Personal Jesus

Fausto Alzati Fernández

Artwork by Mirza Jaafar

1. Todo rito tiene su liturgia. Algunas liturgias ya están escritas y consagradas, otras las improvisamos repetidamente, para afianzarlas con la reiteración. Algunos ritos son deliberados, pero la mayoría ocurren por inercia. Su función es siempre la misma: tomar una realidad, desvestirla, manosearla y mandarla a la calle de nuevo.

Si bien, somos adeptos a disociarnos del mundo, abstrayéndonos en las erráticas ideaciones de nuestras mentes, también nos empeñamos en buscar un modo de regresar al mundo, al cuerpo, al abrumador extrañamiento del presente. Algunos lo llaman religión; otros simplemente lo hacen. En aquel entonces, a los dieciocho, yo me procuraba la comunión a través de las plantas. Mis implementos rituales eran una jeringa de insulina, una cuchara y un encendedor. La ceremonia se llevaba a cabo a diario, a toda hora. La vida religiosa es demandante: conseguir, consumir, conseguir, consumir. Es un oficio de veinticuatro horas, más riguroso que atender un Oxxo sin ayuda.

Alguna vez gusté del carnaval, de los ritos compartidos, pero, para entonces, el uso y abuso de plantas retiró esa opción. La ceremonia la oficiaba yo y sólo yo conmigo. Bueno, y los demonios; esos que únicamente se asoman desde los escondrijos de la historia y los albores del ADN. La cuestión era que si había más personas habría que compartir la dosis. Aunque a veces eran necesarias otras personas para conseguir una dosis, ya obteniendo la sustancia no había más disposición que hablarles, escucharlos o compartir con ellos nada de mí. Solos, yo y la dosis. Es la novia más celosa que he tenido.



1a. Ahí parado, a la orilla de la carretera, a la hora indicada, sólo quedaba esperar. No había celulares como ahora. Aún era necesario enviar un aviso al beeper del dealer para que llevara el pedido. Era un acto de fe.

La percepción cerrada. No había cielo. No había árboles, no había banqueta, no había pasado, no había familia, no había amigos, no había historia, no había posibilidades. Ansias y la mirada fija a la espera de un objeto: el auto del dealer. La percepción, salvo raros casos, está sesgada. Toma partido de los anhelos y temores. Así, nos dedicamos a buscar validación para nuestros prejuicios sobre el mundo. Yo sospechaba que ya no tardaba la coca.

Pero primero llegaba el pensamiento mágico. Tal como los religiosos esperan que su dios los exima de las crudas vicisitudes de la vida y la muerte, así también un adicto, como yo, entregado a la trama de una obsesión, esperaba la llegada de la compulsión para al fin evitar la voz en la cabeza. Sólo la compulsión distrae con el debido rigor; su exigencia es total. Ambos, el fanático religioso y el yonqui, quieren olvidar; olvidar y tapar cualquier recordatorio de dos simples e irrefutables verdades de la condición humana: moriremos y no somos todo (ni cuando somos uno con el universo). El religioso atribuye orden al mundo, imputándole la supuesta voluntad de su deidad; el yonqui lo hace sometiéndose, sin querer queriendo, a la obligación totalitaria de la siguiente dosis, y así el mundo por fin tiene un sentido, un propósito inmediato.

Esperando, parado, fumando. Comenzaba a contar autos o a sumar los números de las placas: “Cinco autos azules y ya, mejor me meto a la casa y lo olvido por hoy”. Pero pasaban cinco, diez, quince autos azules y yo seguía ahí. “Cinco autos más, que sus placas sumen cinco, que sean azul marino, que sean Nissan”. La adicción concede dirección y una trama.

La voluntad se parte en dos. Llegué a tirar gramos y gramos de coca al escusado, después de los delirios, tras estar escuchando suspiros y patrullas, debajo de la puerta durante horas. Todo lo anterior para al día siguiente empezar a convencerme, poco a poco, con mi propia voz, de que no era mala idea ir por más. Que no volvería a pasar como ayer, que lo que había sucedido era producto de no comer bien o de estar nervioso.

¿Qué se hace cuando un demonio te habla con tu voz? ¿Asumes que tú eres el demonio o te consideras poseído? No importa, el resultado es el mismo: otra jeringa en el brazo. Comoquiera, si no te matan, esos demonios te dejan claro que no eres lo que crees que eres y que tu pensamiento no puede abarcar tu experiencia.



