de la novella Null Island

Javier Moreno

Artwork by Irina Karapetyan

Delectatio Morosa

Es febrero y cuento piscinas. Navego con Google Earth por la geografía de Cabo de Palos y cuento piscinas. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… hasta perder la cuenta. Examino sus formas (curvas, rectilíneas, mixtas), sus tonalidades de azul. Baño mis pupilas en cada una de ellas. Me relaja, me refresca, me hace sentir de vacaciones aunque aquí haga frío. Google Earth ha hecho posible un nuevo turismo del siglo XXI. Creo que podría tirarme horas (de hecho lo hago a menudo) paseando sobre la superficie de La Tierra. Google Earth nos ha dotado de la perspectiva de un astronauta, de un flaneur espacial. Es mejor que ser multipropietario. Es mejor, incluso, que ser dios.

Casi todas las piscinas están vacías, pero si me acerco lo suficiente puedo entrever objetos flotando en las aguas de algunas de ellas. Un flotador amarillo. La figura de alguien que toma un baño. . . Y un barco. Un pequeño barco de vela que flota en una piscina. Por qué razón alguien decidirá meter un barco en una piscina. Imagino a los dueños pescando, sentados en la cubierta, esperando a que pique alguno de los peces que ellos mismos han criado en sus aguas. Regreso a la figura humana. Un señor con barriga (ser señor es, sobre todo, tener barriga), una adolescente. . . Me acerco más. Es una mujer. Soy dios y le pongo nombre: Eva. No sabe que la observo. Me gusta su piscina. Me gusta su bikini. Me enamoro del puñado de píxeles que dibujan su figura. Sé dónde vives, Eva. Podría ir a hacerte una visita. Podría comprar un apartamento en tu urbanización y, por tanto, convertirme en tu vecino. Aunque, en realidad, no puedo. No tengo dinero para eso. Me entran unas ganas horribles de robar un banco para poder comprar ese apartamento y bajar a esa piscina cuando tú estés dentro y nadar hacia ti y abrazarte. Tú me hablarías de tu marido que ya no te ama como antes, del jaloque que abrasa el césped y convierte la piscina en una de esas calderas donde penan los condenados del infierno. Para volverse loca. Y yo te entendería. Te contaría la historia de un hombre que monta un mueble de IKEA y durante la noche da vueltas en la cama incapaz de conciliar el sueño porque sabe que algo ha ido mal, alguno de los pasos del montaje, y entonces se levanta sigilosamente de madrugada intentando no despertar a su familia y revisa las instrucciones con una linterna y consigue enmendar el error y regresa a la cama al fin tranquilo, en paz con el dios del bricolaje. Te reirías y eso me haría feliz. Quiero saber más de ese hombre, me dirías. Y te respondería que su historia es triste. No más que la mía, diría. Y me hablaría de esos días en los que nadie responde a su estado de Facebook y entonces realiza una compra, un vino, un libro que ni siquiera le interesa demasiado y aguarda impaciente la llegada del mensaje de confirmación para sentir, por primera vez durante ese día, que no está sola en el mundo. Qué locura tan contemporánea, le respondería. Piensa en una playa convexa, le diría, una playa que fuese como la proa de un barco adentrándose mar adentro. Imposible, respondería. Y qué más dan las leyes de la naturaleza. Vivimos rodeados de lo imposible. Lo imposible es lo que existe. Es solo cuestión de tiempo que lo imposible devenga rutina y ruina (acaso las dos cosas acaben siendo lo mismo). El hombre camina sobre lo imposible pero respira gracias a lo posible. El sueño es la literatura de la especie hecha hardware. Antes de que supiésemos hablar o escribir, el sueño nos ponía frente a lo posible. Tenemos suerte. Solo los animales pueden conformarse con lo imposible. Para ellos (los animales) todo, de hecho, es imposible. Ahora debo marcharme. Solo puedo comparecer durante breves instantes. No es que sea un narrador omnisciente, no te confundas. Es solo que debo regresar a la realidad, a lo imposible. Porque yo, a mi pesar, también soy imposible. Es mi naturaleza. Soy yo, tu creador, quien ha de marcharse mientras tú permaneces en el paraíso de la posibilidad.

