Antropoceno

Carolina Brown

Artwork by Xin Lui Ng

Me he pillado, varias veces al día, pensando en la papada de pelícano de Octavio. Dedicarse a la investigación a tiempo completo tiene la desventaja de que te empuja a fantasear; se pasa mucho tiempo solo y el muestreo es una tarea repetitiva. Además, quién no ha soñado con matar a un compañero de trabajo. Todos, obvio. Claro que sí. La gente tiene esta imagen de los científicos; gente evolucionada y circunspecta. ¿Cómo es la palabra que ocupan para los ingleses? Flemáticos. 

Estoy segura de que si tomamos la media, los investigadores, en especial los estudiantes de doctorado y postdoctorado, soñamos con hacer daño mucho más de lo normal. Vuelvo a la papada de Octavio, ese anillo de piel rosada a punto de reventar, asomado por el cuello de la parka. Me gustaría dejarle la piel atrapada entre los dientes del cierre de la chaqueta, que saliera sangre; escucharlo ahogarse y toser con la impresora atrás sacando las planillas. Es de las viejas, esas que meten harto ruido. Me gustaría sentir la dureza de su tráquea bajo las yemas de mis pulgares mientras le pongo presión.

Nadie anda ni muy cuerdo ni muy compuesto en el invierno antártico, sobre todo en las bases que están al interior del continente, que son las más rudimentarias. Está bien, no es cómo antes, cuando teníamos cuatro estaciones de verdad y los científicos quedaban medio año incomunicados. Ahora el invierno tiene solo dos meses y los teléfonos junto con el internet satelital siguen funcionando. Son ocho semanas en que no se puede entrar ni salir y estás obligado a compartir un domo de metal estrecho con alguno de tus compañeros de equipo. Mira, yo no se lo deseo a nadie. Por las noches duermes sobre un catre duro dentro de un cuartucho sin ventanas donde te despiertas ahogado y sudando, aunque afuera se congelen los pingüinos. Es increíble la cantidad de calor que emite un cuerpo humano. Imagínate Octavio que pesa más de cien kilos: ese weón es una estufa de lípidos. Las comidas, día tras día, consisten en raciones estilo militar calentadas en el microondas, dime si eso no vuelve loco a cualquiera. Da lo mismo si es carne con papas o ravioles en salsa de tomate, todo sabe a glutamato monosódico. El café de la máquina podría deshacerte los zapatos si no tienes cuidado. Te digo, si en algunos años más tengo cáncer intestinal voy a demandar al Gobierno de Chile. 

Recoger caca de pingüino. En eso consistía nuestra investigación. Cuatro años de doctorado para pasarse los veranos gateando por una playa de guijarros, acompañada por un gordo pretencioso con cuello pelecaniforme. Lo extraño es que eso me siga resultando una perspectiva más atractiva que la docencia. Tengo amigas que hacen clases en la universidad y, si las vieras, están muertas por dentro. Los cabros te chupan la energía, son vampiros. Yo no sirvo para eso.

El último censo de pingüinos barbijo se hizo en 1960, imagínate, hace más de ochenta y cinco años. Antes de embarcarnos ya sabíamos que la población había caído en un 75%. Toda la data apuntaba a eso. Greenpeace tenía decenas de voluntarios contando imágenes de drones. Puros niños rata, se sabe, aunque de buen corazón, eso sí. Tampoco había que ser adivino, la temperatura ha subido casi dos grados completos desde el famoso acuerdo de Caracas y, a este ritmo, en cinco años el continente ya no va a tener nada de blanco. Este estudio lo financia la Unión Europea y dura seis meses. No sé cómo lo hacen realmente para pasarnos plata, con la cagada que tienen en sus países. Es un milagro que el proyecto siga en pie si lo piensas, porque llevan recortando sistemáticamente por décadas. Podrían haberlo hecho cien años atrás y mucho mejor, pero eso te demuestra lo poco que les importa la biodiversidad a estos pendejos. Si puedo ser honesta, ya no hay mucho que hacer. Es obvio por qué están muriendo: ya casi no hay krill, que es lo que comen. Y sus deposiciones tienen cada vez más plástico.

