Las huellas de Bashō, Hearn y Borges en los caminos de Japón

Javier Sinay

Artwork by Eliza Savage

Hace 334 años, Matsuo Bashō se lanzó a recorrer las sendas sinuosas del Japón provincial para escribir el Diario de una calavera a la intemperie (Nozarashi Kikô). Hace 128 años, Lafcadio Hearn, por cuyas venas corría sangre irlandesa y griega, llegó a Japón, probablemente harto de la vida occidental, y algún tiempo más tarde, ya adentrado en la cultura y en la sociedad, adoptó el nombre de Yakumo Koizumi y recogió en el papel cientos de leyendas antiguas. Hace 39 años, Jorge Luis Borges, que había leído a Lafcadio Hearn pero antes a A.B. Mitford (recordaba su libro Tales of Old Japan), pisó el suelo del famoso santuario sintoísta de Izumo y apoyó su mano en el torii que señalaba la entrada en la dimensión sagrada de los espíritus, y luego escribió un poema magistral: “El forastero”. Ahora mismo, cada vez que un tren avanza, el viaje por el imperecedero Japón vuelve a empezar.

Es increíble lo delgada que es Honshu, la isla principal de Japón: en tres horas atravesamos su ancho viajando en trenes locales lentos y sencillos que ronronean sonoramente. A veces las imágenes suburbanas se repiten en la ventanilla. A veces aparece el bosque húmedo. Higashi, la mujer a la que amo y mi compañera de travesía, acepta mi propuesta de ver el mar en Masuda, adonde nos detenemos una hora para cambiar de tren. Así que nos subimos a un taxi en la estación y le pedimos al conductor que nos lleve al umi, al mar, que es el Mar de Japón que los coreanos llaman Mar del Este. El taxista pronto será un anciano (en Japón no hay taxistas jóvenes) y conduce, con manos cubiertas en guantes blancos, un coche negro y reluciente. Todas las calles son solitarias. Desembocamos en el mar casi sin darnos cuenta. Desde el tren en el que vinimos bordeando la costa –por la región de San’in– lo veíamos azul y cautivante. Pero ahora está frío y ventoso, y no hay arena sino piedras. El taxista nos deja en el medio de la nada sin hacer preguntas. Cuando nos ayuda a bajar los bolsos del baúl, su corbata flamea violentamente.

Andar por los caminos de este país es una experiencia muy distinta a permanecer en cualquiera de sus ciudades famosas. Andar es apreciar su intimidad; permanecer es rendirse a su jactancia. Andar es entrar en su naturaleza; permanecer es admirar su cultura. Andar es considerar su austeridad; permanecer es extraviarse en su abundancia.

Bashō, el mayor poeta del haiku, anduvo mucho. En el ocaso del siglo XVII se lanzó al camino para sentir la belleza del movimiento y escribir una poesía de la experiencia. Bashō pasó por Kioto, Ueno, Niigata y otros tantos lugares. En Tokio, a 722 kilómetros de Masuda, aún existe el solar adonde estaba su casa. Ahora hay un museo pequeño que no guarda ningún original. Lo que más impresiona no es el museo, sino la estatua en tamaño natural de un Bashō cubierto por una túnica, sentado frente al río Sumida de la capital japonesa. Este hombre de bronce, inmóvil, que hoy mira los rascacielos que dan sombra a los 3.000 trenes que llegan cada día a la Estación Central de Tokio, es aquel que hizo de viajar por Japón un arte performático en sí mismo.

La escritura en ideogramas provoca un sentido de la poesía diferente al de Occidente: la distancia es un abismo. El haiku escapa al artificio intelectual y encuentra algo de la naturaleza. “Hierba de verano:/ eso queda de los sueños/ de unos guerreros”, cantó Bashō ante las ruinas de un castillo que había sido glorioso.

En Masuda, luego de un rato de viento y silencio, decidimos volver. Pero ¿cómo? El taxi se fue y no hay otro. No hay autobuses. La playa está aislada. Así que caminamos por una ruta y por fin nos adentramos en un barrio silencioso en el que todas las ventanas están cerradas. En una callejuela, una señora de cara redonda nos observa. Higashi le habla primero: le dice que estamos perdidos y que nuestro tren se irá pronto. La mujer nos indica que hay un santuario sintoísta muy cerca, y que ahí suele haber taxis. Pero acabamos de pasar y no había ni un alma. La mujer nos dice palabras que no comprendemos. Habla sin parar pero sin ansiedad, y en un momento aparece su marido. De algún modo nos hacen subir a su pequeño auto y nos devuelven a la estación. Ella se llama Yamada. Cuando nos despedimos, toma a Higashi y le dice cosas dulces indescifrables. Y a Higashi se le hace un nudo en la garganta porque de repente recuerda a su abuela, que emigró a la Argentina y que fue, como esta señora que ahora sostiene sus manos, una mujer sencilla y generosa. La abuela se llamaba Toyoko Masuda.