A continuación vuelo a Benidorm y recorro la playa de Levante. Veo las sombrillas, a los bañistas tendidos sobre sus toallas (parecen cadáveres, cuerpos bronceados a los que sorprendió un apocalipsis repentino), a los niños que construyen castillos de arena. Veo a un joven que mira hacia arriba. Escruta el cielo. Observa una gaviota o tal vez intuye que alguien le vigila. Soy yo (saludo). Imagino las primeras filas ocupadas por ancianos, como si el mar fuese una metáfora oscura de la muerte y ellos aguardasen ahí su turno. Imagino la línea multicolor que forman dichas sombrillas, recorriendo los miles de kilómetros de costa de la península, desde Girona hasta Euskadi. Esa línea forma parte de una topología del deseo. Ese disputado primer metro de playa que lamen las olas, como un río sembrado de pepitas de oro. Imagino que todos esos sexagenarios constituyen una línea de protección, que si no fuese por ellos el mar invadiría la tierra, asolaría la Torre de Hércules, La Manga del Mar Menor, Las Ramblas, La Gran Vía, La Giralda, la meseta castellana y ese fastuoso vacío que es Soria, incluido el olmo machadiano; que son ellos los que nos protegen y nos guardan de la furia del mar. En efecto, todas esas sombrillas coloridas son las células de la piel (frágil y ulcerosa) de un cuerpo que semeja una piel extendida de toro. Un cuerpo que refresca su fiebre en el mar, un cuerpo que implosionaría sin la envoltura terapéutica del mar.

Sigo imaginando que alguien, haciendo uso de Google Earth, descubre una extraña mancha en un parque. La amplía y descubre que es un hombre tumbado sobre el césped. Junto a él puede ver un charco de sangre. Se trata por tanto de un cadáver. A unos pocos metros se divisa la figura de otro hombre, a punto de desaparecer entre los árboles. Probablemente su asesino. No lejos de la escena hay un parque infantil. Los niños juegan, ajenos al suceso que acaba de ocurrir. Solo la imagen del satélite ha sido capaz de capturar el crimen.

Las cámaras pueden ver cosas que el ojo humano no es capaz de percibir. La lente de la cámara es la metáfora favorita con la que Lacan gustaba de referirse al gran Otro. Esa es la idea que subyace en la manera de concebir el cine de Dziga Vertov. Eso es lo que Barthes llama el inconsciente óptico, la misma idea sobre la que se estructura Las babas del diablo de Cortázar (y su trasunto cinematográfico Blow Up, de Antonioni), así como el relato El velo de encaje negro de Fleur Jaeggy. Es la obsesión de Pedro en Arrebato, la película de Iván Zulueta.

La fotógrafa-niñera Vivian Maier grabó el supermercado y el exterior de la casa donde trabajaba y vivía una mujer que fue asesinada junto a su hijo tras leer la noticia del crimen en la sección de sucesos de un periódico. Vivian Maier actuó guiada inconscientemente por la misma idea, la de que la cámara sería capaz de delatar al culpable de aquel crimen. Es un absurdo, casi una superstición, equiparar el objetivo de una lente con la visión privilegiada de un dios. El síntoma de una religión que gana día a día nuevos adeptos. La cámara que mira, de Marcel Broodthaers, podría ser el tótem alrededor del cual ejecutamos nuestra danza de aborígenes tardomodernos.

A continuación busco la foto de Borges en la que el escritor aparece disfrazado con una máscara de Lobo Feroz. La encuentro sin dificultad. Borges aparenta ser un auténtico monstruo. La máscara es tan realista que quien la contempla tiene la impresión de encontrarse ante un verdadero Hombre Lobo. Un Hombre Lobo vestido con traje y corbata, algo que lo hace todavía más desconcertante. Mi impresión es que no estoy ante Borges disfrazado de Hombre Lobo sino que esa imagen ha capturado al Hombre Lobo disfrazado de Borges, una manera de poder comerse a las caperucitas de la poesía, a los cerditos de la literatura.

