de Su cuerpo dejarán

Alejandra Eme Vázquez

Artwork by Louise Bassou

Qué Pasa con la voz

No imagino a Confucio joven y tampoco lo imagino callado. La figura del anciano venerable es un prototipo que para existir, debe articularse en masculino: varones que envejecen bien y que adquieren un prestigio de tal envergadura (autosic con todas las de la ley) que pueden llegar a cualquier lugar y no sólo son muy reconocidos, sino muy escuchados. Mis abuelos varones, por ejemplo, respondían a ese esquema o por lo menos lo intentaban mientras yo los escuché, a uno hasta que murió y al otro hasta que dejé de verlo. Pero alrededor de mis abuelas, una con la que paso la mitad de mi semana y otra que no veo desde hace ocho años, jamás recuerdo un círculo reunido para celebrar sus grandes frases, ni puedo evocar algún momento en el que hayan tratado de dar lecciones grandilocuentes a nadie.

De Abuela sé de cierto que no fue educada para ser un Ancianovenerable. Incluso, me parece que no pensó nunca en la vejez y por eso ahora cuesta tanto que se deje cuidar y que entienda que si le dieron una casa no es para que demuestre que la puede tener brillando de limpia. Me parece más fácil que un Ancianovenerable se permita ser “improductivo” a que Abuela perciba el impresionante aparato de cuidados que dos de sus hijas han dispuesto para ella, o que escuche al Doctor S cuando le dice que no se le ocurra usar productos de higiene doméstica porque sus bronquios no resisten los olores fuertes.

Aun así, debe hacerse escuchar. Y el método que ha encontrado para ello va a quedar para siempre grabado en alguna parte de mi memoria intelectual o sensitiva, porque es uno de los grandes hallazgos y uno de los grandes avances, en cuanto a mi entendimiento de Abuela se refiere. Estoy hablando del día en el que descubrí que esta señora con la que paso al menos una cuarta parte de mi semana inglesa, que esta anciana de piel preciosa y humor agudo que llamo Abuela, tenía entre sus virtudes el místico y poderoso don de la ventriloquía.



Anexo. De cómo Autora se dio cuenta de la ventriloquía de Abuela

Como todo lo que vale la pena, esta historia comienza con tinga de res. En una de sus cavilaciones recurrentes sobre aspectos vitales del universo, Autora se dio cuenta de que siempre que iba a comer quesadillas o tacos de guisado, tenía preferencia por la “deshebrada de res” o “tinga de res”, pero que nunca en su vida la había cocinado, muy probablemente por su eterno respeto a la olla exprés y su ignorancia acerca del tipo de carne usada en la preparación de ese platillo.

Entonces hizo lo que toda mujer deseosa de aprender hace en estos casos: preguntó a su abuela.

—Abuela, ¿cuál es la carne con la que se hace la tinga de res? La quiero hacer el fin de semana.

Era viernes.

—Ah, mira, pues voy a ir con tu mamá al súper mañana y compramos la carne para hacerla aquí el lunes.

Era un gran plan.

Llegó el lunes y, efectivamente, el paquete de falda de res estaba ya en el refrigerador. Abuela cumplió a la perfección su papel de gurú culinaria y Autora logró vencer otro pasito más su fobia a la olla exprés1 gracias a las buenas artes de su cuidada cuidadora, quien llevó la batuta a la hora de verificar el momento exacto en que la válvula “empezó a bailar” y de contar el tiempo para que la carne alcanzara su perfecta cocción. También fue Abuela quien apagó la lumbre, dispuso el espacio para que la olla reposara y la abrió después de que se hubo enfriado, no sin burlarse de la mirada temerosa de Autora, quien guardaba la debida distancia mientras ella ejecutaba tan riesgosa operación. Valiente cuidadora.

Autora hizo el resto del trabajo: deshebró la carne, preparó el guisado y fue la primera en degustarlo. Sabía exactamente como en los puestos de quesadillas. Como debía irse temprano ese día, dejó el guiso para la hora de la comida, en la que se reuniría la familia casi completa.