Pero lo peor de vivir en un refugio antártico es el baño. Minúsculo. Y la puerta se abre para adentro. ¿Me explicas en qué estaban pensando los estudiantes de arquitectura que lo diseñaron? Es imposible salir de ese cuartucho sin que tu ropa toque la taza. La cadena no tiene presión suficiente y muchas veces me he encontrado con una que otra sorpresa de parte del perturbado de Octavio. Te lo digo, ese hombre debería comer más fibra y hacer un poco de ejercicio. Acá no hay alcantarillado, todo lo que sale de tu cuerpo se va directamente al mar, lo que es una mierda, literal. El año pasado un equipo argentino encontró que las focas de Weddell estaban generando resistencia a los antibióticos. Pero lo que a mi me empelota de verdad son los papeles. El protocolo estipula que hay que tirarlos al basurero, y después guardarlos en bolsas selladas que nos llevamos de vuelta a la base O’Higgins. Sabiendo eso, porque claro que lo sabe, el sociópata de Octavio ni siquiera se da el trabajo de doblarlos. Los tira así no más y algunos quedan mirando hacia arriba. Se ve todo. Un poco de pudor, porfa. A veces ni bolsa le pone al tacho. Está bien que mi trabajo sea recoger mierda, pero no tengo por qué ver la suya. 

Hay una cosa importante que considerar sobre el guano de pingüino. Pon atención. Hace unos treinta años, un equipo de la Universidad de Osaka realizó una serie de cálculos en base a la presión rectal de las aves. Eso sí que es disparar en serio. Salió en la revista Nature o algo, cuando todavía era una publicación respetable y no un pasquín que le lleva el amén a los patrocinadores. Yo la dejé de leer hace años, ahora todos los artículos te están vendiendo alguna mierda o haciendo greenwashing, pero apuesto que si buscas en internet encuentras el estudio. A lo mejor tienes que pagar. Qué mierda, siempre hay que pagar. Ya, me estoy desviando. La cosa es que los japoneses se pasaron todo un año midiendo la trayectoria y velocidad de la caca. Alucinante. ¿Sabías que tiene un rango máximo de 1.34 metros? Si lo piensas, es súper lejos para disparar mierda.



*

Día #35

Me estresa el cambio climático. Creo que nos vamos a morir. TODOS. Todas las especies.  Está más que comprobado que el aumento de la temperatura afecta el éxito reproductivo de los individuos y también deja la cagada con la disponibilidad y distribución del alimento. La gente cree que dos grados en el termómetro no es nada, pero no tienen idea. Llevamos 65 años de mega sequía. Los animales y la gente se mueren de sed. Chile, California, la costa australiana, el sur de Europa. Es lo mismo en todos lados. Si la temperatura sigue subiendo a este ritmo nos vamos a extinguir en menos de doscientos años, o al menos eso dicen los modelos matemáticos que vi en la universidad.

En el continente Antártico es todo peor. En la última medición oficial, la temperatura sobre la corteza terrestre subió 2.1 grados Celsius, pero acá es casi el doble. Eso yo lo sabía antes de venir aquí, me lo había advertido mi jefe por teléfono. Tengo que confesar que no lo imaginaba realmente. Es que no se puede dimensionar, solo te das cuenta cuando llegas. No se parece en nada a las fotos que uno tiene en la cabeza. Tuve ganas de llorar cuando aterrizamos, este lugar no es más que un barrial. Ya no tiene casi nada de blanco.



*

— Eres asqueroso. 

— ¿Qué tiene? 

— No deberías fumar acá, Octavio. 

—A ti nadie te preguntó.

—Si llego a encontrar una colilla en mis muestras, te reviento a combos, ¿me escuchai? Deja de sonreír como idiota, porfa. 

A diferencia del gordo, yo nunca me rio con el muestreo, me vienen otras dolencias: dolor de cabeza, ganas de vomitar, pérdida del equilibrio. Es que la caca de pingüino emite óxido nitroso, también conocido como gas de la risa. Supongo que ya lo sabes. Es poco, pero se nota al cabo de unas horas. Te va envenenando por dentro y se nota. A Octavio, por ejemplo, se le suelta la lengua, habla mierdas y trata de ser hiriente. No es su culpa realmente, no es una mala persona. He tenido compañeros y compañeras mucho peores, gente realmente violenta y perturbada. Este gordo solo es un hijito de papá. La Academia de verdad que saca lo peor de la gente. El problema de Octavio es que se hace notar demasiado, a su alrededor no hay silencio. Y puta que es importante el silencio para trabajar. Es tan gordo que su cuerpo no puede dejar de sonar, ni siquiera cuando se supone que está quieto. En serio, no sé cómo lo hace. Lo escuchas respirar, es como si tuviera un amplificador. Esto del óxido nitroso, uno lo siente en los músculos. ¿Lo sientes tú ahora? Supongo que no te das cuenta. Se parece un poco a la anestesia que utilizan los dentistas cuando te van a arrancar una muela. No, no la tópica. La de verdad. 

