Descreer/Desescritura

Eduardo Lalo

Artwork by Simone Rein

Descreer. Descreer del mundo equivale a interrogar las formas que lo sustentan.

Hacerlo es una forma de abandono, una renuncia a las ideas universales y la apuesta por una aventura a los límites de la mente.

Descreer, pues, para acceder a la condición de superviviente.

Descreer para que la escritura arribe como un don.

El superviviente es el que puede hacer el relato. En la Odisea, su protagonista es el único que resiste las pruebas del periplo. Odiseo logra dar fin a su exilio porque antes, en la ciudad de los feacios, en los límites del mundo helénico (más allá solo vivían los postreros etíopes), el héroe cuenta la historia de su supervivencia. Nace entonces, remotamente en tiempo y espacio, el relato hecho en primera persona. Desde entonces, desde tan lejos, la aventura personal se cifra en la pérdida y esta solo termina con un relato en que uno se ha convertido en personaje.

Leo un anuncio: “30 días de suministro”. Se trata de un frasco de pastillas. Este texto podría seguir la misma pauta: tal número de días de suministro de palabras, de vocablos que alteren la homeostasis del mundo.

Un texto fue en algún momento una libreta vacía.

En la edición del único periódico que ahora se publica los domingos en esta sociedad, hay un reportaje de seis o siete páginas sobre algunos de los secretarios del gabinete del nuevo gobierno. Hay fotos de ellos con los brazos cruzados, sonrientes y bien vestidos, ante un fondo de débiles colores. En un recuadro las preguntas son las mismas para todos. ¿Cómo llegó al gobierno? ¿Qué es para usted su pareja? ¿Qué piensa de la pobreza? Cada entrevista (no exagero) no debe llegar a una quincena de líneas.

Descreer, descreer, descreer. Ya no hay nada aquí en la revista de esta edición dominical de uno de los tres diarios puertorriqueños: ni entrevista ni prensa ni secretarios de gabinete. Solo la imposición de un silencio escrito. El vacío conceptual para un público que no solamente no espera más, sino que se satisface en él.

Padecer sin luchar, este es el nuevo estado atroz del conformismo generalizado y autocomplaciente. El periódico del domingo fue diseñado para obtener estos resultados desde una zona de comodidad para sus lectores. Las palabras de la prensa ya no les alertan del peligro inminente. En pocos meses estos mismos secretarios de gabinete formarán parte de una continuidad catastrófica cuyos orígenes y responsables habrán devenido opacos. Para entonces ya habrán desaparecido causas y nombres de culpables.

Ante la aniquilación de casi todas las formas culturales, hacer la etnología de los vencedores.

Pasearme con un cuaderno por los desiertos de plástico en que se han sacrificado los sabores.

En una cultura en tantas cosas determinada por los gestos del cristianismo, renunciar a la fe. Vivir sin familia, sin credo, sin partido, sin sociedad, aunque no reniegue ni pretenda otra que esta. Pero para llegar a ver, para acceder a una visión densa de la realidad, para pensar y también para trascender el pensamiento, debo dejar de creer. Ni iglesia ni mercado. Ni Dios ni Marcas. Dejar de usar muchísimas palabras.

En algún momento de mi vida estuve muy lejos de aquí y pensé que no regresaría. Sin embargo, años después, soy un quedado. Viví los extremos, pues conocí tanto la vastedad irradiante de lo lejano y el origen. Ambos son formulaciones del vacío.

¿Quién es uno cuando, sin haberse ido, se está lejos? ¿Quién está cuando digo “no pertenezco”?

Escribir como si el acto fuera una carcajada o una expresión armada con silencio. Sé que absolutamente nada cambiará excepto esta página que progresivamente iré ennegreciendo. Esto es una forma de libertad.

Enfrentarme, enfrentarme, enfrentarme. La vida es la constante definición de una derrota que irá adquiriendo los rasgos de la propia voz y la propia faz. Pero enfrentarme, enfrentarme, enfrentarme, para construir el legado inútil de mi paso por el mundo.

Mi tristeza es el anuncio del final de la muerte. Mi felicidad es una fuga fallida.

Imaginar la muerte propia brinda a la vez dolor y alivio. Dolor por el que mi cesación temporal causará en otros—o en esa presencia preocupante de los otros que tengo en mí—; alivio porque no habrá más sufrimiento. El hueco que a veces es mi vida será entonces simplemente un hueco tapiado. Es un proceso normal: voy de la ilusión agónica causada por factores incontrolables (padres, países, genes, hábitos, pulsiones) a la ausencia más plena, sin contenido alguno.