Pero al día siguiente, cuando Autora llegó preguntando si a todos los comensales les había parecido una delicia el reciente menú, jamás imaginó la respuesta que la dejaría helada: “Uy, si casi no comieron”, dijo Abuela, y seguramente un tercero que fungiera como espectador habría podido ver claramente la progresión de la tristeza en el rostro de Autora mientras se pronunciaban estas palabras. “Yo creo que ya no vamos a hacer porque dijeron que no les gustó”, fue el remate.

Ese mismo día por la tarde, a la hora de la comida, Autora no pudo contenerse y en un momento a solas con su progenitora preguntó por qué no les había gustado la tinga de res. Madre se quedó perpleja: “Sí nos gustó, hasta nos servimos dos veces, es tu abuela la que no puede comer carne de res porque le parece muy dura”. Misterio resuelto.

Autora recapituló: ¿cuántas veces había escuchado a Abuela afirmar algo tajantemente a través de otro para decidir alguna cosa? “Ya ves que a tu mamá no le gustan los nopales”, “me dijo tu tío que no usáramos ese limpiador”, “escuché en la televisión que no se debe hacer tal cosa”. Era perfectamente plausible que si alguien le hiciera al Sherlock Holmes y siguiera el hilo de cada una de estas afirmaciones, hasta llegar a su supuesto origen, se encontraría con un paso en falso tras otro. Madre jamás habría blasfemado contra los sagrados nopales, Tío Ausente sólo habría comentado inintencionadamente algo acerca del aroma de un mueble y aun cuando Televisión se la pasa diciendo qué hacer y qué no, bien podría no haber dicho nada sobre el asunto en cuestión. Esta voz desdoblada, cuyo significado profundo aludía a una voluntad que necesitaba legitimarse, pero sólo podía hacerlo a través de otros (aunque para ello mediara la ficción), ascendía a la categoría de mecanismo y era un mecanismo construido desde hace quién sabe cuánto tiempo.

Y Autora fue más allá, porque incluso para articular una decisión, pensó, Abuela acude a la ventriloquía. En el mercado sobre ruedas de los miércoles necesita decirse, discutirse, convencerse, cada vez que se enfrenta a la disyuntiva de comprar tal cosa o tal otra, y expresa hacia afuera enunciados completos que sólo alcanza a escuchar ella, pero que sin duda la dotan de seguridad al momento de elegir entre ir al puesto de pollo o al de pescado. También habla cuando lava los trastes o la estufa, incesantemente, sin que nadie pueda alcanzar a escuchar qué se dice a sí misma, más que ella. Podría ser esa la voz que aprendió a activar para autoafirmarse desde otros sujetos que hablan por ella; podría ser que esa voz desdoblada le esté planteando una interlocución interior cada vez que necesita resolver algo, porque la tradición le ha puesto enfrente todo el tiempo que siempre habrá otras voces que decidan por ella y necesita rebelarse ante eso. Autora piensa, entonces: me encantaría que Abuela no tuviera que usar ese recurso para expresar su voluntad, pero también me encanta que haya tenido la creatividad para llegar a él y hacerse escuchar.

Y Autora lo sostiene incluso ante esa otra forma de ventriloquía que se da cuando Abuela no puede hacer algo, lo sabe y articula oraciones en las que aparentemente ella misma es la sujeta, pero que en realidad son órdenes para Autora. Como el día que a Abuela le diagnosticaron un fuerte problema en los bronquios y le prohibieron cocinar cualquier cosa, pero seguía diciendo durante el desayuno: “Hoy voy a hacer un molito”. Y Autora se quedaba confundidísima porque todos sabían que Abuela no podía cocinar nada, hasta que entendió que la que tenía que hacer el molito era otra, ella misma; y tuvo que aprender a negociar cuando, por ejemplo, tenía que ponerse a escribir este libro y Abuela decía: “¿Y si hago un chilito verde con verdolagas?”. Autora respondía: “No, Abuela, hoy no puedo”, y se entendían.