—¿Te dolió cuando te cortaron el pene?

—A mí nadie me cortó el pene, subnormal. La operación se llama vaginoplastía y es la última vez que hablamos de esto.

—¿O sea que todavía tienes pene? 

—¿Qué mierda te importa? 

—Hace sentido igual, eres súper peluda. Yo nunca pensaría que eres una mina normal.

—¿Qué sabes tú? Eres prácticamente un incel

—Ya tranqui. Si era broma.

—Eres un imbécil, Octavio. ¿Tus papás son hermanos o qué? 

—Oye, deja a mis viejos fuera de esto.

—¿Tú te crees muy bonito acaso? Mira que con esa guata yo creo que ni los manatíes te hacen el favor y eso que los suecos les están inyectando hormonas para que empiecen a aparearse. 

—La gente como tú, pa’ lo único que sirven es para trabajar al lado de la carretera.

—Claro. Por eso somos colegas.

Octavio dio una última calada y apagó el cigarrillo en la suela de sus zapatos. Caminó unos pasos hundiéndose en la arena mojada. La mochila en la espalda le estrangulaba los hombros, se veía diminuta junto a sus brazos rollizos.

—Apuesto que todavía eres virgen, Octavio. ¿Sí o no?

—Córtala.

—Se te nota de lejos. Cuando te miro me seco por dentro.

—Cállate.

—¿Sabes lo que dicen de los gordos y el estrógeno cierto? Apuesto a que el tuyo es muy chiquitito.

Guardó la colilla en el paquete vacío, lo arrugó con el puño y se lo metió al bolsillo. Tenía la cara roja de rabia.

—La gente como tú es una aberración.

Sonreí coqueta y le tiré un besito.

—Somos el uno para el otro, amor.

Se fue cojeando. Llevaba cuatro días tomando relajantes musculares para la ciática, pero yo sabía que la mitad de las pastillas en el botiquín estaban caducadas. Lo mejor sería que bajara de peso y rápido. Si le daba un infarto o algo yo no iba a poder moverlo. Fantaseé con la idea de esconderle algunas raciones para que pasara hambre. Eso le haría bien. Su problema era la ansiedad y que le gustaban demasiado los postres. A veces lo escuchaba en la cocina sorbeteando tarros de leche condensada en la mitad de la noche o duraznos en conserva. Esperé a que se alejara lo suficiente y, cuando estaba segura de que no podía escucharme, me puse a llorar.



*

#Día 87

Las palabras exactas de mi jefe en O’Higgins fueron: No creo en el estrés ocupacional. Como si fuese una cosa de fe. Yo dije: la exposición a estas conductas de violencia psicológica en el trabajo supone un riesgo para la salud y más cuando son reiterativas, sobre todo para quienes trabajamos en lugares aislados. No fue espontáneo, lo había anotado en un cuaderno para no confundirme. Hablar con ese hombre me destroza los nervios. Él dijo: Alexa, cierra el hocico, las llamadas satelitales son caras y no tenemos presupuesto. Después cortó el teléfono.

Hoy pedí una hora al sicólogo por la mutual, pero no hay horas para los doctores que me corresponden, los que trabajan con el plan de salud más básico, que no incluye dentista ni kinesiólogo ni casi ninguna especialidad. Es sólo una tele-consulta de veinticinco minutos y la mitad de las veces hay que suspenderla porque la señal está inestable y se corta. Igual me da rabia no tener cómo pagarla. 

Necesito alguien con quien hablar, por eso voy donde los pingüinos. Es que me da miedo el futuro y ya poder decirlo en voz alta ayuda un montón. A veces los cuento, eso me relaja. Nunca llego a más de cien. Tengo la impresión de que me escuchan atentos o tal vez están medio atontados con la ola de calor y por eso no se mueven. Normalmente si te acercas mucho se alejan. A veces pienso que ellos  ya saben que están desapareciendo, como que lo intuyeran. Han empezado a alterar su comportamiento. Estos mismos pingüinos, por ejemplo, los barbijos, ya no quieren migrar. Cada año hacen viajes más cortos. El año pasado además encontramos varios casos de canibalismo en una de las colonias. Se comieron entre ellos, eso no pasaba antes. Ya no puedo dormir por las noches. A mí también me asusta el calor. 