“El destino es una suerte de poeta que crea múltiples personajes: el náufrago, el pobre, el exiliado, la celebridad, el paria” (Léonce Paquet, Les cyniques grecs, pág. 190).

La sensación en el mismo centro de la ciudad de ser inencontrable. Me pierdo, sentado junto a unos columpios vacíos, en una suerte de mundo silvestre urbano. Reposo brevemente en un lugar que crea los mismos efectos que un páramo o de un pedazo de bosque. Simultáneamente me hallo oculto y perdido.

Esperar la llegada del texto, como siempre.

Anoto tres pasajes de Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932/1936-1937 de Ludwig Wittgenstein:

“La alegría por mis pensamientos (pensamientos filosóficos) es la alegría por mi propia vida extraña. ¿Es eso alegría de vivir?” (pág. 71).

“Quizá solo soy yo mismo en la medida en que de hecho me siento rechazado”. (pág. 69).

“En la civilización de la gran ciudad el espíritu solo puede retirarse a un rincón”. (pág. 41).

Habitar la calle a la manera de los cínicos griegos: en lo público que es supuestamente de todos y con lo que casi nadie quiere verse asociado. Estar demasiado tiempo sentado en el banco de un parque es una suerte de autodegradación: la imagen viva de la pobreza y la soledad. No obstante, este ha llegado a ser mi mundo. Esta es mi vida a la intemperie.

Diferenciar entre una renuncia violenta al mundo y simplemente su renuncia. Este es un asunto fundamental, pues la violencia delata la ausencia de la verdadera renuncia.

No lidiar con la propia soledad mediante el rechazo de los demás. Es una manifestación de la violencia que frecuentemente se esconde bajo la austeridad, pero también bajo la inteligencia. Esta estrategia no enfrenta la pregunta ineludible: ¿qué es lo que hay que abandonar en el mundo? Seguramente de lo que se trata es de dejar atrás las relaciones que se han construido con él, especialmente las razones que se adelantan para su abandono.

Abandonar el mundo es dejar de necesitar las relaciones que se han construido con él. El mundo no es negable porque no existe un más allá de sus límites, pero si son negables (es decir, interrogables), las relaciones que nos ubican y determinan en él. El abandono solo es posible a partir de uno mismo o, más precisamente, de formas descartadas de uno mismo.

He obtenido de una biblioteca virtual la autobiografía de un estadounidense que fue monje budista. Significativamente titulada Getting Off, su autor lleva la renuncia de su identidad al punto de firmar mediante solamente una letra: V. Aun así, el monje relata su lucha por desprenderse de los libros: “De cualquier forma, los libros son un vicio más difícil de abandonar que el opio. Y es tan fácil perderse en ellos. Por el momento, me satisfacía con el tipo de libros que recomendaba dejar los libros (al igual que otras adicciones)”. Más adelante añade: “Cada paso en la senda de la renuncia me dejaba ante una pregunta: ¿Y ahora qué hago para llenar las horas? Cada vez la perspectiva de abandonar otra forma de estructuración de mi tiempo me dejaba con una sensación de desconsuelo, de vacío y cada renuncia era seguida por la búsqueda de una forma alterna de actividad. De la sensualidad al estudio, del estudio a la meditación, de la meditación al gozo, del gozo a la frustración, de la frustración a la intelectualización, de la intelectualización a la conversación, de la conversación a la escritura . . .”.

Trazo el mapa de mi deriva, nombrando el espacio: el parque de las abejas, el de los ratones, el de las cucarachas…

Estoy sentado en el tren en la estación de Sagrado Corazón. Veo, cuando cae la noche, el Coliseo de Puerto Rico y los montes y las nubes que quedan tras él. Percibo una belleza casi sobrecogedora, acompañada por la sensación de que esta nada tiene que ver conmigo. Soy el forastero que observa esas nubes y montes, ese universo que prescinde de mí. Nunca será mi hogar, pero esto es el hogar.

Estoy sentado en un divisor de cemento de un estacionamiento, a unos centímetros del suelo, bajo un árbol, frente a un parque clausurado, en las afueras del área metropolitana de San Juan. Son las siete de la mañana. Frente a mí pasan automovilistas camino al trabajo. Habito la ciudad más esencial: el suelo. No me puedo ocultar en ningún sitio, no puedo interponer nada que obstaculice la mirada de los demás y acaso esta sea la forma más efectiva de hacerme imperceptible.

El en el viejo San Juan, caminando por el puerto, siento un bienestar sin causa. No la tiene porque no sé atribuirle palabras. Es una condición que no le pertenece a ellas. ¿Cómo pues convertir este gozo en texto?

