Oumuamua

María Pérez-Talavera

Artwork by Irina Karapetyan

I

Nosotras vimos un ovni. Era un objeto parecido a las fotos de la luna que muestran las enciclopedias, pero partido por la mitad. Era de una luz opaca, como jamás volví a ver hasta que, de nuevo, vimos un ovni.

Durante varios años, cada tanto, recordábamos ese día; mientras mamá mojaba un pedazo de pan en el café y murmuraba un «qué sería . . . » que se quedaba flotando en el aire condimentado de la cocina, retumbando en mis tímpanos. También mientras un domingo cualquiera mirábamos la tele y en el Discovery Channel pasaban un especial de extraterrestres, y sentíamos entonces la obligación de decir algo como, «¿Se acuerdan de cuando vimos el ovni?».

Una noche miraba yo sola la tele y encontré un programa, ya empezado, sobre vida extraterrestre infiltrada entre nosotros. Contaban historias que parecían sacadas de una película de ciencia ficción, aunque mostraban algunos hechos y pruebas que las volvían tan creíbles como espeluznantes. Recuerdo en particular la historia de una mujer secuestrada y violada por alienígenas, que dio luz a extrañas criaturas en un bunker militar en el medio del desierto. Dicen que la mujer murió en el parto, entre llanto, dolor y desgarres atroces causados por sus engendros–más de uno– . Los militares se quedaron con las criaturas para estudiarlas e indagar sobre aquellos míticos extraterrestres, que cada vez se colaban más en la vida terráquea, en nuestro día a día, sin darnos cuenta de su presencia ni sus siniestras intenciones.

Mi madre entró en el cuarto de la tele envuelta en su bata de noche–ha usado la misma desde que tengo memoria–con una mano en el bolsillo cuadrado, y la otra sosteniendo la taza de peltre. Se quedó parada a mi lado, justo al borde del sofá. De reojo podía ver cómo miraba fijamente la pantalla casi sin parpadear, apenas sacudiendo un párpado a medio camino con un temblor involuntario. Escuchábamos la voz monocorde del locutor; una narración en off acompañada de imágenes granuladas y oscuras. La luz de la tele azulaba el rostro de mi madre, exponiendo poros y surcos, haciendo traslúcido el cintillo de canas que coronaba su melena rizada. Con movimientos lentos se fue agachando hasta posar una nalga en el apoyabrazos del sofá, sin despegar los ojos del programa que mirábamos. Seguía sosteniendo la taza de lo que imagino era un té ya tibio, mientras su otra mano se paseaba por las costuras del sofá, arrancando hilos sueltos. Esa misma mano posó en mi hombro, con un apretón repentino de premura. De inmediato nuestras miradas se encontraron, la mía, desorbitada; la suya, fija. Pronunció mi nombre con una voz queda, rara, como si saliera de una gruta. Le mantuve la mirada esperando que hablara. Yo no sabía qué decir. Tenía el corazón a millón.

–¿Recuerdas cuando vimos el ovni?

Era su voz. Era su rostro. Pero pronto su expresión cambió: su mirada parecía sonreír, al tiempo que sus labios apretados y su gesto parecían disculparse. Asentía con la cabeza, como si leyera mi mente y confirmara con pena los pensamientos que se me cruzaban en intersecciones absurdas. Mis manos abrazaban la frazada que cubría mis piernas y ante su avanzada rápida con la clara intención de agarrarme por el cuello, me aparté de una vez, me cubrí con la cobija y solté un grito desesperado. Lo recuerdo como un aullido.

Mi hermana entró en la salita y prendió la luz; al descubrirme yo misma la cara estaba lista para correr, o patear, o por lo menos volver a gritar, pero el foco me encandiló. Aún cegada por la luz y los nervios, pude ver a mi madre arqueada hacia atrás, sentada a mis pies en el sofá, privada de la risa. Mi hermana, asomada en sus pijamas desde el umbral de la puerta, sonreía sin preguntar ni decir nada, solo empujaba una y otra vez sus lentes hacia el puente de su nariz, como suele hacer cuando está ansiosa. La risa de mi madre ocupaba todo el lugar, acallaba, incluso, la voz del televisor.