Siempre he sido reticente a disfrazarme. Podría dar mil argumentos intelectuales pero no me apetece buscar coartadas. Un exacerbado sentido del ridículo, tal vez sea eso. Aunque ahora que lo pienso, y cambiando de idea (como no soy río me doy la vuelta cuando quiero, decía una maestra de mi infancia a la que bastaría el haberme inculcado esa escueta sabiduría para recordarla con cariño), creo que no me gusta disfrazarme porque no tengo nada que ocultar de puro exhibicionista y entonces para qué calzarme una máscara si lo que conseguiría sería tan solo zafarme de la mirada de los otros, violentar mi naturaleza. Sin embargo hay algo fascinante en la máscara de Borges. La obra de Borges siempre me resultó fascinante y ahora me sorprendo dejándome engatusar por su máscara. Borges es una especie de brujo que me tiene hechizado, aun después de muerto (aunque los escritores, sobre todo los buenos, están siempre un poco muertos). Para alguien tan poco mitómano como yo resulta todo un misterio. Toda regla admite su excepción, sin embargo. Me sorprendo buscando en internet máscaras de Hombre Lobo. No una cualquiera, sino la que Borges lleva puesta en la fotografía que le hicieron en su casa de la calle Tucumán. Mi mirada se pasea por cien tos de imágenes de máscaras de Hombre Lobo. Según parece la primera vez que Borges usó esa máscara fue en una fiesta de Halloween durante una residencia en Estados Unidos. Deduzco que la máscara debe de proceder de algún lugar de Norteamérica. Tras una hora de intensa búsqueda creo dar al fin con ella. El sentimiento que me embarga mientras realizo la compra online es el de euforia, sin paliativos. La compro. Estoy deseando ponerme esa máscara y sentarme a escribir y pasear por el bosque de la literatura con mi flamante máscara de Hombre Lobo para ver a quién me tropiezo, para asustarlo y, tal vez, zampármelo.

Mientras espero a que llegue pienso en qué voy a escribir. No hablo de este preciso momento sino de ahora en adelante. Se trata de una pregunta que indaga no tanto el próximo movimiento sino la naturaleza del propio juego. Sobre personas (me respondo a mí mismo) pero, sobre todo, sobre las cosas. Se trata de ecología, de respeto por toda esa materia que nos rodea. Ya nos preocupamos bastante por las personas y los animales, pero qué ocurre con las cosas. Las acumulamos en estantes de súper y grandes almacenes como presos alineados frente a los barrotes de su celda. Las usamos como si fueran personas y las arrojamos a la basura. No es justo. No es democrático. Por qué limitarse a las personas cuando uno puede narrar el mundo en toda su multiplicidad. Este mundo no será justo ni democrático mientras no liberemos a las cosas del yugo que nosotros mismos les imponemos. Es preciso ponerlas frente a nosotros y meditar sobre ellas, revelar el potencial que esconden en su interior.
     
Miro a mi alrededor, indago en la soledad del salón en busca de comprensión por parte de los objetos que me rodean. La encuentro en la mesita nazarí, en el cenicero colmado de colillas y en la diminuta telaraña del cielo raso. Corre entre nosotros una solidaria corriente de contingencia y al mismo tiempo de gozo por la existencia, de ridiculez ante la ingente dimensión de las estrellas. Nuestros vacíos se asoman a su abismo en una perfecta reciprocidad. Aprecio el deseo de cada uno de ellos de ser otro, de estar a punto de serlo. Si no mudan es por vergüenza y por respeto a la domesticidad que acordamos hace tiempo. Como yo con esa máscara de Hombre Lobo. La rescataré de un almacén de Amazon y la haré sentir importante, la encarnaré en un cuento, en esto que cuento.
     