2. No soy budista. A pesar de mi interés en algunas de sus prácticas y ciertas escuelas filosóficas, sostengo un desacuerdo irreparable con el budismo: no creo en la re-encarnación. De entrada, porque jamás puede ser otra cosa que una creencia. Ante la muerte soy occidental. Occidental en el sentido trágico: la concibo como algo definitivo, irreparable, horrible. Desde el empirismo no hay experiencia alguna para el individuo (o continuo de conciencia o whatever) pasada la bruta medianoche de la muerte. Game over. Fin.

Como sea, he pasado temporadas estudiando con monjes, horas y horas meditando, quemando incienso, leyendo y participando en ceremonias. A pesar de sus tantos defectos (menos que los míos, sin duda), su entendimiento en torno a la naturaleza y funciones de la mente es formidable, y así su plétora de métodos y prácticas. Aunque no soy budista puedo decir que lo soy. Participé en la ceremonia en que uno se proclama como tal. Tomar refugio, la llaman. En esta ceremonia se toma refugio en el Buda, como un ejemplo, en su método de investigación y en aquellos que sostienen y pulen ese método a través del tiempo. Tiene otros sentidos, más personales, pero en resumen eso es. La contraparte de esto es una especie de exilio; al tomar refugio en las tres joyas (Buda, Dharma, Sangha), se deja de tomar refugio en la supuesta satisfacción proveniente de la neurosis propia. Al menos a eso se aspira. La ceremonia sigue un sentido ritual y todo un protocolo. Lo crucial es la serie de reflexiones que puede suscitar, posteriormente, dicho acto simbólico.

La práctica más contundente de toma de refugio se lleva a cabo mucho después, como parte de una serie de contemplaciones que van, se supone, revelando la naturaleza sagrada del mundo. La atención del practicante se vuelve un foco de infección para ese mundo inmanente; todo cuanto toca se contagia. Cada partícula. Así lo entiendo, o malinterpreto (y sólo así me llega a interesar). Pero las postraciones son demandantes. Arrojarse al piso una y otra vez es cansado. A simple vista parece un acto torpe de superstición, y no dudo que para algunos practicantes sea justo eso. Sin embargo, adentrarse deliberadamente en la devoción trastoca las fibras más básicas de nuestra naturaleza.



1b. Cuando no encontraba a Adán, el dealer habitual, me veía obligado a emprender el peregrinaje a San Fernando. Bajando por las barrancas de casas sin pintar, el pesero me dejaba a un par de cuadras del Boggarts. No recuerdo su nombre, aunque más de una vez lo leí en un diploma de la Policía Judicial que colgaba de una de sus paredes. Tampoco sé por qué se hacía llamar Boggarts (yo pensaba en Casablanca, pero no le encuentro, hasta la fecha, parecido alguno con Humphrey Boggart). Lo único que me importaba era que vendía la sustancia.

Rezaba mucho de camino allá para llegar sin problemas. Y rezaba, aún más de regreso, para que no me pescara la policía. Rezaba para que no me subieran a la patrulla, para que ya me dejaran ir. No recuerdo cómo rezaba, qué orden tenían las palabras, cómo visualizaba a quien o a lo que me dirigía, pero sé que pedía, y pedía con premura. También sé que en ocasiones intentaba negociar con algún deformado concepto de deidad en mi cabeza. Seguro prometía que era la última vez, que regresaría a la escuela de música, que cambiaría mi vida. A veces trataba de negociar con el diablo y venderle mi alma (pero, ¿cómo haces para venderle algo que no tienes a alguien que no existe?).

Al acercarme a la casa se escuchaban los chiflidos, avisando que alguien iba en camino. Llegando, tocaba la puerta y decía que iba a ver al Boggarts. La casa estaba en perpetua remodelación. Pasaba a un cuarto al lado de la cochera. “Bájale el espejo al güero”. Acto seguido, alguno de sus monstruos iba por el espejo del baño, lo ponía sobre la cama y Boggarts hacía aparecer un par de líneas. Yo las desaparecía con la nariz.