Cuando por fin paró de reírse sola, se secó las lágrimas estirándose el pellejo de las mejillas hacia las sienes, y dijo:

–Deja de ver tantas tonterías, no hay marcianos entre nosotros.

–¡No son tonterías! Nosotras vimos un ovni.

Mamá apretó mi muslo, se levantó del sofá apoyándose en él, y caminó hasta la puerta. Antes de salir soltó un «qué sería . . . », en un suspiro y le guiñó un ojo a mi hermana. Escuchamos el eco de su risita nasal en el pasillo, apagándose junto a sus pasos. Su té frío quedó sobre la mesa.

Enfurecida me paré del sofá y, al pasar al lado de mi hermana, con los dientes apretados y poniéndome muy cerca de su cara le dije:

–Nosotras vimos un ovni. Que no se te olvide, pendeja. ¡Vimos un ovni!
 


II

Veníamos de regreso del cumpleaños de mi tía que vivía en los suburbios; una zona residencial a las afueras de la ciudad en medio de grandes lotes de tierra abandonados. A la salida del caserío justo en la incorporación a la vía principal, entre dos terrenos vacíos y enrejados con alambres de púa, se situaba un único edificio, sede de la Universidad Nacional Abierta. Tenía el aspecto de viejas oficinas de gobierno con su pintura desconchada de colores tierra. Era cuadrado y de no más de seis pisos, con un detalle tan curioso como aparentemente inútil en la azotea: una gran caja de concreto atravesada por varias antenas parabólicas colosales en desuso. Cuando lo miraba desde lejos, me daba la impresión de ver un robot anticuado en deterioro. Al fondo, la montaña.

El edificio de la universidad demarcaba el final de la calle; en la misma acera, un semáforo lentísimo dirigía el tráfico. La vía principal estaba perpendicular a nuestra calle. Desde el pequeño Toyota Corolla de mi madre esperábamos en la luz roja–de primeras en la fila de dos o tres carros–mientras veíamos de frente la edificación a oscuras. Eran pasadas las once de la noche y la espera en los semáforos se hace eterna en nuestra ciudad de robos y secuestros.

Mi madre se aferraba al volante con las dos manos, y sus ojos bailaban de un retrovisor al otro. Yo iba de copiloto chequeando constantemente el espejo retrovisor central–encontrándome con la mirada inquieta de mi hermana, que a su vez volteaba a mirar los carros que venían atrás–y el semáforo de enfrente, esperando que cambiara a verde. Mamá adelantaba un poco cada segundo, lista para arrancar apenas se diera el cambio; cada vez debía asomarme más y más arriba, incorporándome hacia adelante, para poder ver el semáforo ya casi cubierto por la posición adelantada de nuestro auto.

Todas lo notamos al mismo tiempo. No fue algo que vi en sus rostros, porque mis ojos se quedaron fijos en la aparición que teníamos encima. Fue un aura lo que llenó el Corollita como si fuera un gas: invisible, pero notorio; una sensación electrizante que nos enmudeció. Éramos silencio. Una presión ensordecedora–de esas que pitan en los oídos– iba aumentando mientras tratábamos de comprender qué era lo que mirábamos allí, a través del vidrio parabrisas, sobre el edificio, con la negrura de la montaña de fondo.

Una luna de trazo perfecto, partida por la mitad, se erigía quieta sobre la azotea–demasiado quieta. Quiero decir, tan quieta que daba la sensación de que estábamos en pausa–cubriendo las parabólicas enormes del edificio. No fue su gran tamaño, su silencio, ni su apariencia imponente y ajena lo que me deslumbró. Fue su luz. Una refulgencia blanca mate que contraía mis pupilas, pero que no se dispersaba ni un milímetro más allá del aura que rodeaba al objeto como un cinturón luminoso. Su brillo se contenía únicamente en el semicírculo de su figura, sin fugarse ni un solo rayo a la redonda. Todos sus destellos se concentraban herméticos dentro de sus líneas, sin desbordarse al derruido caos del edificio, ni a la maleza y la basura de los terrenos baldíos. Era un objeto inmenso, silencioso, y rutilante.