*

Admito que esa mañana estaba odiosa. Me dolía la cabeza, justo detrás de los ojos y en las dos últimas muestras de la mañana había encontrado plásticos. Ok, nada raro, los pajarracos se trastornan con los colores brillantes y no pueden evitar comérselos. Pero una tapa de Sprite y otra de Pepsi en una sola deposición de cuarenta gramos me parecía un exceso. Estaban enteras salvo por un leve desgaste en la impresión del logotipo, producida por los ácidos gástricos. ¿Habrá influido en la presión rectal al momento de la expulsión? Pobre animal. Imagínatelo. Los japoneses deberían haber considerado esta variable en sus estudios de trayectoria de heces pero cuando ellos hicieron su investigación las condiciones eran distintas. Los únicos que venían eran científicos. Si me preguntas a mí, hay que restringir el acceso de turistas a esta mierda. 

Me senté sobre una piedra a calentar mi ración de 2,000 calorías debajo de mi axila. Ese día tocaba ravioles. Había sol, un sol de primavera antártica, en HD. Hasta con los anteojos oscuros había que achinar los ojos. Octavio estaba a mis espaldas, sorbiendo té como una centrífuga y engullendo las porciones de los sobres de aluminio como si no hubiese mañana.

—Weón, desde aquí te escucho. ¿A ti te enseñaron modales los monos?

Era una sombra oscura sobre el hielo. Un punto gris que se confundía con la nieve sucia y las rocas al fondo de la playa. No le di mucha importancia. Estaba tan lejos que podría haber sido otro pingüino barbijo. 

La cosa esa se fue acercando. Era un hombre adulto, vestido con harapos. Le faltaba un brazo, el izquierdo. Al principio pensé que había un accidente: uno de esos yates de lujo que traen millonarios asiáticos, una avioneta con científicos esclavizados por fondos concursables, una explosión, qué sé yo. Después uno piensa, obvio que se habría escuchado algo: un choque, una detonación, pero eso no se te ocurre en el momento. La caldera volcánica de la isla estaba cerca y, que yo sepa, ese volcán sigue activo. Me levanté y dejé mi kit en el suelo. El tipo iba directo a Octavio. Estaba en shock, caminaba como borracho. Se le salía el relleno de la chaqueta. Me acordé de los hombres de Shackleton, Sabes quién es, ¿cierto? los ojos enormes, las mejillas chupadas, la piel gris. ¿Cómo se llamaba el danés ese que cruzó el polo?

Al principio me pareció que el tipo era demasiado efusivo. Pobrecito. Se lanzó a abrazar al repelente de mi compañero que de seguro sudaba bajo capas y capas de ropa térmica. Es que no usa desodorante ese hombre, te juro. Cuando entro después de él al baño huele a roquefort. Yo los miraba a los dos con asco. Di unos pasos hacia atrás. Mi intención era mantenerme aparte.

Octavio comenzó a gritar. Forcejearon. Qué chucha, pensé. Todavía tenía la espátula en la mano cuando me acerqué. Desde donde estaba veía la mueca de espanto en la cara del gordo, la papada tragándose su barbilla y la boca abierta donde se asomaba una lengüita rosada como de loro. Al otro solo le veía la espalda. La chaqueta parecía vieja, de milico, tenía un tajo largo por donde se asomaban plumas grises. Para tener un solo brazo se las arreglaba de lo más bien reduciendo a Octavio, que seguía gritando a lo bestia. Lloraba. Que lo ayudara por la cresta, que qué hacía ahí parada. Al final fui corriendo y con todas mis fuerzas le di un empujón al recién llegado que lo mandó al suelo. Ahí pude verlo de cerca. Los ojos amarillos, inyectados en sangre, la piel como papel reciclado, pegada a los pómulos. No había grasa en esa cara, ni un solo gramo. Se le fue el gorro de la chaqueta hacia atrás, apenas tenía pelo. El cráneo estaba abombado a uno de los lados. Eso sí me dio miedo.

—Me mordió, Alex, el conchasumadre me mordió —chilló mi compañero mostrándome la mano sanguinolenta, el guante rajado por la mitad.