Los monstruos miraban con ojos brillosos y los labios secos. Eran criaturas miserables. Gracias a ellos sé que los monstruos existen. Se abandonaron por completo, eran devotos de la coca. La adicción está diseñada para eso, para que te arrodilles, para que te abandones. Carecían de voz; espantados, sólo movían la cabeza y acaso llegaban a balbucear. Era evidente que únicamente se bañaban porque Boggarts los obligaba a hacerlo. Ropa usada, ojos hundidos, la mirada aplacada por la resignación, iban y venían según les ordenaba su jefe: a la tienda por una Bonafina, a la puerta para abrir, a la ventana de arriba para vigilar. Los trataba con desprecio, ¿y quién podía culparlo? Eran despreciables; su condición humana los había convertido en subhumanos. De vez en cuando, de una bolsita de plástico, Boggarts sacaba una piedra (cocaína cocinada con bicarbonato) y como quien arroja migajas de la mesa a una mascota, así se las tiraba.

Cada vez que lo visité, Boggarts vestía pants y tenis nuevos. Siempre recostado en un catre, dirigiendo su operación. Ahí echado se veía tan tranquilo: un arma en la mesilla y el control remoto en la mano para subir o bajar el volumen de Animal Planet. Así pasaba sus horas de trabajo, observando en la pantalla la lógica predatoria de la jungla, mientras la aplicaba de primera mano en su entorno.

Claro que sentía miedo, nervios y preocupación por no incomodar a nadie. Desconocidos a quienes les importa un carajo si vives o mueres, si paras o sigues, y quienes sólo son amables contigo para que seas cliente frecuente, y por si algún día te acompaña una amiga, la enganchan y le cambian perico por favores sexuales, hasta que no tenga dignidad que profanar y la tiren de vuelta a la calle.

Me gustaba la coca y la emoción barata de correr ese riesgo. Pero la tendencia mía, como de cualquier visitante, era la de sentirme exento. Al mirar a los monstruos temía terminar así, aunque no me parecía factible. Juraba ser demasiado listo o privilegiado para eso. Pero la adicción es severa y carece de prejuicios. Esos monstruos alguna vez fueron niños, alguna vez alguien se desveló para arrullarlos y amamantarlos.



2a. Se recetan ciento once mil, ciento once postraciones al practicante. En mi caso, me dejaron de tarea sólo once mil. No pregunté el porqué. En la postración ocho mil trescientos treinta y siete, renuncié. No es que yo crea que un indio de hace dos mil quinientos años, que ahora llamamos Buda Sakyamuni, me vaya a salvar. En serio. De hecho, con frecuencia pienso en por qué para rellenar el mito le atribuyen haber nacido de una concepción inmaculada. Dicen que su madre fue preñada, de lejitos, por un elefante con una trompa blanca. Una gran trompa blanca. También muy a menudo pienso en cómo dicho buda fue uno de esos tipos que abandonaron a su familia, a su mujer e hijo, y jamás se preocupó por pagar pensión. Si en el sistema legal actual es complicado, imagina querer cobrarle la pensión alimenticia a un príncipe hindú hace más de dos mil años.

De todos modos, me puse a hacer postraciones. No puedo aún decir con certeza por qué. Pero en su momento tenía sentido. De entrada, porque sí es palpable la receptividad de aquello que llamamos mente, el hecho fundamental, la sensibilidad de la conciencia misma, la interfaz que registra el mundo y lo cuenta y le afecta, según lo entiende. Ésa es la materia básica de estudio del budismo. Y cuando aquello que llamas yo se vuelve objeto de sospecha, gracias a los demonios que lo entretejen, ya estás postrado, pero aún no lo sabes

Una vida humana, cualquier vida humana, puede contemplarse como una sola postración. Nada nos llevamos una vez muertos, de entrada porque no habría ni quién se lo lleve. Nuestra vida, nos guste o no, estemos de acuerdo o no, será un sacrificio. Una ofrenda. Regalamos nuestro pulso, nuestra vitalidad, el entramado de nuestras decisiones. Nos parezca o no. Como aquellos cactus que sólo florecen una vez en la vida y a los quince minutos se pudren y nutren la tierra. ¿Será posible escoger, deliberadamente, ante qué seremos una ofrenda? ¿Cómo fertilizar la realidad con nuestras vidas?

Al arrojarme sobre el piso una y otra vez, recitando la liturgia, consideraba cuánta vergüenza me daría que alguien entrara en esos momentos y me viera así. ¿Me daría más vergüenza a que alguien me viera inyectarme alguna vez, o andar taloneando para una dosis afuera del supermercado?