La materia es energía, de acuerdo, pero también poesía. Es cuestión de saber usar la herramienta adecuada.
     
Sentarse a escribir es algo así como concertar una cita con uno mismo, para contarse usando la propia máscara o la de un repertorio más o menos extenso. Puede resultar paradójico eso de darse cita frente al teclado, mirarse en la pantalla como en un espejo deformante. Pero a veces uno queda consigo mismo y comparece otro, y entonces es cuando la cosa se pone interesante y una chispa venida de no se sabe dónde acude a las yemas de los dedos.
     
Las cosas están continuamente aconteciendo. No son, actúan. Mantienen un diálogo hecho de colores, de energía y texturas. El guión carece de restricciones, salvo las que impone el propio escenario. Están la actriz (blancura relumbrante) taza de café, la actriz (lección de geometría) mesita nazarí, el actor (adicción fototrópica) poto, el actor (enterrador de alientos) cenicero, el actor (Aleph anonadante) PC, el actor (mansa chaladura) lector… Estoy unido a cada una de ellas por diferentes grados de afecto. Guardo por todas idéntico respeto. Me gusta pensar que yo formo parte del espectáculo, que no representan su papel para mí sino que soy parte de la escena. Y el papel que me ha tocado en suerte es el de acompañarlas durante el tiempo que dure mi vida, testimoniar su mudanza. Antes de marcharme espero haber dejado algo en ellas. Las cosas (la gran mayoría de ellas, al menos) nos sobrevivirán. Ellas forman parte de nuestro legado. Son nuestras herederas. En las cosas se cifra el paraíso donde salvarnos o el infierno al que seremos condenados.


*

Antes de dejar el trabajo podían pasar días sin escribir una sola línea. La escritura era un apéndice compensatorio de mi vida laboral, un órgano que aportaba excitación de manera regular, poco más que eso. Ahora una hora sin escribir pesa sobre mi conciencia como una losa, no digamos un día. Trato de acomodarme a un horario (de nueve a once, una parada para hacer compras y tomar un café, y un segundo turno de doce a dos), pero termino incumpliéndolo con el menor de los motivos. Siempre he sido un escritor de enviones, de raptos creativos más bien efímeros. Mi literatura es básicamente un cúmulo de intensidades, incompatible con un horario de oficina.
     
Soy un escritor de esfuerzos breves e intensos, un esprínter que llega derrotado a la línea de meta del fin de párrafo.
     
De hecho ocurre que en los momentos de mayor efusividad literaria, cuando uno sabe que lo está haciendo bien, el instante en el que el artesano encuentra a un tiempo el mayor placer y la máxima disolución en su trabajo, en esos momentos algo me incita sin lógica alguna a abandonar la escritura para dedicarme a no se sabe qué actividad, buscar una factura o mirar zapatos en internet o abrir mi cuenta de Facebook o afilar lapiceros. Es un gesto incomprensible, falto de explicación. Como un equilibrista que decide detenerse a contemplar el paisaje antes de dar el último paso sobre el abismo. Se trata, tal vez, de la delectatio morosa, esa dilación de la satisfacción del deseo, de postergarlo precisamente para que no llegue a su cumplimiento y, con él, la vuelta al anhelo, la línea de salida del círculo del deseo. Somos una flecha encaminada a la diana. Sabemos que llevamos la dirección correcta y que no erraremos nuestro objetivo. Y entonces, por qué no tratar de dilatar el tiempo que nos queda hasta el momento del impacto, como una de esas paradojas que tanto gustaban al de Elea.
     
Tras echar un vistazo a mis dedos extendidos decido cortarme las uñas.
     