Bashō viajaba con un jergón (un colchón relleno de paja), un abrigo para la lluvia, algunos remedios, una canasta con comida, pluma, papel y una plancha de piedra para fabricar tinta. Ya se sabe que los japoneses son maestros del minimalismo. Todavía hoy, muchos hostales son tradicionales ryokan con piso de tatami (paja entretejida) y colchonetas.

A lo largo del viaje dormimos en varios ryokan, aunque en un invierno como éste se pueden volver fríos y lúgubres. Estos lugares son ideales para leer Kwaidan, uno de los libros en los que Lafcadio Hearn acumuló historias fantásticas y tenebrosas. En un ryokan donde paramos en el pueblito de Tsuwano, cada noche cuando se va el encargado (un japonés que se hace llamar “Philip” y que siempre viste una chaqueta negra en la que se lee “Panasonic”), es fácil imaginar que el vasto edificio de habitaciones vacías se llena de esos fantasmas pavorosos que quieren encontrar a su lector.

Lafcadio Hearn escribió doce libros en un estudio con tatami y con un escritorio muy elevado. Muchas de sus historias espectrales le fueron contadas por su esposa, Setsu Koizumi, la hija de una familia de samuráis. Vivió con ella por un tiempo en la ciudad de Matsue, en una antigua residencia con jardines pequeños y delicados que justificaba cualquier destierro. En el museo que hoy funciona allí, nos dicen que la insólita elevación de su escritorio se debía a su miopía: Hearn se había hecho construir una mesa alta para tener los papeles más cerca del único ojo en el que conservaba la visión.

Los japoneses creen que atado al dedo meñique llevamos un hilo rojo que nos conecta con la persona a la que tarde o temprano conoceremos y amaremos. Higashi conoce esa leyenda, pero no se la contó su abuela en el hogar muy japonés en un barrio de Buenos Aires adonde Higashi fue criada, sino que la leyó en Internet. Ahora el tren rueda. La locomotora silba. Los paisajes se suceden. Las leyendas adquieren curiosas estrategias para perdurar.

Seis estaciones y 473 yens después de Matsue, entre colinas y campos sembrados, se alza el gran santuario sintoísta de Izumo. Enormes edificios de madera lo componen. Para rezar a los kami hay que sacudir una cuerda de la que pende un cascabel y luego hacer un aplauso: el ruido despierta a las deidades. Las invocamos luego de pedalear hasta aquí, desde la estación, en dos bicicletas con motor. Según el mito, el sitio fue fundado por Amaterasu, la diosa del Sol, y desde aquí alguna vez, hace muchos centenares de años, se gobernó todo el país. El sintoísmo –la religión autóctona de la isla– es politeísta. Venera a la naturaleza: cada año, en el décimo mes lunar, ocho millones de dioses se reúnen en Izumo. La investigación histórica, un poco menos poética, dice que el santuario data del siglo VIII; aparece mencionado en Kojiki, la memoria escrita más antigua que se conserva sobre Japón.

En 1979, cuando visitó Japón, Borges quiso venir hasta Izumo, un territorio alejado de Tokio, de Osaka y de Kioto. Quiso experimentar el Japón de los japoneses. Al llegar, luego de andar un camino ondulante entre árboles altos, apoyó su mano en la gran puerta de entrada, enteramente labrada con escrituras, y María Kodama, su pareja, le tomó una foto. Más allá, un sacerdote lo esperaba para explicarle de qué se trataba esta religión.

Guiándome con esa fotografía busco el sitio exacto en el que Borges puso su palma. Lo encuentro luego de un rato y apoyo ahí, sobre esos mismos ideogramas sagrados, mi propia mano. Hombre y arte, dios y piedra: cualquiera que se emocione con lo que escribió ese poeta ciego debería poner su mano si llega a Izumo. Higashi me dice que cerremos los ojos y entonces sentimos el viento en el rostro y escuchamos el diálogo quimérico de los cuervos. A su regreso, Borges publicó “El forastero” en el libro La cifra. El sintoísmo: “Sabe que después de su muerte cada hombre es un dios que ampara a los suyos./ Sabe que después de su muerte cada árbol es un dios que ampara a los árboles”.

Volvemos pedaleando en las dos bicicletas con motor. Pero ahora vamos en silencio, impresionados por la hondura del misterio japonés. El sol va cayendo entre las colinas. Unos días más tarde nos bajaremos de un último tren en Fukuoka, una gran ciudad con rascacielos, multitudes y corporaciones, y habremos sentido que el viaje nos enseñó otro destino.



A version of this text appeared in the Javier Sinay’s book Camino al Este: Crónicas de amor y desamor and in the April 1, 2018, edition of La Nación.