Después recordé que ya lo había visto desde el aire, mientras volaba de un trapecio a otro. Había divisado sus ojos absortos en mi vuelo, en mis manos seguras, en el traje brillante que destellaba hacia sus ojos mudos por mi vuelo, por mi cuerpo suspendido en el aire, por mi cuerpo suspendido en el tiempo. Estaba sentadito al lado del árabe, pero parecía querer elevarse conmigo, porque alzaba el cuello como si intentaran volar, también el.
Toda la vida fue así. Siempre me pareció que cuando daba un paso, en realidad estaba intentando dar el siguiente. Por eso caminaba raro y por eso parecía turnio: porque miraba más allá de adelante. Es decir, hacía lo más profundo de sí mismo y hacía ninguna parte. Al igual que durante esa noche helada, esa noche en la que estaba sentadito en las graderías del circo observando mi número de trapecios y él no quería estar sentado ahí sino volando, suspendido en el aire y en el tiempo, y por eso levantaba el cuello y estiraba la espalda y abría los ojos para sentirse más cerca de ese algo que lo fascinaba y lo desesperaba, que yo creía que era mi vuelo pero que era yo mismo o mi recuerdo.
A la mañana siguiente apareció el árabe dando vueltas por los camarines con el niño de la mano. Yo estaba lavando ropa en el balde, dentro de la tienda que compartía con mis primas, y desde ahí escuché que el desconocido preguntaba, en mal español, por el dueño del circo. La Fátima salió a ver quién era y luego regresó. Es uno que parece àrabe, me dijo, uno de barba, con la nariz grande, que estaba en la función de anoche con un cabrito chico, ¿lo viste?
Yo entonces me acordé del niño y me apuré en salir.
El árabe hablaba con Malaquías Garmendia, que se tiraba los bigotes porque no le comprendía. Yo me puse a su lado y me acurruqué entre sus brazos para que me permitiera escuchar de qué hablaban. Al cabo de un rato logré entender que el desconocido quería venderle algo a Malaquías.
—Parece que le quiere vender un libro.
Le dije esto despacito a nuestro señor Corales, pero el árabe me debe haber escuchado porque me apuntó con el dedo, como indicando que efectivamente eso era lo que había estado intentando decir; y al hacerlo, el niñito, que habia estado observando distraído el ruedo de la carpa, siguió la trayectoria invisible del dedo árabe y me miró a los ojos. No sé si me reconoció o no como la que la noche anterior había volado frente a él, pero se quedó observándome de forma extraña, como si mientras me miraba de arriba abajo hubiese estado en realidad muy lejos de ahí, como si no fuera más que un fantasma con urgencia de comunicar algo a los humanos para hacerse invisible de nuevo. Sentí curiosidad por ese niño y también algo de simpatía o temor.
El árabe sacó de pronto de su bolsón los libros que estaba ofreciendo y se los mostró a Malaquías Garmendia. Eran dos libros grandes y viejos. Cuando Malaquías los abrió, sentí un olor que también me pareció muy antiguo, de otra época y de otro lugar y de otras personas, gente especial que había leído esos libros en otras épocas y en otros lugares distintos a los nuestros, pero con certeza más fabulosos. Quise olfatear más de cerca los libros, pero Malaquías los sostuvo en el aire, lejos de mí, mientras respondía que no tenía plata para comprar libros porque recién le han traído el león de Europa y todavía no pagaba ni la segunda cuota.
—Además que aquí nadie sabe leer—dijo encogiendose de hombros, escupiendo al suelo—somos cirqueros nomás.
Yo entonces miré los libros, que volaban entre las manos de Malaquías como si fuera yo misma en los trapecios, y logré leer el título en mi mente y luego lo repetí en voz alta.
—Las mil y una noches—recité de corrido.
El árabe volvió a apuntarme, pero esta vez con toda la palma de su mano abierta y observando a Malaquías con ojos irónicos o preguntones o desafiantes. Malaquías me miró asombrado.
—Mi tía Magdalena me está enseñando—confesé innecesariamente.
Luego bajé la cabeza esperando una reprimenda. El niñito miraba los libros y luego me miraba a mí. Yo le sonreí con timidez y él me devolvió algo que parecía ser una media sonrisa. Malaquías Garmendia hojeó los libros, como si quisiera darles una oportunidad.
Y ocurrió algo extraño. Extraño como el árabe y el niño y los libros. Extraño como todo ese día que torcería para siempre los humildes caminos de nuestro circo: el árabe comenzó a hablar español casi sin dificultades, como si lo hubiese envuelto una lengua de fuego invisible, y ante nuestro asombro se puso a contar una historia.
La historia extraña de un rey y una princesa.
Su español era ahora tan claro, y su voz se volvió tan grave y amena que Malaquías no lo pudo o no lo supo interrumpir para insistirle que los libros no interesaban y que tampoco había cómo pagarlos. Así que escuchamos su relato completo sin decir nada.
Era la historia de un rey que mataba mujeres y de una princesa que le contaba cuentos.
Aunque en el mismo momento en que comencé a esucharla supe que estaba frente a algo definitivo, algo que cambiaría por completo la vida que hasta entonces había llevado, y aunque durante mucho tiempo leí las historias de ese libro por puro placer y gozo, no las narraría hasta nueve años después de la visita del árabe desconocido. Fue recién entonces cuando comenzaron los años de éxito del Gran Circo Garmendía, del modo en que comienzan las cosas definitivas: por pura casualidad.