A pesar de ser diestro, la uña del pulgar de mi mano derecha crece más rápido que la del izquierdo. No pasa lo mismo con el resto de uñas. Solo con la del pulgar. Tal vez sea un mensaje cifrado en mi código genético. Quizás he dejado de lado una vocación como guitarrista. Luego recuerdo que graphein es la palabra que los griegos reservan para escribir y que esta procede por vía directa del indoeuropeo gerbh: arañar, rascar. Que escribir consiste en arañar una superficie (arena, cera, piedra, arcilla) para inscribir signos en ella; pero, también, que hay que arañar lo que nos rodea para descascarillarlo y asomarse al magma que se esconde tras la superficie pulida de las cosas, y que ese, tal vez, sea el sentido más profundo que se esconde tras la escritura. O simplemente arañar (escribir) para defendernos, para sobrevivir a la amenaza que se cierne sobre nosotros. Que escribir puede ser un ejercicio activo y/o pasivo, un ataque pero también una defensa.
     
El anterior es un razonamiento hermoso, carente de realidad como la mayoría de los pensamientos, pero hermoso. Una hermosa justificación para recluirme en la pereza y no cortarme las uñas. Las palabras tal vez no alcancen la verdad, pero son un lenitivo ideal para acomodarse a la mera facticidad de lo que sucede.
     
Aunque al final acabo haciéndolo. Cortarme las uñas. Todo antes que enfrentarme a la historia, al documento que me reclama en la pantalla, a los personajes y la trama. Luego pienso que las uñas también merecen su literatura. De hecho grabo un vídeo cortándomelas. Un primer plano de mis manos y la pequeña tijera de punta curva sajando lúnulas perfectas. Después lo cuelgo en mi perfil de Facebook. Alguien dijo de Goethe que era fino hasta cortándose las uñas. Me parece un elogio fastuoso. Quiero comprobar si alguno de mis amigos opina lo mismo al contemplar mi escena de manicura.
     
Debería ponerme a escribir (ya acumulo una hora de retraso) pero no me apetece. En realidad me encuentro en uno de esos momentos de desamor por mi propia obra. Siempre me ocurre, pero ello no impide que una vez tras otra me invada la sensación de ser un mediocre, de que lo que tengo entre manos es un fiasco, una pérdida de tiempo, un auténtico bodrio. Luego pasa el tiempo y todo se ordena. Pero ese plazo de tiempo es siempre demasiado largo y lleno de incertidumbres. Hay que atarse al mástil y resistir la tentación de tirarlo todo por la borda. Mi personaje me sigue pareciendo endeble. Sé que es normal, que los personajes son gérmenes, que necesitan tiempo para ganar músculo y psicología, pero soy por naturaleza impaciente. He acabado con la vida de muchas plantas escarbando en la tierra para comprobar si había germinado la semilla. He abandonado la construcción de muchos personajes apenas balbucieron su primera palabra. La propia palabra, personaje, me resulta fastidiosa, como un doble degradado de la palabra persona. Esa je sufijada que suena a broma de mal gusto. Más que un sufijo, una nariz de payaso o un cáncer.
     
Uno tarda un año o dos, a veces hasta cinco u ocho en escribir un libro. Hay obras estacionales y obras generacio nales. Una novela puede crecer como una plantación de trigo o como un arbusto que se aferra a la tierra, demasiado lento en cualquier caso para que este crecimiento se convierta en espectáculo. Quién tiene paciencia para espiar el movimiento de un glaciar o el espigamiento del tallo. La literatura es como ese árbol del que solo nos acordamos cuando da su fruto.
     
Opto por fregar las tazas y los platos del desayuno. Fregar está bien. Es relajante. Con las manos mojadas y llenas de espuma uno puede dejar volar la imaginación. Es lo que tiene la rutina, realizar una actividad que ocupa una parte infinitesimal de tu cerebro. No hay nada como dominar una técnica para que la parte creativa del cerebro se sienta a sus anchas. Solo el dominio exhaustivo de la técnica puede propiciar que aflore esa gracia que llamamos talento. Creo que al menos un tercio de mi literatura (de lo bueno que pueda haber en ella) ha brotado en esos momentos en apariencia intrascendentes: fregando, tomando una ducha, recortándome la barba o pelando patatas. Esa es la razón por la que uno debería escribir como se afeita o friega un plato, con esa despreocupación, para que el noventa y nueve por ciento restante de tu cerebro pueda abrirse al mundo y conectar con cosas realmente importantes.
    