Le faltaba la última falange del dedo índice. Puso la herida tan cerca de mi cara que me manchó la mejilla. Asqueroso. Hasta se veía la cabecita blanca del hueso en el centro. El pobre se puso bizco mirándola, pensé que se iba a desmayar.

—Este weón me comió el dedo, Alex.

El hombre comenzó a levantarse. No dijo nada. Entrecerró la mandíbula varias veces, la sangre radiante de Octavio le chorreaba por la cara. Dentro de su boca vi el chonguito de carne hacerse puré. Escuché los dientes pulverizar el hueso en un par de mordidas.

Iba a decirle a Octavio que se calmara, pero el otro se me vino encima. Levanté la cabeza a tiempo para atajarlo con los brazos. Fue como tratar de parar un tren. El flaco tenía una fuerza descomunal. Estaba fuera de sí. 

—¡Octavio, ayúdame!

Metí una pierna en su pecho y empujé con todo lo que tenía. A duras penas conseguí empujarlo. El hombre ese abrió la boca y me envolvió un tufo a pescado podrido. Por suerte ya se había tragado el dedo, parece. Veía su paladar amoratado encima de mi cara. Como los perros chinos esos, los shar pei. Me horrorizó que no tuviese epiglotis.

—¡Ayúdame por la chucha! ¡Octavio!

El gordo ese lloraba agarrándose el dedo sanguinolento con la otra mano, ajeno a mi sufrimiento y todo lo demás. 

—Muévete—grité—. O voy a dejar que este otro te coma la cara. Por la cresta, Octavio, todo tiene que hacerlo una. 

Logré soltarme, agarré una piedra grande y le di en la cabeza, cerca del oído izquierdo. Se tambaleó, cayó al piso. ¿Qué mierda le pasa a este tipo? Menos mal tengo la mano pesada, porque de otra forma no estaría contando esto. Estaba segura de que no iba a poder pararse en un rato. Cuando empezó a ponerse de pie, por segunda vez como si nada, agarré a Octavio de la parka con tanta fuerza que lo levanté del suelo.

—Deja de llorar imbécil, que viene de nuevo.

Corrimos un poco por las piedras para alejarnos. Octavio resoplaba, tenía el cuello salpicado de manchones rojos y cojeaba sujetándose la cadera con una mano. Esos putos relajantes musculares. El otro venía atrás con los brazos extendidos. 

—Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre.

—¿Me estai weviando, Octavio? 

Avanzamos unos cincuenta metros, logramos ganar un poco de distancia. Creo que el flaco andaba desorientado, avanzaba lento por las piedras con los brazos hacia delante, como para mantener el equilibrio. ¿Estaría drogado? A veces me daba la impresión de que no nos veía, daba vuelta la cabeza hacia los lados, como buscándonos. En un momento se detuvo y giró en cuarenta y cinco grados. Me alivié, pensé que se daba por vencido, hasta que noté que sonreía. Iba directo hacia un pingüino.

Tú sabes lo que es la lista roja de la IUCN. El pingüino barbijo está en esa lista. Critically endangered. Critically. Un paso más y solo nos quedan los especímenes de zoológico. Yo odio los zoológicos. No iba a dejar que el tipo ese se comiera uno de mis sujetos de estudio, no quedan ni seiscientos individuos in the wild y yo dependo de esta investigación para comer. Sé que es un cliché decirlo, hasta me da vergüenza, pero todo pasó muy rápido. No sé ni de dónde saqué esa otra piedra. Uno, dos, tres, cuatro veces. Ni me temblaron las manos. No me medí. Da asco contarlo así, tan suelta de cuerpo. Quizás también estoy en shock, debería ir a terapia, pero, ¿cómo la pago? Dime tú, si nunca hay hora. A veces cuando cierro los ojos antes de dormir lo veo. Ni sangró el weón. De las orejas salió una pasta gris, como flan. Incluso siguió sonriendo después de los dos primeros impactos, el muy puto. Con el tercero algo dentro de su cabeza se soltó, creo que le rompí el hueso del pómulo, un ojo se le fue para adentro del cráneo y no lo vi más. La nariz y la boca eran una masa oscura. Le volé todos los dientes. Los sentí desprenderse a través de la piedra. Es una sensación muy rara. La última descarga la hice con los ojos cerrados. ¿Has partido alguna vez una sandía por la mitad de un solo golpe?