Al menos eso creímos. Resultó que durante un ensayo, nueve años después de la visita del árabe, me caí del trapecio y me fracturé un brazo. Me dijeron que no podría actuar hasta que me recuperara. De modo que me pasaba el día mirando a los demás y ayudando a mi tía Magdalena y a mi tía Hilda con las comidas y esas cosas. Yo ya tenía diecisiete años y me aburría. Como no sabía en qué ocupar el tiempo, me puse a leer el único libro que había en el circo y que yo ya conocía bastante bien.
No sé en qué momento decidí que me iba a aprender de memoría sus más de dos mil páginas. Lo más probable es que no haya hecho tal cosa, la verdad es que ya no creo haber decidido nada nunca. Pero por ese entonces yo todavía creía que mi vida era mi vida y que yo tenía poder sobre ella y que cosas como caerse de un trapecio podían llamarse accidentes, y que intentos de aprender de memoria dos mil páginas de historias podían llamarse decisiones. Pero lo cierto es que lo hice, o al menos comencé a hacerlo. Y durante una fogata, después de la tercera o cuarta función en que yo era oficialmente la encargada de la boletería, reemplazando al tío Arístides hasta que me recuperara del brazo, la Fátima me empezó a molestar delante de todos porque andaba todo el día con mi libro leyendo en voz alta.
—Pareces mongolita—me dijo, pero yo no me enojé porque no sabía qué era ser mongolita.
Le dije que leía el libro porque me lo iba a aprender de memoria.
—¿Y para qué?
—Para ser como Sherezade.
Y entonces me preguntaron quién era Sherezade y yo tomé aire y empecé la historia que nos había contado el árabe nueve años atrás.
La historia de un rey y una princesa. De un rey que mataba mujeres y de una princesa que le contaba cuentos.
Cuando terminé se hizo un silencio largo, durante el cual sólo se pudo escuchar el crepitar tranquilo del fuego, como si fuera el eco del fuego árabe. Después alguien pidió que le pasaron el ron. No quedaba.
Se pusieron a hablar de otras cosas, cosas del circo. La pantomima que habíamos presentando en la segunda parte no había funcionado. Dijeron que teníamos que volver a hacer reír a la gente. Se preguntaban por el espíritu del circo. Unos decían que en el norte la gente se reía menos. Otros decían que el problema éramos nosotros. Algunos de mis tíos propuso que deberíamos descansar por unas semanas viviendo de los ahorros. Se trataba de recuperar fuerzas, lo apoyaron los demás. Se trataba de recuperar la mística de la familia Garmendia. De hacer honor al apellido. De eso se trataba todo.
—De qué ahorros hablarán estos huevones—murmuró Malaquías, pero nadie le respondió porque él tampoco le había hablado a nadie.
—Es culpa de la Fátima, que se puso a barrer la carpa hacia afuera—dijo la Milagros.
—Mentira—dijo mi prima Fátima.
—Yo te vi.
—Mentirosa.
—No peleen—cortó mi tía Magdalena, y todos se volvieron a hundir en silencio.
El fuego y la conversación menguaban y no quedaba leña ni ron, pero nadie se iba a acostar. Yo sabía que esperaban que continuara la historia del rey y la princesa, y también sabía que no me lo iban a pedir. Así que no dije nada más.
Fue Malaquías, algún rato después, el que trajo de regreso el tema, recordando, supongo, la sugerencia que el mismo árabe le había dado años atrás.
—Te tienes que parar en la pista y contar lo mismo que contaste ahora—me ordenó de pronto, sin mirarme pero apuntándome con su dedo, el dedo índice de esa mano tan grande—, vas a contar lo mismo que contaste ahora, vas a hacer eso en vez de la pantomima que no funcionó. Y hablando fuerte. En la función de mañana. Vamos a hacer función mañana, carajo. Y a la pendeja que se ocurra barrer la carpa hacia afuera la agarro a latigazos.
Todos asintieron y yo también, aunque no tanto porque estuviera de acuerdo - que lo estaba - como porque de pronto supe, así como se saben las cosas inequívocas, que me acercaba a algo, a mí misma, mil años antes o después, pero entonces no lo sabía, solo empezaba a recordar.
En la función pasó casi lo mismo que en la fogata. El público, siempre gritón y entusiasta, se fue quedando callado a medida que la historia de Sherezade avanzaba. Nadie me miraba a mí. Era como si el relato estuviera sucediendo en el espacio de aire que me separaba de los ojos del público. La historia aperecía y yo me iba difuminando o volviendo transparente como una fantasma. Era como si todos, el público, los personajes, yo misma, estuviéramos suspendidos en el tiempo, o mejor, como si no existiera tal cosa.
Nadie aplaudió cuando terminé. Hubo algunos segundos de silencio, de respiración contenida, de espera, como si forzaran a las agujas del reloj a no moverse, a no avanzar todavía, a no quebrar el silencio.
El silencio de los mil años que nos separaban de Persia.
Una señora del público preguntó, sin alzar mucho la voz:
—¿Y qué pasó después?
Yo respondí tranquilamente que Sherezade sólo contaba una historia cada noche.
—¿Entonces sigue mañana? quiso saber otro desde las graderías.
Yo no tenía claro, así que no dije nada. Pero Malaquías Garmendia aprovechó la pausa y apareció de repente en la pista en alto, anunciando que las historias de Sherezade continuarían en la función de la noche siguiente.
Creímos que los años de gloria habían comenzado, y estabamos en lo cierto.
Creímos que éramos inmortales.
Nos equivocábamos.
