El animal, antes enamorado de la verticalidad, buscó la interrupción que el suelo ofrece. En medio del camino, entre hierba y grava, dedos levantaron el cuerpo. Ahora, el animal estaba separado de su interrupción horizontal, y era dirigido hacia otra. Ya erguido en la rama hirsuta, el ave presumía su extinción con el gesto detenido en el instante que precede el vuelo.
El ciervo albino, ya ciego por la muerte, apareció el color blanco en el negro del depósito; y el frío fue perforado por una mirada de vidrio, devuelta al niño que abrió, con susto, el lugar propicio para el escondite, pero huyó. Y el vidrio era rojo. Rojo, gris, amarillo y negro, los colores que la muerte no cedió al deterioro.
El mico te mordió el dedo, porque lo aproximaste demasiado hacia el objeto de su celo, y el dedo, rojo, tembló. Ahora el mico también estaba quieto, en el momento que precede la mordida. Ya no había en él temblor.
Fue un hombre alemán el que le enseñó el oficio de la taxidermia. Su maestro, decía tu abuelo. Pronto, sus propias piezas pasaron a integrar colecciones de museos de historia natural en todo el país. Conocía los animales de un modo específico: sabía de la consistencia de la carne, de los músculos, de la fragilidad de la piel, o la resistencia de las escamas. Experimentaba con formas de preservar los colores que abandonaban la fidelidad ante la ausencia de latidos. Había tocado muchos corazones muertos, todos los órganos de la fauna local habían sido acariciados por sus dedos en el proceso de este arte anacrónico.
La enseñanza del taxidermista consiste en reconocer en las materias cómo conservar y hacer durar; preservar en el tiempo aquello que ha sido herido por los filos de lo efímero. En adelante, el pasado claudica, al menos en uno de sus aspectos. Pese a no haber sido rendida, la degradación se prolonga con la apariencia de una floración llamada a persistir.
Ahora que la piel está lejana, que el músculo cedió y ya no late, para elevar un monumento de sí te quedaría apenas la materia de las palabras. Con ellas, volvés a dibujar erguido a tu abuelo. Bien podrías decir:
«Este es un hombre posado sobre una rama hirsuta. Presume su extinción con el gesto detenido que precede el vuelo».
Tu abuelo te contó —el humo de su pipa le envolvía la cabeza—la siguiente anécdota: Ya adolescente, había conocido a su padre, de quien no sabía sino el nombre: él no poseía su apellido, y eso era coherente con la distancia que habían mantenido. Ninguno le pertenecía. Pero un día, el nombre del padre estuvo cerca.
Apareció de forma imprevista, cuando el hijo ya estuvo en edad de tener la fuerza que se requiere para el trabajo de un hombre. Iría hasta la región de los yerbales, en Canindeyú, y necesitaba un asistente. La oportunidad se mostraba única. Para el padre, para el hijo, a un tiempo. El hijo le suplicó a la madre que le dejara ir, y ella no tenía cómo decir que no.
Picadas se abrían en el monte, y a veces volvían a cerrarse sobre el paso. Enfrente, podía aparecer cualquier cosa: un felino escurridizo, o una orgía de víboras que interrumpiera el tránsito hacia el campamento. Tañidos de pájaro campana sonaban, nunca más volverían a ser oídos.
Pasaron noches: un joven aprendió la dificultad de sostener los ojos erguidos.
Una tarde, por fin, el muchacho se aproximó tímido al padre y le pidió su apellido. El padre meditó la solicitud en silencio, y contestó:
—Vos sos hombre, y no necesitás el nombre de nadie para ser alguien en la vida.
El peso se volvió insoportable, y el hijo depuso la mirada; muy abajo, hasta que los ojos notaron la miseria de los pies. (Pero él tenía unos pies hermosos). Entonces el padre agregó:
—Si a pesar de eso todavía querés que te dé mi nombre… Yo te lo doy.
Pero el hijo había decidido. Confundida con humillación, la vanidad se impuso. Y él dijo que no. No se merecía un trato condescendiente, pero en cuanto rechazaba la oferta, devuelta a él estropeada por las palabras del padre, reconoció que ya había aceptado satisfacer su mandato. El padre le había escamoteado algo tan mezquino como el apellido. No es más que una palabra, pensó.
Él tenía un solo nombre, y el apellido que le había legado una mujer.
En la frontera, dos muchachos se hacen amigos: uno paraguayo y el otro brasileño. El contacto es modesto porque las lenguas disimulan lo que puede existir de común, y en medio de esa sombra descansa con comodidad la circunspección del paraguayo. Pero esa hesitación cede ante la mayor desenvoltura del brasileño, más beneficiado con el don de las aproximaciones y el movimiento. Él tiene una lancha.
Hombres duermen la siesta, con el cansancio tendido en literas, bajo los árboles, o directamente en el suelo. Ya se escucha la vibración distante del motor. Se aproxima. Él aparece su sonrisa en el muelle improvisado, con un cacho de bananas de oro, y ambos se sientan a experimentar el dulce en la quebrada, para envidia de los monos.
Bajo la mata de un ygary, un hombre ronca.
El tiempo transcurre de modo que la amistad, ahora creciente, demanda un espacio todavía inexacto entre ambos; y el sentido de aumento no es impropio a la hora de nombrar su relación porque se ha producido en la existencia una transformación al nivel de la intensidad y de la escala.