La bocina insistente del Chevette destartalado que venía detrás nos sacó del trance, y al poner el auto en marcha, perdimos de vista al objeto de inmediato.

–¿Lo vieron?

–¿Qué era? ¿Dónde está?

–Ya no lo veo. ¡Asómate desde atrás!

–¡No, por favor, no te asomes!–le grité a mi hermana, lanzando la mitad del cuerpo hacia atrás entre los dos asientos delanteros y abrazándome a sus rodillas. Mi hermana se agazapó sobre mi espalda encorvada; sentí sus lentes torcerse sobre mis vértebras. Sobre el ángulo de su codo, eché un vistazo temerario, a través de la ventana trasera, hacia arriba del edificio, sumido de nuevo en su negrura abismal.

La aceleración repentina de mi madre mientras rebasaba al Chevette en la avenida, me hizo volver a sentarme erguida en mi puesto, aunque mi mano seguía apretando la de mi hermana, húmeda y fría. Al pasar junto al Chevette, el conductor nos mostró un dedo medio sucio y magullado, con un tuquito de uña. Se sintió envalentonado al vernos las caras pálidas de horror. Estaba claro que él no vio lo mismo que nosotras: un ovni encimándonos en medio de la noche.



III

El resto del camino hasta llegar a la casa traté de articular mis pensamientos y describir lo que habíamos presenciado. Era difícil detallar aquel objeto intrusivo y extraño; aún más, era verbalizar lo perturbador de un evento inesperado que se salía del campo de lo real, que se sentía como un episodio ficticio, paranormal, y que nos ponía a dudar de nuestra propia cordura.

Pero lo vimos las tres. No podíamos estar locas todas. No fue una alucinación colectiva. Nosotras vimos un ovni.

Al llegar a casa, mi mamá encendió un cigarro directo de la hornilla, con los pelos que brincaban como resortes desde su frente a punto de combustionar. Pasó frente a nosotras destilando humo. Mi hermana y yo en la cocina hurgábamos la nevera, servíamos y tomábamos agua en un mudo cavilar hasta que mamá regresó con una libreta del Banco Nacional y tres lapiceros dispares. Con el cigarrillo guindando entre los labios, nos repartió una hoja amarillenta y una pluma a cada una. Ella se quedó con la libreta.

–Váyanse cada una a un rincón y dibujen lo que vieron.

Por un momento me quedé ahí parada, como una mosca frotándose las patas. A diferencia de mi hermana, dibujar no se me daba bien. Además, reproducir la imagen que acababa de ver era un reto, así estuviera fresca en mi retina.

Mi hermana ya había salido de la cocina rumbo a nuestra habitación cuando mi mamá me apuró:

–¡Anda! ¿Qué estás esperando?

Me senté junto a la mesilla del teléfono, a la salida de la cocina. Apoyé la hoja membretada del Banco Nacional sobre la guía telefónica, y comencé a dibujar. En cuestión de minutos, mi hermana me pasó por un lado en su camino de regreso, justo antes de escuchar de nuevo a mi madre azuzándome.

–¡Apúrate, pues, chica!

Terminé el último trazo y, al entrar en la cocina, los otros dos bocetos estaban sobre la mesa, boca abajo, sin revelar todavía la imagen de aquella visión inquietante.