—Entonces otro día lo hago.
—Sí, otro día lo haces, Abuela.

Frente a la ventriloquía, sólo queda confrontar o seguir el juego. Y después de mucho pensarlo, de mucho cansarse y de mucho gestionar, Autora ha decidido que elige, una y mil veces, jugar con Abuela a que escucha y obedece a los muñecos como si no mirara a la ventrílocua.
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1 La historia de las ollas exprés está llena de sucesos que sustentan la desconfianza, aunque quizá sea mejor llamarla instinto de preservación, que Autora manifiesta hacia tal especie. Oficialmente está consignado que el físico e inventor francés Denis Papin (1647-1712) presentó el prototipo de digesteur, la olla de presión primigenia, ante la Real Sociedad de Londres en 1681 y que gracias a ello fue aceptado en las filas de tan prestigiada academia, pero que “curiosamente” su popularización se dio hasta el siglo veinte. Esos tres siglos de silencio no tienen nada de curioso ni de casual: la trayectoria negra de las ollas exprés comienza bien pronto, en la misma época en la que Papin decidió que era tiempo de buscar una solución para que la cocción de alimentos difíciles consumiera menos tiempo y menos energías.

Existen también algunos rumores de que el propio Papin fue víctima de su obsesión por la presión y el vapor y de que eso fue lo que lo llevó a la muerte. Ninguna de estas afirmaciones han sido confirmadas y probablemente nunca podrán serlo, dadas las imposibilidades históricas para cotejar los registros y las descripciones; pero existe un documento de octubre de 1712 que da cuenta de un accidente doméstico que costó la vida de un hombre de ciencia y dos mujeres, en condiciones que podrían hacer pensar que fue el inventor de la olla exprés la primera víctima de su propia creación. No sería el último.

Curiosamente, son los archivos clericales los que mayormente guardaron registros de incidentes violentos verificados en los cuales la olla exprés tuvo un papel protagonista. Debido a que la gravedad de las heridas y la falta de comprensión del vapor no tenían un mecanismo de socialización legitimado, generalmente las víctimas o sus familias acudían a la religión como forma de contención emocional y denuncia o petición hacia la autoridad, en este caso los santos, vírgenes o directamente Jesucristo mediante los sacerdotes. Así se ha tenido noticia de algunos accidentes de diversas índoles con documentos probatorios tan perturbadores como, por ejemplo, placas de yeso en las que pueden verse las deformaciones causadas por una explosión de este tipo en el rostro de una cocinera de casa rica.

Hasta el día de hoy, la iglesia de Nuestra Señora Aparecida, ubicada en la ciudad brasileña de Aparecida, es una de las fuentes más importantes para quienes rastrean la influencia que estos enseres domésticos han tenido en el espacio privado y sus peligros nunca normados. En las instalaciones de este templo existe una sección entera dedicada a albergar los exvotos de todas las personas que se han salvado de morir en algún accidente que involucra una válvula mal puesta, un cierre deficiente o una apertura demasiado temprana. Brasil, por cierto, es uno de los países más entusiastas respecto al uso de la olla exprés.

Es posible que la amenaza galopante que significan las ollas exprés para la integridad humana se deba a un principio, también humano, de que nada que guarde presión por mucho tiempo puede mantenerse estoico, pues no hay válvula que contenga intensidades internas a partir de ciertas magnitudes. Existe una carta de Lord Thomas Reinfeld, miembro de la Real Sociedad de Londres en el tiempo en que Papin presentó el prototipo de la olla de presión, donde cuenta a su médico, Sir Philip Malone, que durante la presentación hubo algunos escépticos que cuestionaron las formas, los propósitos y los riesgos del invento en cuestión. Uno de ellos, cuyo nombre ha sido tachado del documento, no se sabe con qué fines, preguntó a Papin si se daba cuenta de los riesgos que significaba comercializar un dispositivo en el que se guardaran explosiones inminentes y comparó el invento del físico francés con el caso de Andrew Brewer, un hombre aparentemente inofensivo, que hacía apenas unas semanas había asesinado a dos panaderos por un desacuerdo en el precio del pan que llevaba a su familia. Las indagaciones policiacas dieron cuenta de que este hombre provenía de un contexto que le generaba una enorme carga, ya que tenía deudas, trabajos pendientes y muchas bocas que alimentar, por lo que el cuestionamiento a Papin estableció esta analogía, aún vigente, de que someter cualquier materia a demasiada presión puede tener consecuencias realmente lamentables.