3. Alberto Sicilia Falcón fue uno de los grandes capos de la coca en la década de los setenta y ochenta. Cubano-americano, exagente de la CIA —si acaso es posible, alguna vez, tener a la CIA como ex—. Sicilia Falcón no sólo es recordado por sus gustos excéntricos (viajaba siempre acompañado de un niño de doce años en traje de lino blanco, como listo para su primera comunión), sino también por fugarse de Lecumberri en una maniobra digna de Bugs Bunny. Su asistente personal (no el niño de doce años) compró la casa más cercana a la celda donde el Estado mexicano lo retenía. Literalmente, mandó hacer un túnel desde la casa hasta su celda, y adiós (el Chapo no fue el primer narcotraficante en llevar a cabo tal maniobra).

Cuenta la leyenda que alguna vez Sicilia Falcón viajó a Londres, donde mandó fabricar un Rolls Royce chapado en oro. Completamente colocado en la mejor y más pura cocaína que el dinero pueda comprar, se subió a su Rolls dorado y rondó por la ciudad. Se cuenta que, trabado de risa, iba chocando autos como quien anda en los coches chocones de la feria. Como quien juega Grand Theft Auto en la vida real, como a quien todo le parece una ilusión. Dada la información que tenía a su alcance y las cantidades desorbitantes de poder adquisitivo, seguro así le parecía el mundo: como un sueño tonto. A cada coche que chocaba le arrojaba un fajo de miles de dólares para que su dueño fuera a comprarse otro. Otro menos jodido.

Es posible que cada que alguien inhalaba o se inyectaba su producto en aquella época se creara un nuevo escalón para esta pirámide del narco. Encarnación del carnaval, interrupción del sentido de la vida oficiosa, cacheteada al propósito apolónico de la utilidad, festín de la impunidad. ¿Cuántas postraciones no hice, inhalando, sin saber, agregando un milímetro de la chapa dorada de ese Rolls?



3a. Consideremos que Sicilia Falcón era tan sólo un gerente regional de dicho negocio. Y él traía como para jugar a los autos chocones con un Rolls dorado. Si pienso en las cantidades que genera el narcotráfico y en los más altos círculos de este negocio, es fácil concluir que han acumulado suficiente dinero como para producir toda una realidad. Los paradigmas de una época. Guerras enteras, y sus discursos, han sido financiadas con ese mismo dinero. Tanto dinero. En efectivo.



1c. El cuarto del Boggarts tenía muros cubiertos de imágenes religiosas. Elaboradas, costosas. Niños ricos las habían robado de sus casas o de las de sus abuelitas, para cambiarlas por una bolsita. Despilfarrando utilidad y propósitos de futuro a cambio de suficiente intensidad en el presente como para conseguir olvidarse de sí mismos. Sólo un ratito.

Supongo que Boggarts se sentía reafirmado en su ejercicio de poder, ahí en su catre, con sus monstruos a sus pies, rodeado de imágenes que denotaban la profanación de lo que en algún hogar era sacro. Quizás esto le aseguraba que él iba ganando, que iba arriba en el marcador. Tras escalar el edificio socioeconómico, ahora mandaba a sus hijos a escuelas privadas, a la par que los hijos de aquella gente que ya no tenía esas imágenes religiosas en su casa.

En más de una ocasión consideré robar una imagen religiosa de mi casa. Casa de mi madre, para ser precisos. Y sufría, como lo hacemos los drogadictos, nomás de pensarlo. Mi cabeza era un sitio habitado por supersticiones de toda índole. Esas imágenes eran imponentes. Vírgenes, con gestos piadosos, cargando niños con ojos brillantes, encarnaciones del sol. En esa época mi madre padecía de salud. Los detalles no son para contar, pero convalecía, desorientada por los medicamentos. Mientras, en el cuarto adjunto, yo intentaba curarme la adicción con una dosis más, y luego otra. En tales circunstancias, a pesar de meterme en su bolsa para sacar algún billete más de una vez, o de vender las monedas de plata de mi padre, no fui capaz de robar una imagen religiosa de su casa y metérmela por las venas. Supongo que el pensamiento mágico, aun con sus fantasías psicóticas, marca ciertos límites.