Puse el mío al descubierto. Ellas no se lo esperaban y, con asombro y apuro –eso fue lo que leí en el gesto de mi madre– cada una volteó el suyo, descubriendo un trío de escenas casi idénticas: el rectángulo del edificio, el triángulo de la montaña, el semicírculo del objeto que, hasta el momento, ninguna llamaba por su nombre. Mamá estripó la colilla del cigarro en un platito con restos de mermelada y por su expresión atarugada parecía como si quisiera cantar bingo, pero algo dentro de su boca se lo impidiera. Se paró y, con las manos en la cintura, empezó a caminar alrededor de la mesa redonda de la cocina donde tomábamos desayuno. Se detuvo y con la cabeza ladeada y la mirada perdida dijo «qué sería . . . ».

–Es un ovni–respondí sin un atisbo de duda. –¿Qué más podría ser?

–Está muy bajo para ser la luna, es muy grande para no hacer ruido. Y esa luz . . .

–Sí, esa luz . . . ¡Es muy rara esa luz!

–¡Opaca! ¿Quién ha visto luz opaca? ¡Eso no es de Dios!

–¿Será que lo atrajo las parabólicas?

–Si esos marcianos son de inteligencia avanzada deberían ir a estudiar humanos de Harvard, del MIT . . . ¡No de la UNA!

Mi hermana permanecía callada, con los ojos muy abiertos, escuchando el ping-pong sin sentido de mi madre y yo. Sentí pena por ella, parecía asustada, en shock. Le apreté de nuevo la mano, que seguía húmeda y fría.

–Vimos un ovni y vivimos para contarlo. Podemos dormir en paz . . . –le sonreí cariñosamente, tratando de animarla. Al fin y al cabo, ya todo había pasado. Hacer conjeturas era la parte buena del lío. Mi mamá ya estaba haciendo chistes de los marcianos. Nada podía andar mal. Ella, en cambio, me devolvió una mueca forzada, entre divertida y nerviosa.

Mamá empezó a comerse la torta que traía envuelta en papel aluminio con unos sorbitos de leche fría. Se asomaba de vez en cuando por la ventana de la cocina.

–¿Seguras que no nos siguieron? ¿Qué sería . . . ?

Nos fuimos a la habitación y nos preparamos para dormir. Esa noche, ya con la luz apagada, mi hermana se deslizó bajo mi sábana, y se cubrió hasta la cabeza. Calladas, intentando y pretendiendo dormir, escuchamos a través de la pared la voz de mi madre al teléfono hablándole a su hermana–insomne como ella–, saludándola escuetamente, avisando que llegamos bien a casa, rellenando la próxima pausa con un escandaloso «¡Vimos un ovni!» que retumbó en nuestras almohadas por el resto de la madrugada, intensificando la penumbra.
 


IV

Mi primer año en la universidad fue agridulce. Por una parte, la emoción de irme de casa y hacer vida independiente me ilusionaba más de lo que lo disfruté cuando me tocó vivir sola. Extrañaba la compañía de mi hermana y de alguna manera me sentía culpable de dejarla. Ella no era de muchos amigos, ni la veía valiéndose por sí misma en situaciones cotidianas: ir a hacer la compra, tomar el transporte público, socializar, pedirle algo tonto a mi madre–como dinero para la entrada del cine, que le gustaba mucho. Nos comunicábamos por mensajes con frecuencia y por teléfono de manera regular, pero las llamadas de larga distancia eran costosas, así que las hacíamos breves. Ella, de todas formas, era de pocas palabras. Las conversaciones se nos iban en modo interrogatorio: invariablemente yo preguntaba y ella respondía con gran economía silábica. De lo contrario, no contaba nada. Sólo hacerme las preguntas de rigor, “Cómo te va. Qué estás leyendo. Te gusta eso por allá”.

