de La casa roja

Juan Carlos Mestre

Cavalo Morto

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo. Un poema de Lèdo Ivo es una luciérnaga que busca una moneda perdida. Cada moneda perdida es una golondrina de espaldas posada sobre la luz de un pararrayos. Dentro de un pararrayos hay un bullicio de abejas prehistóricas alrededor de una sandía. En Cavalo Morto las sandías son mujeres semidormidas que tienen en medio del corazón el ruido de un manojo de llaves.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo. Lèdo Ivo es un hombre viejo que vive en Brasil y sale en las antologías con cara de loco. En Cavalo Morto los locos tienen alas de mosca y vuelven a guardar en su caja las cerillas quemadas como si fuesen palabras rozadas por el resplandor de otro mundo. Otro mundo es el fondo de un vaso, un lugar donde lo recto tiene forma de herradura y hay una sola tarde forrada con tela de gabardina.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo. Un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo es un río que madruga para ir a fabricar el agua de las lágrimas, pequeñas mentiras de lluvia heridas por una púa de acacia. En Cavalo Morto los aviones atan con cintas de vapor el cielo como si las nubes fuesen un regalo de Navidad y los felices y los infelices suben directamente a los hipódromos eternos por la escalerilla del anillador de gaviotas.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo. Un poema de Lèdo Ivo es el amante de un reloj de sol que abandona de puntillas los hostales de la mañana siguiente. La mañana siguiente es lo que iban a decirse aquellos que nunca llegaron a encontrarse, los que aún así se amaron y salen del brazo con la brisa del anochecer a celebrar el cumpleaños de los árboles y escriben partituras con el timbre de las bicicletas.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo. Lèdo Ivo es una escuela llena de pinzones y un timonel que canta en el platillo de leche. Lèdo Ivo es un enfermero que venda las olas y enciende con su beso las bombillas de los barcos. En Cavalo Morto todas las cosas perfectas pertenecen a otro, como pertenece la tuerca de las estrellas marinas al saqueador de las cabezas sonámbulas y el cartero de las rosas del domingo a la coronita de luz de las empleadas domésticas.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo. En Cavalo Morto cuando muere un caballo se llama a Lèdo Ivo para que lo resucite, cuando muere un evangelista se llama a Lèdo Ivo para que lo resucite, cuando muere Lèdo Ivo llaman al sastre de las mariposas para que lo resucite. Háganme caso, los recuerdos hermosos son fugaces como las ardillas, cada amor que termina es un cementerio de abrazos y Cavalo Morto es un lugar que no existe.






El anzuelo de la libélula

                                                  Me has inventado.
                                                  —Anna Ajmátova
                                                     (Starki, 18 de agosto de 1956)


Yo tenía una libélula en el corazón como otros tienen una patria
a la que adulan con la semilla de los ojos. Verdaderamente
las especies de la verdad son cosas difíciles de creer,
extraños seres petrificados en la ternura como benignos nódulos
en la perfección de los huesos. En aquel tiempo
yo tenía el sueño de una libélula entre los juncos de la razón.
Cansadas como paraguas cerrados recogía las maderas auditivas
de un mar inexistente y con ellas construía algo parecido a una casa.
En aquellos días algo parecido a una casa eran las conversaciones,
palabras relacionadas con la pestaña premonitoria, gatos en los cerezos.
Yo desconocía los vínculos y toda oscuridad era para mí un obsequio,
un rumor de la eternidad que se prestaba como cuerpo desnudo a mi mano.
No era la boca del amor la que respiraba ese óxido, sino la imaginación
del amor como un sastre con pantalones verdes el día de la felicidad.
Verdaderamente las especies de la verdad son cosas difíciles de creer,
la ilusión del hombre es una luz que llega desde lo desconocido
mas no es él el dueño de esa invención sino el ruido de un rumor prestado,
la cámara del que guarda su placer en ella.
Yo tenía la costura de una libélula en el corazón
pero las hojas cerebrales hacían crecer mis manos hacia dentro
en busca de una palanca con la que desalojar la piedra del miedo.
Sin esfuerzo comencé a llorar al revés, a confundir los sentidos
que guían la gota gramática hacia una lengua extranjera.
Antes que me tomaran por un extraño ya que yo no era el dueño de esa
                                                                                    invención
me alejé del optimismo de ser entendido por más de dos
y comencé a oír mis propias palabras como martillazos retumbando en un
                                                                                    espacio vacío.
Era como si el tiempo hubiera dejado de durar,
era como si todas las obras imaginadas por un ciego se derritiesen al tacto,
como si la langosta hubiera descendido sobre los campos del espíritu.
Yo sólo tenía una libélula en el corazón como otros son hermanos del vértigo
y llevan la aorta de las constelaciones acogida en sus sienes.
Está bien, las especies de la verdad son cosas difíciles de creer,
es probable que la invisibilidad y estos hechos
sólo guarden relación con una libélula.





