faltará por registrar. Nuestros compañeros no saben zoología, pero ya hemos advertido en él cosas de canguro.
Lo desnudamos al fin y lo sacamos a él mismo, todo de oro, de su bolsa de marsupial. Luego la cosa es muy aburrida, porque tiene él otra bolsa, en la que también está él, que a su vez tiene una bolsa . . .
¿Cuándo acabaremos de leer a Proust?
X.
A todas las amamos, obedeciendo a sus clásicos, sin preguntar sus nombres. Ahora a ti voy a amarte sin preguntar tu cuerpo. Huyes deslizándote en el trineo del frío. Los perros del viento tiran de él. Llevas en la mano una estrella, pero esto no es seguro, porque los domingos hasta las luces más humildes sacan sus mejores galas y se visten de estrellas. Alguien, emocionado, te descubre en la Osa Mayor y te retrata en un planisferio. Te pone un nombre griego o te llama como a sus pobres héroes. Pero tu nombre sólo yo lo sé. El sol no me deja oírlo, el ruido te me borra, me hacen olvidarte; pero de noche yo te sé. Nombre que nada nombras, nadie te impondrá acentos ortográficos, nadie te sujetará, inmóvil y relativamente eterno, en el epitafio de los diccionarios, Innombre.
Remordimiento
Le cerraría a esa tarde que entra de noche sin despertarme
Un pez vuela a mi sueño sin arrugar la piel de espejo del agua
Me debiera cortar su frío contacto
La sombra empieza a sangrar ruidos si la hiere la luz más mínima
Los mineros que nacen de los antípodas huelen día mi noche
Cómo será mi sueño siguiente sin nada más que yo muerto
Mi yo mío mirándome sin ojos
A todas horas es aquella hora siempre
Muerta
El paso de los marinos hacía de la tierra otro barco más grande
El mar se quitaba corpiños a cada ola un poco más delgado
Yo no hubiera creído nunca la Odisea sin el viento hojeándola
Un borracho iba del bar al horizonte con un balanceo armonioso
Qué Diógenes me dictó aquella dura palabra me duele sin herida
Si Dios me tapaba el sol es que era suyo
Naipe
Estoy escuchando tras de la puerta. No es correcto, pero hablan de mí: he oído mi nombre, Juan, Francisco, qué sé yo cuál, pero mío. El hombre que es sólo una fotografía de mi padre—nada más, en la noche, el rostro y la barba más blancos que la blancura—, ese hombre afirma que es yo; alza la voz: “ . . . como me llamo . . . ” No oigo bien el final, pero comprendo que ha pronunciado mi nombre, pues de pronto se le ha oscurecido el rostro también, y ya sólo se ve su barba caudal.
Vamos por esa alta vereda, una línea sólo, un alambre a lo más, del filo de las doce. Y cabe él a mi lado, sin embargo, porque es el retrato de mi padre. Si cambiara su paso, si no fuera tan igual al mío, para no sentirme tan solo; si su voz sonara distinta, y en otra boca que la mía, para no mascarme la lengua.
Hay una lámpara a la derecha; acaso el sol. En ella se suicidan mariposas de rostros mal recordados. Él, como está desnudo, se empeña en ir del otro lado, vestido de mi sombra; es tan leve, que le basta apoyarse en la sombra de mi bastón para no cansarse nunca.
En este naipe se dibuja, arriba, un jack de corazones, en la mitad de abajo un rey de espadas insomne, que es su reflejo absurdo, limitados por la línea invisible del filo de las doce. Pues soy demasiado lampiño para mi sombra, espejo que anticipa medio siglo la imagen.
These poems originally appeared in the book Línea (1930). They have been translated from Gilberto Owen's Obras, published by the Fondo de Cultura Económica.