Me encantaba mi carrera y estaba aprendiendo un montón. Me interesaba la matemática, la física, la ingeniería aeroespacial, y me esforzaba por tener buenas notas para optar al programa que quería. Los sacrificios y la pasión pagaron sus dividendos cuando reconocieron mis méritos y me ofrecieron una beca en un importante programa internacional. Para mi despedida, mamá invitó a su hermana y trajo a mi abuela a casa por el fin de semana. El sábado hizo una gran paila de arroz con pollo y nos preparamos para ir el domingo en la mañana a la playa. Llenamos una cava con refrescos, cervezas y frutas; llevamos viandas con meriendas para pasar el día. El camino fue tortuoso sin aire acondicionado en el viejo Corollita, escuchando a mi madre y mi tía repetirle todo a mi abuela–que iba atrás entre mi hermana y yo–a voz en grito, porque no escuchaba entre la sordera, los boleros de la radio, y el viento rompiéndose contra las ventanillas asomadas hasta donde se podían bajar.

Sentadas a la orilla de la playa, engullendo un tobo de ostras a pleno sol de mediodía, mi hermana y yo nos regalábamos mutuamente nuestra presencia, la que se nutre de lo cotidiano, y disfrutamos nuestro momento como cuando éramos niñas. Al terminar corrimos al agua a sacarnos el limón y la arena del cuerpo.

–Voy a extrañar esto.

Ella me miró desde las burbujas cristalinas de sus ojos castigados por el resplandor. Libres de los cristales, al sol se le veían claros, traslúcidos y, sobre todo, verdaderos. Nos abrazamos llenas de mar, con el salitre camuflando nuestras lágrimas. Pude entrever sobre el ángulo de su codo, a mamá fumando, señalándonos, sonriéndonos desde un toldo rojo retirado de la orilla y ubicado más hacia la derecha de lo que lo recordaba cuando entramos al mar. Toda una medusa tropical.

Desde el extranjero, atesoraba las memorias familiares y les rendía homenaje en un pequeño altar: una cartelera de corcho en la pared de mi cuarto. Una foto de mi madre, mi hermana y yo, en el cumpleaños de mi hermana (las dos disfrazadas de conejitas, con las orejas ya quebradas, sentadas en la mesa junto a una piñata y un pastel), una foto de mi hermana y yo, en un pico nevado (nuestras caras apenas distinguibles entre los rasgos adolescentes y sendos gorros tejidos que casi nos cubrían los ojos), una foto de mi hermana (seria, con los lentes a nivel, el pelo partido de lado y una larga coleta cayendo sobre su hombro), una postal de casa. Al principio, procuraba guardar dinero de mi manutención para llamar de vez en cuando a mi familia. Mi mamá y hermana me llamaban cada semana, religiosamente, en un día y hora pautados. Después del primer año, ya establecida —con trabajo, algunos amigos, y citas eventuales— los horarios de las llamadas perdieron su rigidez. Conectábamos aleatoriamente por ratos cortos, y casi siempre era yo quien tenía que colgar—alguien me esperaba afuera, tenía que salir, mucha gente o ruido alrededor me impedían hablar. Llegó un momento en el que era más casualidad que la norma que mi hermana estuviera al otro lado del auricular. Asumí que ella también estaría ocupada con su vida, de la que solo sabía lo esencial: iba a la universidad, habían vendido el viejo Corollita y comprado un nuevo auto que compartía con mamá, tenía un trabajo de medio tiempo de tutora de niños con dificultad de aprendizaje. Leía siempre y en sus ratos libres dibujaba y veía películas. A pesar de todo, mi hermana se las apañó para enviarme todos los meses, sin falta, una postal. Yo le devolvía el gesto cada vez que visitaba una nueva ciudad. Se convirtió en tradición hacer una parada en la oficina postal de los lugares que visité, y enviar una tarjeta del paisaje local más bonito, con unas cuantas líneas contándole alguna curiosidad del sitio. Por su parte, las postales que ella me enviaba eran hechas a mano, por ella misma, y todas con un mismo tema: el espacio, los planetas, la galaxia. Sus diseños eran variados—caricaturas, abstractos, acuarelas, lápiz a mano alzada—y, a lo largo de los años, se puede ver la secuencia de estilos, como diferentes colecciones de un artista de galería. En las primeras agregaba una inscripción corta al dorso. Las últimas solo estaban fechadas y firmadas con un garabato.