El hombre ha logrado la verticalidad al caminar, y la horizontalidad a través de la erección. En esa sujeción al ángulo recto se cifra parte de su anatómica perfección.

     
He dejado el plato en el escurridor y he regresado corriendo a mi puesto frente al ordenador para anotar ese pensamiento, antes de que regrese a la inconsciencia de donde provino.
     
Xavier de Maistre creía que era en esos momentos en apariencia intrascendentes cuando el alma se alejaba de la bestia que somos para sobrevolar el mundo y dialogar con las potencias angelicales. Thomas Alba Edison decía que su trabajo consistía en un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración. Yo creo que, al menos en el caso de la creación, se trata de todo lo contrario, un minúsculo porcentaje rutinario y mecánico (teclear, pretender un uso estándar del lenguaje, respirar, imaginar que alguien algún día leerá lo que estás escribiendo) y un profundo iceberg indeterminado, un bosque donde perderse para encontrar (o no) el camino.
     
Soy un hombre que friega, que cocina y que escribe. También follo, aunque esa actividad figure en este momento entre paréntesis. Me pregunto cuántas cosas puede hacer un hombre y que se le siga considerando como tal. O, por el contrario, cuántas puede dejar de hacer. Es como el chiste de la araña a la que le van cortando patas.
     
Recibo una llamada de Giulia, mi agente literaria. Me pregunta cómo va todo. Le digo que bien. Que cómo va lo suyo (acaba de ser madre por segunda vez). Sé que quiere que hablemos de mi proyecto de novela pero a mí no me apetece. Pronto me saca de mi error. Me llama para recomendarme una exposición estupenda de Borges en La Casa de América. Estuvo la semana pasada. Por qué no me llamó, le digo. Me responde que fue una visita relámpago. Las agentes literarias tienen algo de agentes de inteligencia (en realidad son verdaderas agentes de inteligencia en el sentido de que no dejan de hablar con hombres y mujeres inteligentes, de tratar de llevar esa inteligencia a otros idiomas), siempre en tránsito de un país a otro, de una mesa de café a otra. En esa exposición (conoce mi debilidad por el autor argentino) hay material de primera, dice. Una foto, por ejemplo, en la que Borges aparece disfrazado de Hombre Lobo. Borges y el Lobo Feroz. Una metáfora que tardo unos instantes en digerir, como uno de esos platos desconcertantes cuya fusión de ingredientes parece sospechosa a la inteligencia pero a la que sin embargo nuestro paladar se rinde sin paliativos. Sí, iré a verla, le respondo. Parece contenta ante la aceptación de su propuesta. Tal vez Giulia sea más inteligente todavía de lo que supongo y se proponga de manera sibilina ir introduciendo variables en mi cabeza que solo quedarán despejadas en una novela o en un poema. Nos despedimos hasta la próxima.
     
Consulto mi perfil de Facebook. A propósito del vídeo hay un solitario ‘me gusta’ junto a numerosos emoticonos que expresan asombro, tristeza y, sobre todo, asco.
   
 Aún estoy muy lejos de convertirme en Goethe.
 
     
El timbre me saca de mis pensamientos. Probablemente sea el mensajero. Abro la puerta y, en efecto, ahí está, con el paquete entre las manos. Amazon es la encarnación del mal. Al igual que el mal, es rápido, omnipresente e imposible de derrotar. Abro la caja de cartón. Es mi máscara. Me la pongo frente al espejo. Tenemos un aspecto espeluznante. Juntos formamos una combinación explosiva. Regresamos, mi máscara y yo, junto al teclado. Aullamos y siento cómo a mi alrededor se estremecen la telaraña, la mesa nazarí y el cenicero. Sé lo que piensan. Si yo puedo ser otra cosa entonces ellos también, parecen decir. Traman la mudanza de sus actos. La mesa acrecienta su brillo respondiendo a la luz que penetra por los ventanales. La telaraña siente deseos de ser arpa. La ceniza ya no es una masa indistinta de polvo sino un acúmulo de polillas desecadas. Mis pulmones custodian el polvo de sus alas.
     