Bordeo el Bosque de San Patricio y luego voy hasta el parque de la calle Escorial con sus tres árboles majestuosos, bajo los cuales he venido a refugiarme muchas veces. Estar aquí provoca el recuerdo de tardes de domingo pasadas en otras ciudades, con una sensación similar de pérdida y angustia, de lejanía y soledad. Puedo sospechar por qué el surgimiento de esta reminiscencia, pues soy un inmigrante o forastero universal. ¿Es esto lo que dispongo, luego de tantísimos años de residencia en San Juan o en ciudades lejanas? ¿O es en ambos casos el resurgimiento de una experiencia de desposesión esencial, sin memoria ni accesos a ella, antes de la sucesión casi interminable de precarios lugares de paso?

Los grandes árboles de la calle Escorial. Paso mi mano sobre la corteza inmensa, casi brotada de la madera del tronco. Ninguno de los dos podemos irnos de nosotros mismos. Y, sin embargo, siento una grieta en el contacto con la piel que no ha viajado a ninguna parte. Esto me hace recordar una frase que he anotado y la busco en la libreta. Es de Aryadeva, un discípulo de Nagarjuna del siglo II de la Era Común: “La comprensión de una sola cosa envuelve la de todas; el vacío de una sola cosa es el vacío de todas”.

La depresión es realmente lo contrario de lo que significa la palabra, en ella no cede la presión sino que, al contrario, se da una hiperpresión del yo. El liberarse de las servidumbres de las emociones y de los procesos mentales reiterativos es una de-presión; una pérdida salutífera de condicionamientos, de un “pensar” encadenado a ciclos de inconsciencia. En este sentido, la liberación de un individuo sería la práctica continuada de un des-presionamiento. Estar deprimido, en el sentido usual y psicológico del término, es estar encadenado al ego, hiperpresionado por su carácter ilusorio. De esta intensidad demente surge la “depresión”.

Contemplar la no-escritura. La sustitución del acto de escribir por sentarse, caminar, correr, respirar, ir al baño, acostarse.

¿Cómo pasar de la experiencia, tenida desde la primera infancia, de que el mundo es extranjero, de que entre la realidad y mi ser existe siempre una distancia, a la aceptación plácida de mi estar en el mundo? Esta es justamente la experiencia de la intemperie, de este estar afuera. Este, además, es el empeño de este texto: escribir en la misma superficie de las cosas.

¿Es el cristianismo una religión viva? Si tomo en cuenta las prácticas institucionales del Vaticano y de las jerarquías de las iglesias ortodoxas, protestantes y evangélicas, así como lo que hacen la inmensa mayoría de sus creyentes, el cristianismo puede no ser más que un culto asociado a la Antigüedad que se ha asentado poderosamente en la Historia. Sin que nos hayamos percatado, por la fuerza ciega de la rutina, puede haberle ocurrido al cristianismo lo mismo que al culto de Mitra o de Serapis. La diferencia consistiría en que para su despotenciación no han hecho falta persecuciones ni interdicciones. Su decadencia bastó. Nadie se ocupó de inhabilitarlo, pues ya nadie recuerda cuándo se vació de sí mismo.

La neblina de la mañana frente a la bahía de San Juan cuando todavía no hay nadie en la dársena. Observo a dos changos bañándose en un charco de agua y recuerdo al ratón que le dio una lección fundamental a Diógenes de Sínope.

“Que no te preocupe el esplendor de las palabras”. Dogen, “On the Endeavor of the Way, en Beyond Thinking (pág. 19).

La mente es indefinidamente inmadura. La “conciencia de la realidad”, adquirida muy temprano, con el “uso de razón” (mi madre decía que esto se adquiría a los siete años, desde entonces un niño o un hombre no disponía de excusas), es el dogma máximo de la humanidad. En esto es que la socialización normaliza más profundamente. Se debe ser siempre como se fue a los siete años: un ser que cree en lo que le muestran o en lo que le explican.

La llamada “madurez” de la mayor parte de los adultos prácticamente nunca cuestiona esta noción: el dogma de lo visible y evidente, lo concreto en la imagen, el significado de diccionario de la palabra. Se es un niño eternizado y tonto si solamente se emplea el “uso de razón”. He aquí la explicación más desalmada de lo político: jugar a la familia de la infancia a la muerte. Ser sieteañeros con líder e ideología.

Perder la timidez para posesionarme de bancos públicos, céspedes, zonas de sombra bajo los árboles, techos exiguos para guarecerme de la lluvia, del suelo mismo de la ciudad donde como, leo y escribo.

Camino desinteresado del mundo. Este desinterés es también una forma en que el mundo pesa y se posesiona de mí. Algo más a dejar.