Salmo de los bienaventurados

                                                  Ávida vena, dame tu cordel
                                                  —Antonio Gamoneda


Bienaventurado el que a los cuarenta años aún no ha conocido la
               recompensa y llama virtud al cordón de un zapato, 
el hombre sin convicción que tumbado en la hierba pasa el día durmiendo y
               discute sobre el esfuerzo con los saltamontes.

Bienaventurado el que soporta el préstamo de la verdad, el excavado en
               piedra y el que construido en paja es alternativamente señor de la
               nada y rey de un solo vasallo.

Bienaventurado tú que sin llamarte Juan no eres otro que Juan el explícito,
               el padre del aire cuyos hijos heredarán los molinillos de viento.

Bienaventurado el que ha pasado la noche con la insignificancia, porque
               embellecido por la privación será de él alguna vez la ausencia, 
el que es vecino de dos bocas, el de la voz menuda al que le falta un diente, el
               hombre sin pretexto que tuvo un asno, una boina, un chivo.

Bienaventurado el que ante el argumento de la pólvora tuerce su hocico de
               linterna y habla alto, el que paga su aullido con la vida, el que en un
               instante es articulación de lobo y árbol de rodillas.

Bienaventurado el pájaro cuyo canto despierta el corazón de una madre en
               las ramas de la tristeza.

Bienaventurado el manco y su violín de oxígeno, la abeja del azúcar que liba
               la corteza de los licores blancos.

Bienaventurado el viajero que vaga en lo concéntrico y traduce el límite, la
               fertilidad del sacrificio, la teología de las medallas de la luna.

Bienaventurado el que emigra al borde de su amor, porque de él será la
               extraña fruta del animal del sábado.

Bienaventurado el esqueleto de Rimbaud y su pájaro influyente, único héroe
               en el festín del cráneo.

Bienaventurado el que ante la alusión de los espejos se vuelve pensativo y
               amablemente azul sus lágrimas ignora.

Bienaventurado lo inmortal del muerto, la excusa del sombrero y su balido,
               el repentinamente desahuciado en el paladar de tablas de la muerte.

Bienaventurada la golondrina de madera que le late al niño antes de conocer
               el sexo.

Bienaventurado el aire de la soledad del péndulo, el manso bajo el sol y la
               virtud del ciego, la esponja que da de cantar su lluvia a la garganta.

Bienaventurado el que apoyado en su bastón está toda la noche ahí y es
               piedra de la luz, piedra de la edad, los dos ojos del pájaro en el collar
               del cero.

Bienaventurado el astro que ignora su caballo y ha cerrado el párpado, la
               agria lepra que arde en las arterias, la sal del paraíso.

Bienaventurado el que condensa lutos negros, porque de él será la última
               soga del relámpago, el primer peldaño en la escalera del
               descendimiento.





Algunos muertos

Algunos muertos giran como persuasivas ideas alrededor de lo que se cree un vínculo con la felicidad. Entran en los bares, piden tazas de aceite para el clima melancólico de cuanto se da por supuesto. Desde su taburete observan el domicilio de las cuatro estaciones, piden ginebra indolora durante la sobremesa de sus placeres inútiles. Saben que la probabilidad ha remendado las enciclopedias, conocen al demente desamarrado de la creación, le ladran en los calcetines. Igual se enfría el vapor moral, igual vuelve cada uno a la miniatura de sus caprichos. Cierran los comercios, la muchedumbre entra en la calvicie, el tipógrafo ordena la escolanía de la muerte.

Tengo catorce años, Gilberto Ursinos se ha suicidado con el cinturón de la primavera. En voz baja crecía el laurel y las orugas tenían los tobillos hinchados. Poco más puedo decir sobre el idilio con la apatía, los tipos sin imaginación tienen mala salud, así que es preferible alquilarle otra casa a las adivinas. Lo que oímos es la cosecha del sánscrito, balidos del juez invisible en el crematorio de nubes. La palabra legua ya estaba en desuso, pero esa hubiera sido la distancia exacta entre la herradura de los amadores y la barbilla del infinito. Los cueros de la morgue rodean el abedul de su pensamiento, las huellas de los coches fúnebres salen de la franquicia de la literatura.

Te has quedado solo, ya no lo oyes toser y el valle escurre su silencio sobre la felpa siniestra. La advertencia es el entusiasmo, esa brea de abejas en los túneles inundados por la visión indecible. Otras especies de la noche bajarán a acompañarlo en el rincón más avaro, se casará bajo la tierra con los ojos vendados y las cuñadas cantarán en los delantales. Pájaro, yo también me he hecho mayor y la mayoría de la gente que nos hubiera querido se ha ido muriendo. Hemos consumido las sales de la promesa, las gatas siguen pariendo en los urinarios abandonados. Cada palabra es una tijera que se multiplica, un desconocido cuya pena no ha sido invitada, oscuros padres en las bebidas amargas como una cisterna dilatando el insomnio. Hacia dónde vamos la realidad carece de comportamiento, pero aún así el descreimiento de la belleza no autoriza el alboroto de los soldados.

Es el pájaro en el juramento de la dificultad, son las rosas afeminadas por la muerte.