Entonces, una tarde, el brasileño invita al paraguayo. Es un paseo común y corriente en lancha, por el Paraná. Esta noche. Sorprendido por el convite, el paraguayo asiente, desde el fondo de su austeridad, y siente el peso de los ojos, que buscan el suelo, pero esconde los pies.
Él le adelanta que, antes, deberá preguntarle a su padre; el cual, como es de esperarse, le niega el permiso. Y el paraguayo tiene los ojos. Los pies.
La luz a gas aturde insectos, mientras en el techo de la cabaña chinches forman sus colonias. El paraguayo está despierto, boca arriba, cuando el motor ya hace su aparición sonora, avanzando con decisión sobre el agua, que también ruge. El padre duerme. Entonces él amortigua los pasos, y se escabulle, huye en medio de la noche, abandona del monte los yerbales, el campamento, y desciende por el barranco, aferrando su delgadez a las lianas; pone a prueba la fuerza con el peso de su cuerpo, y baja hasta las rocas. De pie sobre su lancha, espera el sonriente, en la oscuridad. El brasileño.
El metal se desliza sobre las olas. Del Paraná. El paraguayo mira dos veces hacia las luces del campamento que ha abandonado. La luna repite su disco radiante sobre el agua, en el cielo. En el canal, la corriente es dura, y el mugido inferior se eleva en bucles formando remolinos con hambre de infortunio.
Y el brasileño sonríe, complacido de trasladar a su amigo hasta uno de sus dominios. Aquel también sonríe, pero no está alegre. Aferra con ambas manos el borde de la proa.
—Não tenha medo, xiru —dice el amigo, pero en el paraguayo ha sido introducido el sentimiento de algo que le impide estar presente en el momento: una anticipación. Porque el tiempo se ha corrido para dibujar sobre la experiencia la alerta que ya infectó toda idea de tiempo futuro.
El río prosigue, ancho, y su monotonía potente distrae al paraguayo de su pensamiento. Él se pone a contemplar al brasileño, y cierto orgullo se forma en él al ver a su amigo sentado en la popa, maniobrando el motor, con esa soledad expuesta a una energía abrumadora.
El viento le golpea en el pecho.
El brasileño saca una botella de caña y la descorcha. Bebe del pico y se la pasa al paraguayo, que también bebe. Y hablan. Ríen de las particularidades de la lengua, de eso que los maestros de idiomas emparentados llaman los falsos amigos. Y de pronto ambos están de pie, equilibrándose sobre el bote que tambalea. Se entregan: se ofrecen a una fuerza como no se volverá a ver jamás. A pocos kilómetros, suenan los bramidos de los Saltos del Guairá.
Con el último sorbo de caña, el brasileño da un alarido largo y agudísimo de júbilo que al paraguayo —más discreto— le parece exceso. El rapái estira el brazo, y lanza la botella con fuerza, que se eleva en una curva alta, y suena como suenan las cosas que caen en el agua: como cuando se descorcha una botella de caña. Y ese sonido pequeño y ridículo los devuelve a la realidad de que ya se hace tarde. A esa altura del río, la única manifestación sonora de vida es el agua.
Para emprender el regreso, el brasileño trata de hacer arrancar el motor de la lancha, pero el motor se detuvo. Sin preocupación, sonríe, ahora borracho, y trata una, dos, repetidas veces, pero no lo logra. Toma el único remo de la embarcación—la sonrisa permanece—, y lo clava en el agua, pero con una velocidad insuficiente para la fricción y resistencia del río.
Como ve que no avanzan, sino al contrario, el paraguayo hace lo propio con las manos, a uno de los costados del bote. Lo mismo se diría de sus manos: una fuerza insuficiente contra la velocidad.
Ahí están los dos amigos, una noche en la frontera, el paraguayito y el brasileñito, el xiru y el rapái. De pronto, se ven arrastrados por la corriente de los saltos, en los rápidos del Paraná.
El río es revoltoso, y otro río corre por dentro, puesto que hay dos respiraciones, dos corazones que empujan la sangre hacia donde antes había calma, y ahora la agitación es capaz de robar el aliento. Y de los saltos se ha dicho que eran «siete estampidas de bueyes de agua/siete toros blancos/de billones de toros blancos integrados». Una energía inevitable que les mantiene así por horas, combatiendo aquello que busca arrastrarles. Pasan una noche de desvelo.
Y entonces, cuando cerca ya del amanecer divisan la espuma de la orilla del río y llegan hasta aferrar las manos en la arena pedregosa, extenuados se tienden en la playa. El paraguayo expele el aliento con bufido patético de fatiga y lloro.
A sus espaldas, la maraña vegetal, verde y negra, anuncia un retorno al campamento, que será tortuoso; y la demora, la distancia se instituyen en intensificadores de una pena: el castigo será severo. Habrá tiempo para eso, piensan, y con cierto pudor ambos se detienen a mirar un amanecer sobre el río al que han sobrevivido juntos. Ambos están empapados. La humedad viene de fuera pero también de adentro. Sudan, pese al frío. La niebla espesa es disipada en porciones por el calor del sol. El paraguayo mira a su amigo:
—La corriente era más fuerte que nosotros — dice, y vuelve a echarse exhausto sobre la arena pedregosa de la playa. Apoyado sobre ambas manos, el brasileño mira a su compañero. Él también se acuesta.