La protesta del sufrimiento responde a la falta de realidad del yo dolido. Al estar amenazado, este se reinventa por la indignación: ¿cómo es posible que no haya nada aquí cuando he sufrido amargamente? Pasa por la mente mi largo montaje de condenas y alaridos y bailo con él, sin deseo alguno, por costumbre, por puro hábito. Me queda la emoción nefasta, su ruido, su ruta, pero he perdido la capacidad de creer en ella.

Me he convertido en una figura habitual en esta zona. La camino todos los días, voy y vengo de la estación de tren, recalo por el parque o el pequeño centro comercial. Nada extraño, salvo que no hay prácticamente nadie que lo haga a pie. La marcha no es inhabitual en mí, excepto que ahora se da en el vecindario en el que viví entre los siete y los diecisiete años. Tres décadas después, estas calles y la avenida que las atraviesa, vuelven a ser mi lugar de residencia y, al igual que entonces, vuelvo a estar solo.

Estoy sentado en las gradas vacías de una cancha de baloncesto. Es Navidad. No hay nada patético en esta circunstancia, acaso por primera vez en mi vida.

Recuerdo los viajes de Basho hechos a pie en Japón, hace siglos.

Mi pluma y libreta, incluso la mochila y los zapatos que han caminado tanto, son un instrumento como podría ser una flauta o un violín. Son otra forma de hacer vibrar el aire, de llenar el espacio, aquí frente a esta cancha vacía que es el universo.

Último día del año. En un vagón vacío del Tren Urbano, San Juan pasa por las ventanas como si fuera un travelling de una película. No hay nadie. Soy un personaje que se desdibuja en el espacio. Ninguna persona se monta ni se apea en las estaciones.

Desde un banco de la Dársena de la bahía del viejo San Juan, veo salir a la superficie la aleta de un delfín. Ocurre a pocos metros de mí, entre uno de los muelles y el edificio de la Aduana. He escuchado que a veces se pierden, desconectándose de sus compañeros dentro de la bahía, de la que pugnan por encontrar la salida. Pienso en él como en un niño que descubre la fealdad y las amenazas del mundo.

Un texto mínimo. Un susurro elemental: algo escrito desde el suelo. Esta es la voluntad de estas páginas.

Construir un texto como la notación de las jugadas—y no como el juego—de ajedrez. La notación de la estrategia o el combate sin que el espectáculo de la lucha sea necesario.

Hacer del espacio abierto y desnudo uno relajado, en el que los fenómenos se den sin el añadido de los temores y las convenciones. Pienso esto, tarde, en un terminal de autobuses. La noche puede ser bella aun aquí. La basura del mundo se encuentra en mi mente, pero no tiene por qué contaminarlo. Un abyecto y desolado terminal de guaguas como lección filosófica.

¿Cómo hallar o relacionarse con el otro? Pregunta torpe y bizantina porque ignora la unidad de cualquier experiencia humana, aun si la inmensa mayoría de nosotros desapareceremos sin haberla tenido. ¿Qué me separa de los adolescentes que se caen a golpes en una acera de la Plaza de la Convalecencia? ¿Cómo independizarme de sus gritos, de sus torpes tortazos, de la bravuconería a la que asisto como espectador esta tarde de sábado, sentado a un costado de la iglesia? Presiento que estoy y que todos estamos en todos los seres y, sin embargo, esta unión no me sirve, la percibo como nimiedad, como pobreza y espectáculo infernal. El camino de la vida—se tenga consciencia de ello o no—lleva a este punto, a la observación de esta batalla. Acaso, en un momento especial y único, se puede percibir como irradiación, como trascendencia, y se comprenderá por qué la desunión es imposible. Hoy estoy lejos de esta experiencia—de la contundencia que ya sé que posee—pero aun así sé que estoy en esos jóvenes, que de no mediar la intervención de terceros y posteriormente de la policía, podrían haber llegado a hacerse verdadero daño. Mínima mística de la desolación la de esta tarde en esta plaza en la que nada parecía mío y, sin embargo, todo me posee. Aquí permanezco, en la nada espesa, a la espera de la caída de los adjetivos, preguntándome si algún día dejarán de hacer falta las palabras.

El acto subversivo de que dispongo: consumir lo menos posible. A este asociarle otro: descreer de Occidente, del duro, y de lo que hoy se presente como su simulacro.

Occidente como parque de atracciones filosóficas. El canon: ese museo o acaso ese Disney World del Texto.