La leyenda del Boggarts cuenta que en una riña contra el Connies, su rival, éste le pagó más a la policía y fueron juntos tras él. Boggarts logró brincar una barda en medio de la balacera, pero no sin pagar un precio: catorce plomazos en la pierna izquierda. Me pregunto cómo se fugó, si alguien lo ayudó, si lo esperaban en un auto y qué tipo de auto era. Nunca lo sabré.

Boggarts se libró, luego recuperó la salud y sanó su pierna, a tal grado que hasta corrió un maratón. Esto le daba un halo de beatitud o protección divina. Tampoco lo sé, pero puedo suponer que hubo algo de brujería en el asunto. Quizás ése era el motivo de todas esas misericordiosas caras de vírgenes y santos que lo miraban recostado en su catre, mientras él miraba Animal Planet.



3b. Hace unas décadas, hubo una organización que en verdad buscaba desmantelar el narcotráfico. Central Tactics Unit o Centac fue una rama de la DEA en los ochenta que procuraba no sólo exhibir arrestos espectaculares o campañas histéricas, como la llamada guerra contra las drogas. Más bien se enfocaba en establecer todo el organigrama de un cártel, para luego tumbarlo entero.

Centac resultó ser demasiado eficiente. Así lo relata James Mills en su monumental Underground Empire. Podrían quemar todos los demás libros sobre el narcotráfico y dejar sólo éste, y no habría pérdida alguna. Conforme avanzaban los operativos de Centac en sus misiones, iban desenmarañando cada vez más los lazos del narco con los altos círculos del poder político y financiero. Llegaban hasta la cocina. Era el negocio más extenso y lucrativo del mundo. Además, notaron que el negocio de la droga no tenía un mero interés comercial, sino también informativo y de poder. Muchos de los grandes capos eran agentes encubiertos, quienes, al dirigir sus empresas delictivas, tenían acceso a información con la que podían extorsionar e intercambiar secretos con los gobiernos y dirigentes de cualquier país, banco o empresa.

Cuando el olfato investigativo de Centac llegó demasiado lejos —o demasiado cerca—, la DEA lo reabsorbió. Hacia el final del libro, Mills entrevista a Dennis Dayle, quien fuese el último director independiente de Centac. Un tipo genial, como sacado de un viaje de opio de John le Carré. Entre bocanadas de humo de su pipa, Dayle declara estar convencido de que si en verdad hubiese interés en terminar con el narcotráfico y su criminalidad, se podría lograr en tan sólo una generación. Si Centac hubiera seguido su camino y contase con el apoyo federal y militar adecuado, ya, ahora en el 2015, se hubiese terminado con el narco. Le creo.

Los ochenta fueron un momento crítico para ello, como hemos ya atestiguado. Fue como una transición del Antiguo al Nuevo Testamento del narco. Posteriormente el narcotráfico acrecentó su capacidad adquisitiva, su acceso a la tecnología y a los recursos humanos, y se enredó más y más con los poderes que se suponía debían ir en su contra. En lenguaje demoniaco, eso es una posesión. Así se ha dificultado cada vez más el cese de dichas organizaciones criminales dedicadas, en gran medida, al tráfico de narcóticos.



4. Previo al lanzamiento de Violator, a finales de 1989, Depeche Mode elaboró una campaña promocional invasiva para la intimidad de su público, como el disco mismo. Colocaron en la sección de anuncios personales en el periódico —un medio por el cual extraños podían entonces citarse anónimamente—, un pequeño clasificado que decía tan sólo “Personal Jesus”, junto a un número telefónico. Quien llamase, quizás en busca de un encuentro, no se encontraba del otro lado de la línea con un mesías del sadomasoquismo, sólo con una canción, una canción inédita y entonces desconocida.

Quizás llamaban para confesarse. Confesar partes de sí que sólo podían articular bajo luz tenue y gracias a la pérdida de pudor que caracteriza una orgía. Quizás querían retirarse las máscaras de su supuesta autenticidad y, en la falsedad de un alter ego, sentir una voz ajena, pero a la vez propia, y poder decir lo indecible. Quizás, hartos de tanto manipular al mundo día a día, querían olvidarse de sus responsabilidades y ser usados por un imbécil cualquiera. Quizás, agotados del abuso continuo de la supervivencia, las jerarquías habituales, querían un esclavo a quien humillar, mandar, y con quien desahogarse. Quizás querían límites nuevos o perder de vista los ya asumidos. Se encontraron escuchando el potente estribillo de Personal Jesus, con aquella primera frase: “Reach out and touch faith”.