*

#Día 123

La investigación termina en tres semanas. No hay más presupuesto, nos acaban de avisar. Esos putos de la UE. A principios de septiembre tenemos que guardar las muestras y volver a O’Higgins. Con Octavio teníamos la esperanza de tener más tiempo para estudiar el impacto del cambio climático sobre las colonias de pingüinos. Septiembre es la temporada de nacimientos y pensamos que pueden darse nuevos episodios de canibalismo. Es el momento ideal para recoger otras observaciones además de caca.  

Yo tengo la teoría de que esta temporada habrá más polluelos, aunque estoy segura de que la mayoría morirá antes del primer año. De hambre o comidos por los adultos. Los pingüinos lo saben, lo veo en sus ojos sin párpados. Menos krill y más plástico, una combinación fatal.

Después del término de esta investigación me quedaré sin proyecto ni sueldo. Diez años de estudios en biodinámica y climatología y no tengo nada que mostrar. Mis prospectos son oscuros, hay que aceptarlo. Hace poco vi por redes sociales a una compañera con postdoctorado que está de barista en el Starbucks y otro que optó por dedicarse al póker online. Hay un puesto disponible en el instituto Antártico Chileno al que quiero postular, pero Octavio es hijo de un académico y de seguro se lo darán a él. Ya ni siquiera tengo ganas de hacer el proceso, para qué. Te piden un montón de documentos notariados. Este país se mueve a base de pitutos, por eso lo odio.



*

Nos fuimos con el gordo de vuelta al refugio. Usé una segunda capa que tenía en la mochila, de lana merino, para envolverle el dedo. Se fue llorando todo el camino el muy mierda, el ruido no me dejaba pensar. No sabía si agarrar el teléfono satelital o esperar hasta tener la cabeza fría. Había matado a un weón a pedradas, como una salvaje, eso no es fácil de explicar para nadie. Pensaba, mientras me restregaba las manos con jabón hasta dejarlas rojas, en qué chucha iba a decirle a mi jefe si él no cree en el estrés laboral. Tenía la pasta café que le salió al flaco de dentro de la cabeza metida debajo de las uñas. El olor a pescado no me lo podía sacar del cuerpo. Me sequé la cara y fui hasta Octavio. Se había sentado en el suelo así, con la parka y los bototos embarrados. Me dieron ganas de golpearlo con la escoba para que reaccionara. Movía los labios sin decir nada, con los ojos llorosos. Todo tiene que hacerlo una. Le limpié la herida con suero quirúrgico, desinfecté con yodo y luego vendé con gasa estéril. Los productos estaban todos vencidos pero no se lo dije. Para qué. Además de gordo, ese weón es hipocondríaco. A mí una actividad mecánica siempre ayuda a ordenar las ideas, ¿no te pasa? 

—¿Alex?

—Dime

—Se me está poniendo negro el dedo.

—¿Tan rápido? 

Me acerqué. No habían pasado ni tres minutos. Debajo del apósito, tenía la piel negra hasta los nudillos.

—No entiendo.

—Creo que tengo fiebre.

Le abrí el cierre de la chaqueta y busqué un termómetro. El digital no tenía baterías, por suerte quedaba uno viejo, de esos de mercurio. Superé mis aprensiones y se lo embutí en la axila sudorosa. Qué asco tocarle los pelos a ese hombre. Tomé el tiempo con mi reloj, cuando lo saqué marcaba cuarenta y un grados. Ahora me estaba asustando de verdad. De seguro el otro le había pegado una infección a lo dragón de Komodo. La boca humana es un lugar realmente infecto.

—Todo va a estar bien, Octavio. ¿Vamos a la ducha? 

—¿Me vai a sacar la ropa? 

—No te pases rollos, imbécil. 

—Me duele el brazo, Alex.

Lo ayudé a desvestirse ahí mismo, en el suelo. Estaba hiperventilando. Su cuerpo desnudo olía a quesillo y limón maduro, apenas tenía pelo en el pecho y los pezones sobre sus tetillas cónicas miraban hacia lados opuestos de la habitación. Lo clave era mantener la herida seca. Le puse una de mis bolsas de muestreo sobre los vendajes y la sellé con cinta aislante alrededor de su muñeca antes de ayudarlo a ponerse de pie. El contacto con sus vellos transpirados y fragantes me produjo arcadas. Al pasar por la puerta me aplastó contra el marco. Apenas cabíamos los dos en el estrecho baño. Di la ducha, primero tibia y de a poco la fui poniendo más fría. Octavio se balanceaba, le castañeaban los dientes. Pregunté si estaba mareado, me dio miedo que se cayera. Apóyate en la pared, ordené. El agua que pasaba por su cuerpo lechoso me mojaba los bototos. No podía dejar de mirarla, tenía el color parduzco de la mugre diluida. Lo único que quería era dejarlo solo, salir corriendo lejos, pero no me atreví. Es que en el fondo soy buena persona. Incluso llegué al punto de ponerle una mano sobre la espalda pecosa para decirle que todo iba a estar bien.