Las cuarenta postales que recibí hoy decoran el ambiente favorito de mi casa junto a la cartelera de corcho, a la cual desde entonces le he agregado una que otra foto.
 
 
 
V

Regresar a mi país más que un deseo, fue una obligación. La beca que recibí así lo exigía. Después de tres años y medio en el extranjero, volver a la casa de mi madre se sentía, en muchos sentidos, devastador. Mi título rimbombante difícilmente me proporcionaría un trabajo digno en mi ciudad natal; además, dejaba a mi pareja con una dudosa promesa de reencontrarnos que ambos sabíamos que no se iba a cumplir; perdía totalmente mi independencia y, por si fuera poco, el sitio al que volvía no encajaba igual en mis costumbres, en mis creencias, en mis hábitos actuales. Me molestaba que mi madre fumara en la casa y, a diferencia de antes, le hacía la guerra con datos de salud que ella ignoraba por completo. Mi dieta difería en todo del plan alimenticio de mi hogar, lo cual ofendía a mi mamá.

–¿Qué crees que te metí en la panza casi veinte años? ¡Y aquí estás, vivita y coleando! y parece que más pendeja desde que no comes carne.

Me declaré agnóstica y eso sí que no me atreví a decírselo a mi familia. Tenía que escoger mis batallas. Las imágenes religiosas estaban por toda la casa como un recordatorio de lo que yo ya no era. Conservaba, sin embargo, las medallas y oraciones con las que mi mamá y mi abuela me habían blindado, y tenerlas me daban confort, el de saber —por así decirlo— el camino de regreso.

Las primeras semanas fueron de reconocer las costumbres de casa, como si fuera la primera vez. Empecé a buscar trabajo en algunas empresas locales y en ciudades aledañas, con pocos prospectos que me interesaran, solo un par prometían algo lo suficientemente bueno para independizarme. El país estaba atravesando un momento crítico y la depresión económica era brutal. Mientras tanto, empecé un voluntariado en la escuela de física de la universidad, prestando asistencia a los profesores en la preparación de laboratorios y rediseño del currículo. Las condiciones decadentes de lo que fuera una institución prestigiosa me daba tristeza y me costó asimilarlo.

Reconectar con mi hermana fue lo más natural de mi regreso. Ella, como si nunca hubiese partido, se convirtió de nuevo en esa compañía segura y reconfortante de siempre. Pronto estábamos yendo juntas al cine y a veces la acompañaba a dar sus tutorías mientras yo leía, estudiaba, o tomaba café. En las noches, sin querer, retomamos la rutina de reunirnos en la salita de la tele a mirar las noticias y los programas del Discovery Channel o cualquiera de los canales del cable. Los mismos sofás suaves y mullidos, cojines forrados, y los libros de la escuela, enciclopedias y ficciones en las repisas de alrededor del mueble de la tele creaban un aura cálida que parecía disolver las rencillas del día con mi madre, o mi mal humor. No era un espacio bonito, pero sí acogedor. O así lo sentí al volver.

Aquellos días, seguíamos la noticia de un esperado objeto interestelar que visitaría el sistema solar. Según los datos disponibles, era el primer objeto de tamaño detectable que podrían captar con telescopios en tierra, y sería la primera evidencia de que este tipo de visitantes interestelares, de hecho, existían. Marcamos el sábado, 14 de octubre en un papel pegado a la puerta del refri como recordatorio del día en que el objeto pasaría por el punto más cercano a la tierra, aproximadamente a veinticinco mil millones de kilómetros. Esa distancia abismal no fue suficiente para que fantaseáramos en la sobremesa de la cena sobre un fatídico choque del objeto interestelar con el planeta tierra.

—Que se estrelle en el palacio de gobierno y haga una implosión. Favor que nos hacen—dijo mi madre mientras botaba el humo por la nariz. Era obvio que subestimaba la amenaza, pero su maldición era, por lo menos, certera: acabar con el mal en una fecha prevista.