Uno de los méritos más prominentes de Depeche Mode es el modo en que subvierten el lenguaje religioso para representar lo erótico. Una venganza semántica, recuperaron términos que antaño fueron eróticos pero que la religión organizada colonizó con su impulso transcendentalista de la culpa. No olvidemos que muchos de los ritos y símbolos que la religión organizada usa hoy en día la preceden. Se los fue apropiando en su voracidad kitsch, junto a todo lo que encuentra a su paso. Es una estrategia para dominar y expandir su influencia: simular familiaridad.

Consideremos, por ejemplo, la imagen de una virgen con un niño en sus brazos, o una virgen embarazada. Como La Virgen con el Niño entronizada (1433) de Roger van der Weyden, en que una virgen amamanta a su niño. Pensémosla lejos de la psicótica interpretación que generalmente hace el catolicismo de este símbolo, tomándolo al pie de la letra, como algo literal Consideremos, más bien, que el símbolo precede a la cristiandad como un modo mitológico de representar la paradoja fundamental de la existencia: ¿Cómo puede haber un origen que a su vez no tenga origen? Eso parece preguntar dicho símbolo.

Tomadas de tal forma, estas imágenes no sirven de justificación ideológica para promover biopolíticas de control sobre la sexualidad humana, que atrofian así el libre flujo del deseo y la voluntad individual. Sirven, más bien, como diagramas para instigar una contemplación entorno a la existencia misma. Son un koan, un aforismo, mas no una prescripción de castidad.



1d. Nunca me gustó la coca. Sin embargo, la ingerí hasta la náusea y el hartazgo, una inyección tras otra. Sin poder salir del baño. O ya fuera de éste, y sin poder siquiera afinar la guitarra, pero intentándolo de todos modos. Y luego otra dosis, y luego otra. Todo para terminar aterrorizado, encerrado, escuchando a través de la puerta. Y no escuchaba lo que había del otro lado de la misma, sino lo que temía que hubiera en algún rincón de mi cabeza. En estado de pánico. O para intentar rebanarme las venas entre delirios, alucinando que así expulsaría la sangre contaminada de mi cuerpo. Tirar lo que quedaba de papel al escusado, aterrorizado, indignado. Todo para despertar a media tarde, deshecho, y bajar los brazos por el borde de la cama —porque amanecía con los brazos adormecidos de tanto arpón—. Todo para empezar a convencerme poco a poco de ir por más.

Corrijo, la coca me gustaba. Lo blanco del polvo, el modo en que adormece las encías y, sobre todo, el olor cuando la cuchara se calienta y se evapora un poquito de perico con el agua. No poder parar. Inyectarme cada cinco minutos. La cuchara, la vela prendida, la soledad, el ritual, la jeringa. La aguja traspasando la piel, la sangre entrando, el efecto inmediato, la taquicardia, el zumbido en los oídos. Me encanta la coca; sólo que no me gustan sus efectos en mí. Me encantan sus efectos; sólo que no me gustan las consecuencias. La repetición obligada sin espacio para la incertidumbre, sin lugar para la sorpresa, sin espacio para sentir, sin sitio alguno para la vida y todo su grotesco caos. Igual que cualquier miembro de una secta.

Me da gusto que haya personas que disfruten la coca, y hasta lo hagan, incluso, socialmente. Que se compartan una raya. Lo mío era no poder salir del baño o encerrarme en una esquina del clóset con la TV en estática y sin volumen. Abandoné incluso la música que me mantuvo vivo, por utilizar el cerebro y los sentidos con cualquier otra droga, por no poder despegarme de la aguja. Una dosis y la que sigue y la que sigue y la que sigue. Un monolito. Una postración.



5. A finales de 1970, el psicólogo canadiense Bruce Alexander decidió hacer una prueba sobre la adicción. Tras observar los efectos de sustancias adictivas en ratas de laboratorio, tuvo una epifanía. Su epifanía, como cualquiera que valga la pena, ahora parece obviedad, pero a él se le ocurrió observando a las ratas ingerir droga sin parar, hasta morir. Alexander tuvo en cuenta algo más que el comportamiento de las ratas ante la sustancia: su entorno.