—Ay, gracias, Alex. Gracias de verdad. 

—Cuando terminemos acá voy a llamar a O’Higgins.

—No digas nada. Ya me siento mejor. 

—Te ves como el orto.

—Seguro mañana despierto mucho mejor. 

—Ya. ¿Y qué hacemos con el flaco?

—Que se lo coman los elefantes marinos. Lo podemos arrastrar hasta la lobera mañana temprano. Antes de que salga el sol.

—¿Estás hablando en serio, Octavio?

—Si hablamos el muestreo se va a la mierda. Nos quedan tres semanas.

—Lo maté.

—No nos van a renovar el fondo para el otro año, Alex. Lo sabes. Tenemos que sacar el paper.

—No puedo.

—Tienes que poder. 

—Le hice mierda la cara a pedradas.

—Nadie va a saber. Si no publicamos estamos cagados. Tú y yo. No nos van a contratar en ningún lado. Además, ya viste cómo estaba. No fue nuestra culpa.

—Aunque saquemos el paper, Octavio. Aunque lo publicaran en el National Academy of Sciences. Qué importa. Solo hay un puesto disponible y tú ya sabes que es tuyo. 

—Eso no es verdad.

—Mírame. ¿De verdad crees que le darían ese trabajo a alguien como yo?

Apagué el agua y lo envolví con la toalla. Mi toalla, que era la única que estaba a mano porque este imbécil acostumbra a dejar la suya botada en cualquier parte. El gordo se giró hacia mí, inclinó la cabeza hasta casi tocarme la frente y comenzó a sollozar.

—Tranquilo. Todo va a andar bien.

—Perdona que te lo pida, Alex, pero ¿me abrazas?

—Ya, pero sécate primero. 

—No me dejís solo, porfa.

Me envolvió la espalda con sus brazos anchos y mojados. Qué asco más grande. Me quedé quieta, estoica. ¿Qué más iba a hacer? Igual soy una buena persona. Podía sentir su barriga empujando mi torso, eso era lo peor. Subía y bajaba apaciblemente con la respiración igual que las de las morsas en la playa. Nos quedamos en una especie de falso silencio, porque cerca de ese hombre siempre hay ruido. Tenía el pecho obstruido y sonaba como el colisionador de hadrones. Seguro que los inhaladores del botiquín también habían expirado.

— Mira, Octavio, por qué no mejor te pones pijama y te acostai. Hemos tenido un día como el pico.

Estaba pálido cuando lo llevé a su pieza. Verde. Saqué un pantalón del cajón y lo ayudé a vestirse tratando de mirar para el otro lado. Sólo voy a comentar que es verdad lo que dicen del estrógeno, pero nada más. Tampoco soy tan cahuinera. Se tendió en la cama con los pantalones a medio subir, respiraba por la boca y jadeaba. Le quité la bolsa plástica que cubría los vendajes. Ya no solo la piel del dedo estaba negra, también la mano hasta el antebrazo.

—No me dejes solo, Alex.

—Tranquilo. No me voy a ir.

—Acuéstate acá conmigo. Un rato.

— Ya. Pero no me abraces más. 

—Perdona. Las weas que dije el otro día...

—Todo el mundo lo hace, estoy acostumbrada.

—Pero eso no significa que está bien. 

—Obvio que no.

—Soy un imbécil. Perdona.

—La mayoría de la gente es imbécil y desconsiderada.

—Ya pero tú me weviai a mí con que soy gordo. 

—Es que erís muy gordo.

—Pero me duele.

—¿Y qué pretendes? ¿Que me quede callada y feliz cuando dices que la gente como yo no debería existir?

—Tú eres gordofóbica, Alex.

—Puede ser. Tú eres varias cosas también.

—¿Alex?

—¿Qué?

— No me quiero morir virgen.

—Te dije que no trataras de abrazarme.

—Perdona. 

Le tomé la mano buena. Sudaba tanto que había dejado una mancha de humedad sobre la colcha.