Poco a poco las cosas se remansan. Me deshago de la máscara para ver cómo los objetos sestean a mi alrededor, emitiendo pulsos de ondas, cifrando un mensaje imperceptible, como mudas chicharras bajo la solana.
     
Aunque no son solo los objetos. En realidad las emociones pueden ser tan objetivas como las cosas que nos rodean. Consiste en colocarse al otro lado de la piel y contemplar desde allí el paisaje de nuestros sentimientos, el germen del que brotan nuestros (aunque tal vez resulte inadecuado llamarlos nuestros, del mismo modo en el que no son nuestros los árboles, ni los pájaros, ni los edificios que asoman al otro lado de la ventana) pensamientos.
     
Si busco al protagonista de la historia de mi vida, entonces no veo sino una sucesión inconexa de cosas y de personas. La historia de mi vida es absolutamente democrática y por tanto, supongo, deja de poder considerarse como una historia sino que más bien es un cajón de sastre (una frase hecha que, por cierto, carece en lo que a mí concierne de referente—nunca en mi vida intimé con un sastre hasta el punto de que me mostrara su cajón—, aunque supongo que debe ser así, que la imagen que resume la historia de mi vida debe ser algo que quede excluido de la propia historia, pues de otro modo esa imagen estaría dotada de un protagonismo inmerecido o al menos tan merecido como el resto de seres que habían transitado por ella, y todo ello haría de mi vida una paradoja en la que lo definido entraba dentro de la definición, menudo lío) donde todos los objetos en ella contenidos están dotados del mismo valor, como una de esas tiendas de chinos donde uno puede hacerse indistintamente con cualquier mercadería usando la misma moneda. Es una historia, por tanto, desprovista de acontecimientos, y es posible que los demás, aquellas personas de las que me rodeo, algo intuyan y que me guarden por tanto un prevenido rencor pues a nadie le gusta que le equiparen con un jarrón o una hoja de roble. Pero ese resquemor carece desde cualquier punto de vista de fundamento en el momento en el que yo, el narrador de mi existencia, doto de un desmesurado interés a ese jarrón o a esa hoja. El problema radica más bien en las personas y en su instinto de superioridad en relación al resto de seres (y esto incluye a las personas que no son ellos mismos), pero ese es su problema, no el mío, ni el del jarrón ni el de la hoja; y si algún asombro motiva este modo de ver las cosas es el de asistir a un acto de verdadera democracia. Pues la democracia, como todos los absolutos, asusta. A todo el mundo le apetece formar parte de ese minuto de gloria que uno se llevaría gustosamente al otro mundo y, en efecto, todos lo tuvieron, ese minuto. Lo que pasa es que ese minuto deberán compartirlo con la taza de café que llevaban en la mano o los pendientes o el vestido (ah, aquel vestido), pues en realidad ellos tampoco resultaban los exclusivos protagonistas de la escena y a veces era su voz o su torpeza o su fama (sí, a veces me dejaba encandilar por el oropel), pero de igual modo me dejaba embaucar por la insignificancia y la nadería y la frivolidad más absolutas y todo con una falta supina de criterio o más bien dejándome llevar por el único criterio de que todo en este mundo podía resultar igualmente maravilloso y desde luego excepcional, y cuando se es un auténtico demócrata con los seres, entonces uno puede dormir tranquilo. Así la insignificancia no deja de ser el polvo que levanta el jinete de la épica, la mosca posada en la pistola que aparece en escena y que nadie dispara. Tras mi conciencia se agazapa un cineasta, un documentalista franciscano especializado en la minucia que piensa que el encuadre y la producción lo son todo a la hora de lograr la gloria poética.
   
 Una vez vi a una gaviota atacando a un dron. Fue en la playa de Benidorm.