Uso un reloj que lleva conmigo veintisiete años y que mi padre usó por diez o quince. Calzo los zapatos con los que recorrí Europa cuando escribí Los países invisibles. Mi pluma, comprada usada, es una Parker 51 de los años cincuenta. Voy en tren en dirección de Bayamón a comprar comida real en una tienda de productos naturales.

“¡Ay Dios mío! ¡Dios!”. Se repite una y otra vez como un enigma. Lo dice un hombre grueso, con el rostro congestionado, que atraviesa solo la Plaza de la Convalecencia.

Me hallo temporalmente más allá del consuelo: puedo prescindir de la literatura. No tener, por tanto, por un breve lapso, ni siquiera el lujo de la gran tradición de la derrota.

Examino, al meditar, el movimiento perpetuo de la mente. Es una estructuración de la deriva: una obsesión constante que no acepta ni tolera el espacio vacío, es decir, la no-ilusión. Este tren mental se autoperpetúa con la fingida importancia de su autor (y de todas las sensaciones, recuerdos, intrigas de este), de este gran cauce repleto de ruidos cuya existencia (ficticia, pues a la larga no me reconozco en ella) proviene justamente de la acción del propio tren mental.

Elaborar la propuesta filosófica de un cuerpo que camina.

No querer escribir más. No querer volver a estar tan cerca de esta oportunidad. Presentir que podrían acabar mis días y que lo escrito basta. No tener que volver a recorrer la tristeza de las calles, de los mensajes de amor, odio o protesta que se escriben en sus paredes o se encolan en sus postes. Mi vida ya basta; no podré hacer más, no hay qué esperar. Volver a escribir es regresar a los mismos lugares, continuar en un recorrido que no me sacará de este espacio que es simultáneamente geografía e ilusión. Descansar, no tener que recordar, no tener que mirar más. Silenciarme con placer.

Significado y valor de la literatura puertorriqueña: letras de la vida perdida en estas calles. Considerar los significados—y el valor universal de la pérdida—y estar dispuesto a afrontar las formas diversas de su tragedia. Formar así, con muchos otros, una lección viva.

Sentir que se pertenece ya a los supervivientes: a la droga, al alcohol, al amor, a los hijos, al trabajo, al país, a todos los desiertos que se tomaron por paraíso.

El viaje ha dejado de tener importancia. La avenida Américo Miranda, con su fealdad y pobreza, vale tanto como los Campos Elíseos. Poseo lo mismo. De recorrer cualquier lugar prestigioso lo haría con los mismos zapatos y cargando la misma mochila.

Escribo esto sentado en un banco frente al estadio Juan Ramón Loubriel. No hay nadie a mi alrededor en esta ciudad de espacios públicos vacíos, pero se escucha el paso del tren y el incesante tráfico de las avenidas que limitan el parque. No experimento ningún tipo de disminución ni desgracia. Esto es lo que he podido lograr con mi vida; esto es lo que fragüé. Ningún prestigio, casi ninguna ornamentación, para hallar mi fuerza.

Frente al Coliseo Rubén Rodríguez se encuentran estacionadas dos enormes limusinas. Varias personas se han detenido para tomarles fotos con sus teléfonos celulares. Resulta difícil concebir una foto más banal. Esta sub-foto presupone una pobre vida. Este texto intenta lo contrario: una vida en la sub-vida.

El cansancio del fumador. No se sabe qué viene primero, el tabaco o el agotamiento. No se sabe cuál de los dos se buscar, cuál de ellos se vive con más fruición.

Los guacamayos “salvajes” de Garden Hills al atardecer y la melancolía de sus gritos que representan el extravío absoluto. El planeta desgeografiado. Los guacamayos que vocean al caer la noche, buscándose en la urbanización de los ricos que los han importado y dejado escapar. En esto se ha convertido la “naturaleza”.

La labor filosófica de un cuerpo que se sienta en un parque y no espera.

¿Sobrevivir o sucumbir? En realidad es la bifurcación de la misma interrogante y ambas son tentaciones, es decir, territorios de placer y sentido.

Sentir que no pertenezco a los parques. Pensar que en cualquier momento las madres de los niños que juegan en los columpios podrían objetar mi presencia en un banco. Percibirme de más, demasiado náufrago como para formar un vínculo inteligible.

Procurar una vida fuera de las estructuras de dominio. Ya tengo edad para presuponer los límites exiguos de esta elección. Pero aun así procurar una vida fuera de las estructuras de dominio para vivir a la intemperie.

“El filósofo no es un ciudadano de ninguna comunidad de ideas. Eso es lo que lo convierte en filósofo”, Wittgenstein citado en Ray Monk, Ludwig Wittgenstein, pág. 236.



Excerpted from Intemperie, originally published by Corregidor in 2016.