—Alex, yo sé lo que estai pensando pero no llames a O’Higgins. Tenemos que terminar nuestro muestreo.

—Calma. Lo podemos ver mañana.

—Tres semanas, estamos tan cerca. Llevémoslo a la lobera. Somos un buen equipo. 

—No lo somos y lo sabes. Weón, te dije que no me abrazaras. 

Se echó hacia delante. Vomitó una cosa anaranjada, pegajosa, que salpicó mi chaqueta. Se giró de a poco hacia mí, pálido, la parte blanca del ojo se le había puesto amarilla. Abrió la boca y la cerró, chocando los dientes, acercando su cara a la mía.  

—¿Octavio? 

Se abalanzó sobre mí. Alcancé a echarme para atrás, caí al suelo. 

— ¿Qué onda?

Estiró las manos e intentó tomarme de los pies. Me levanté lo más rápido que pude. Agarró mi pantalón, la tela estaba tan vieja que se rajó y logré zafar. Nunca pensé en agradecer al ministerio por no darnos uniformes nuevos ese año. Fui hasta el pasillo y descolgué el extintor. La fecha de vencimiento se veía claramente a un lado, estampada en azul.

— No te acerques, te lo advierto.

El cilindro estaba lleno, pesaba. Nadie lo había usado antes. Puta Antártica, el único continente sin armas de este planeta. Yo te digo, en esta línea de trabajo hay que arreglarse con lo que hay. Quizás podría intoxicar a Octavio con una descarga de polvillo químico antes de reventarle la cabeza. Lo veo tan claro, cruzando la puerta con los brazos extendidos hacia mí. La piel de su rostro tenía un color gris azulado, los labios pálidos casi blancos. Olía a pescado. Eché los brazos hacia atrás para ganar impulso. El hueso frontal es la parte más dura del cráneo.



*

Día #122

Hoy me habló un pingüino. Fue insólito. 

Pasó así. Estaba recogiendo una muestra y escuché una voz que me decía: Tu futuro está en tus manos, Alex, tómalo. Al principio pensé que me estaba imaginando cosas, yo sé que mi jefe no cree en el estrés laboral pero he leído que eso puede pasar cuando uno está bajo mucha presión. Octavio ronca por las noches como una nave espacial, es imposible dormir. Eso y el calor. Me dan ganas de meterle el trapo de la cocina en la boca para que se calle. 

El pingüino era gordito y se tambaleaba un poco al caminar por las piedras. Sentí ganas de abrazarlo; quizás era más pequeño que los otros. Tuvo suerte de que no se lo comieran. Seguramente su presión rectal es menos y no puede disparar a 1.34 metros. Me llamó la atención porque tenía los ojos cubiertos por una película azul. ¿Dónde se ha visto un pingüino de ojos azules? Es que las aves también pueden sufrir de conjuntivitis y acá ya todo está muy tóxico. Me quedé quieta en cuclillas para que se acercara. Sus ojos sin fondo eran un espejo. Tenía una voz suave, como de locutor radial. Alex, el mundo es de los que tienen hambre y tú tienes mucha mucha hambre, me dijo. 



*

Arrastré los cuerpos hasta la lobera al amanecer: setecientos metros. El flaco no pesaba ni treinta kilos debajo de la ropa, fue fácil cubrir la distancia. Sus piernas eran tan delgadas que bailaban dentro de la caña de los zapatos. Mover el cuerpo de Octavio en cambio, me tomó toda la mañana. La piel se le había puesto de un azul grisáceo, como de cera. Tenía unas costras gelatinosas en la barbilla. Olía tan mal que le metí un trapo de cocina dentro de la boca usando una pinza del laboratorio. Estaba segura de que el olor a pescado podrido venía de sus entrañas. Los dejé junto a los elefantes marinos para que ellos hicieran lo suyo y me senté sobre una piedra con mi ración de campaña: carne mechada con papas, mil ochocientas calorías. Sabía igual que los ravioles, a glutamato monosódico. Cerca de las seis fui por un bidón de bencina y rocié lo poco que quedó de ambos para prenderles fuego.

Es una pena que los pingüinos barbijo no me hablen todos los días. Apuesto a que el tiempo así pasaría mucho más rápido. Según las últimas estimaciones, deben quedar poco más de seiscientos individuos en estado salvaje, in the wild. De esos, solo el 35% son hembras. El 100% de las heces de machos y hembras contienen plásticos.