A través de mi voluntariado en la universidad, conseguí acceso a un viejo telescopio. Pasé un par de días haciéndole el mantenimiento necesario para poder utilizarlo. La noche que terminé, pude ver la luna de cerca otra vez y recordé cuánto extrañaba mis prácticas y observaciones. Entusiasmada con la idea de poder usar el telescopio, planeé una noche en el laboratorio para enseñárselo a mi madre y a mi hermana ese mismo sábado, que ambas lo tenían libre. Preparé una cesta con vino tinto, quesos, fiambres, y frutas y me reí de pensar en lo distintas que eran nuestras meriendas desde aquel fin de semana que me despidieron en la playa. Antes de salir a nuestra cita, apunté con el índice el papel imantado a la puerta del refri y les dije:

—Esto es hoy. Esta noche pasa el objeto interestelar cerquita de la tierra. Capaz lo vemos con nuestro viejo telescopio.

Camino a la puerta, mamá soltó su carcajada nasal y mi hermana empujó los lentes al puente de su nariz, torciendo los labios en su mueca de risa.

De noche, mi madre manejaba muy pegada al volante y con el ceño fruncido. Entramos a la ciudad universitaria, a oscuras, y recorrimos las laberínticas calles internas, llenas de huecos y con tramos cubiertos por troncos y maleza. A ambos lados pasábamos edificios abandonados y obras gigantescas nunca terminadas, refugio de mendigos y drogadictos. Llegamos a la facultad de ciencias y, bordeando la laguna, al final, estaba el laboratorio. El vigilante apostado en la puerta nos esperaba. Nos abrió apresurado y volvió a trancar la entrada del edificio con pesadas cadenas y grandes candados. El monte de alrededor se trepaba por las paredes, a excepción de la de la entrada, que parecía depilada solo para el efecto funcional de dejarnos pasar. Con ayuda del vigilante sacamos el aparato a la parte trasera del edificio, donde había un corredor, y lo ubicamos de manera que apuntara a la luna. Esa noche el cielo estaba despejado y la oscuridad del complejo nos permitía ver el firmamento salpicado de luz. Ya instaladas, nos servimos sendas copas de vino y nos sentamos en el muro a contemplar la noche. Tomábamos turnos para mirar por el telescopio y yo les iba narrando e instruyendo en cada cosa que veían. Era la primera vez que usaban un telescopio y, a medida que bajaba el vino, subía el entusiasmo de mi madre por la observación planetaria y la ciencia. “¡Haber sabido antes que existía un aparato tan bueno para agrandar las cosas!” Y soltaba su risa estridente y nasal. Mi hermana, aunque desaprobaba estos comentarios con su cabeza, se reía por lo bajo. Y yo también.

Era el turno de mi hermana al telescopio, mi mamá y yo luchábamos para picar el queso con la navaja de bolsillo que habíamos traído. Desistí de la tarea, se la dejé a ella, y me dispuse a rellenar las copas cuando escuché el grito. Volteé de inmediato esperando lo peor, mamá estaba medio borracha manipulando una navaja en la oscuridad. La visión fue impactante: una medialuna enorme se erigía sobre el campo desierto de atrás del edificio, cubriendo la luna llena. El sonido de los grillos, del viento, de la autopista contigua y de nuestro miedo se perdieron en un vacío ensordecedor. El aura opaca que circundaba al objeto se fue contrayendo hasta que, un chorro de luz iridiscente emanó de la parte baja. Sentí una succión extraña que no atraía mi cuerpo, sino todo lo que llevaba dentro. La palma húmeda y sudorosa de mi hermana apretando la mía me regresó a mis sentidos para ver su rostro por última vez. Me abrazó. Yo la apreté con todas mis fuerzas mientras ella me susurró al oído:

–Ahora sí. Es hora de volver a casa.

Envuelta en su abrazo y por arriba del ángulo de su codo, vi el objeto estacionado sobre nosotras ofreciéndole su portal de luz, y la melena de mi madre flotando, cual medusa espacial, en un claro de luna.