En 2011, Al Qaeda se las arregló para lanzar un sitio en internet cuyo propósito era instruir a posibles terroristas y en él publicó un texto titulado “Haga una bomba en la cocina de su madre”, en el que se explicaba, paso a paso, cómo usar ollas de presión con fines deliberadamente explosivos. La premisa establecida por la organización era que nadie sospecharía de una persona que comprara estos enseres en una tienda física o en línea, y que todos los espacios dispuestos para esta preparación se circunscribían en el ámbito doméstico, siempre amable y complaciente hasta con el terrorismo en ciernes. Después de alabar la efectividad de la olla exprés para hacer “una sencilla bomba”, el artículo en cuestión describía que sólo se necesitaba azúcar, fósforos, clavos o perdigones, pólvora y un simple proceso, cuyo único paso remotamente complicado era la creación del detonador con el filamento de un foco normal y un reloj. Según el texto, la manufactura de la bomba llevaría apenas un par de días y era capaz de matar “hasta a 10 personas” con menos de 100 dólares de inversión.

Con el atentado ocurrido en el maratón de Boston el 15 de abril de 2013, la alarma por las consecuencias de este artículo se colocó en grado máximo. Al parecer, los hermanos de ascendencia rusa a quienes se acusó por este acto terrorista estuvieron buscando ollas de presión en internet antes del atentado, para fabricar las bombas que asesinarían a cuatro personas y causarían heridas de diversas gravedades a 260 más. A tanto llegó la paranoia, que en agosto de ese mismo año, Michele Catalano, residente de Long Island, recibió la visita de seis oficiales que tenían una orden de cateo para asegurarse de que no era una terrorista, pues había estado buscando ollas de presión en tiendas en línea y su marido había dejado abierta una búsqueda de mochilas de buen tamaño en la computadora de su trabajo, por lo que su jefe alertó a las autoridades.

Pero no es necesaria una intención asesina para que una olla exprés traiga dolor y desesperanza. En cada familia hay una historia terrible como la del afamado Doctor Guerra, quien en un domingo de toros abrió la olla que llevaba horas reposando, sólo para que le explotara en cara y cuerpo todo el caldo tlalpeño, causándole quemaduras de segundo grado y todo porque algo había obstruido la válvula y la presión no había sido aliviada; o la de la tía Soledad, que recién casada no supo advertir las señales de que el dispositivo aún no estaba listo para ser destapado y terminó con un flan napolitano en el techo y su autoestima en el suelo.

Es preciso decir, sin embargo, que el tiempo que ahorra una olla de presión puede variar desde una cuarta a una tercera parte de lo que tardaría una cocción en métodos tradicionales que involucran recipientes con una base metálica. La diferencia con materiales como el barro se exponencia hasta puntos increíbles: un kilo de frijoles puede tardar hasta cuatro horas en cocerse en olla de barro, mientras que en olla exprés la misma cantidad puede tardar media hora en estar lista. Hay que decir que, como en todo lo relativo a lo doméstico, existe un criterio subjetivo manifestado por algunas personas (en especial del género masculino) que aseguran que el sabor de los alimentos cocinados en métodos tradicionales es mejor que el de los procedimientos diseñados para acelerar su preparación, como la olla exprés, el microondas, etcétera. No existe realmente una unidad de medida para tales aseveraciones, por lo que hacen pensar que quizá el tabú de la olla exprés venga de esta idea mal entendida de que en el contexto doméstico, la rapidez y la explosividad serán siempre satanizadas.