from Los crímenes de Moisés Ville

Javier Sinay

Illustration by Yeow Su Xian

En la noche del 9 de junio de 2009, un mail llegó a mi casilla de correo. Había sido escrito por mi padre, Horacio, y llevaba por asunto «Tu bisabuelo»:

Hola Javi,
Entrá en esta dirección: www.generacionesmv.com/Generaciones/Victimas.htm. El autor, Mijl Hacohen Sinay, es tu bisabuelo. Lo acabo de encontrar y, además de todo lo emotivo e histórico que significa para nosotros, tiene un tinte de crónica policial.

Con cierta curiosidad hice clic y leí un artículo: «Las primeras víctimas fatales en Moisés Ville», que más adelante remataba en: «Una historia de los primeros asesinatos sufridos en la colonia». La página que lo lucía se presentaba como «Las Generaciones de Moisés Ville, un sitio dedicado a la genealogía de la primera colonia agrícola judía de la Argentina». Leí el texto de un vistazo y comprobé que el «tinte policial» del que hablaba mi papá era evidente.

Allí se contaba un crimen: en el año 1889, ciertos inmigrantes judíos pedían galletas, hambrientos, a todo aquel que les dirigiera una mirada y un gaucho quería llevarse de entre ellos a una miserable princesa a cambio de una dote sencilla; todo terminaba con sangre. Era un caso real y había ocurrido en la Argentina. Luego se narraba otro crimen, y luego otro y otro, hasta completar más de una veintena. El texto era poderoso y cruento, histórico y revelador, olvidado y valioso. Una parte muy oscura de la vida argentina y de la epopeya de la inmigración estaba guardada ahí.

Por mi parte, había escuchado, desde siempre, que la colonización de los gauchos judíos había sido una aventura bucólica. Y nunca había pensado que pudiera estar teñida de sangre o que la inmigración pudiera haber sido tan resistida.

A decir verdad, tampoco sabía quién había sido mi bisabuelo, el autor de aquel texto. La memoria familiar no iba tan atrás en la mesa de los domingos, que mi abuela Mañe cargaba con platos deliciosos de gefilte fish con zanahorias y de ensaladas de varios colores y sabores. «El padre del abuelo tenía un diario», escuché alguna vez, entre plato y plato, pero lo dejé pasar. Ahora mi abuelo Moishe —el hijo de mi bisabuelo Mijl Hacohen Sinay, autor de aquel texto—, está muerto. Falleció en el otoño de 1999 sin contarme nada de su padre —y todavía me pregunto por qué—. Pero queda su mujer, que es mi abuela Mañe. Ella fue la nuera de Mijl y lo recuerda bien.

¿Y qué era eso de «Hacohen»? ¿Un nombre o un apellido?«Significa “el cohen”», me contó mi abuela, con su colorida tonada «santiaguídish» —porque nació en 1922 en el pueblo de Lanowce, en la región de Volin (ayer en Polonia, hoy en Ucrania) pero se crió en La Banda, muy cerca de la capital de Santiago del Estero—. Ella sabe de religión lo que mamó en su hogar polaco de Santiago del Estero; es decir, lo que cualquier muchacha de shtetl —o de aldea judía— y eso, por cierto, es mucho más de lo que está a mi alcance. «Los cohen tienen un estatus especial: son los varones descendientes de Aharon, el hermano de Moisés, y eran los sacerdotes del Templo de Jerusalén. La tribu se pasa de padres a hijos. Vos también sos un cohen», me dijo el día que le pregunté.

En Internet encuentro fácilmente una monografía sobre los periodistas que llegaron a la Argentina en el período 1850-1950, donde hay algunas líneas para mi bisabuelo: «Mijl Hacohen Sinay nació en 1877. En 1894 la familia Sinay emigró a la Argentina y se instaló en Moisés Ville, en la provincia de Santa Fe. Allí Mijl fue maestro en la primera escuela de esa colonia. En 1898 pasó la familia a Buenos Aires y, a los 21 años, él fundó el primer diario en ídish en la Argentina, Der Viderkol. Fundó también otras publicaciones y fue corresponsal de muchas otras, locales y del exterior. Falleció en Buenos Aires el 8 de agosto de 1958». Se indica que el texto es cita del libro La letra ídish en tierra argentina. Bio-bibliografía de sus autores literarios, escrito por Ana Weinstein y Eliahu Toker.

No es frecuente descubrir, cuatro generaciones atrás, a una figura que aparece tan cercana. El asunto me pincha como un aguijón y no me permite dormir: si conseguí tanto con tan poco, es porque hay más. Sin embargo, Internet no es el lugar; las pistas se acaban rápido. Pero el problema más grave no son los rastros, sino mi ignorancia: no sé cuál es el título que busco ni dónde puede haber más información sobre los crímenes de Moisés Ville.

Recurro entonces a la única persona que sé que me puede ayudar: el escritor Eliahu Toker, autor de aquella pequeña biografía, a quien le pregunto por mi bisabuelo, por Moisés Ville y por el periódico que Mijl fundó a los 21 años. Sospecho que ese diario, Der Viderkol (en castellano, El Eco), que fue redactado en 1898 —en la misma época que se cometieron esos crímenes—, bien pudo haberlos registrado. Cuando redacto el correo para Toker, apenas conozco su fama como noble de la judería local, defensor de la cultura ídish y poeta, narrador e investigador.

«El lugar donde en su momento vi un ejemplar del Viderkol fue en el IWO, creo que antes del atentado que sufrió en 1994», me responde, apenas tres días después del mail de mi padre que dio inicio a todo. Aquellas primeras horas, alimentadas con el único combustible del entusiasmo, ya habían sido suficientes para llegar a la referencia del IWO —el Instituto Judío de Investigaciones o, en ídish, Idisher Visnshaftlejer Institut—, una organización dedicada a la investigación, la difusión y la conservación de la cultura judía que, aunque ya no funcionaba en el edificio de la AMIA (la Asociación Mutual Israelita Argentina, el centro comunitario más grande del país), sí lo hacía el 18 de julio de 1994, cuando fue destruido por un atentado terrorista. Sigue Toker en su mail: «No sé si tienen todavía ese ejemplar o algún otro. En facsímil aparece en algunos libros, incluso en alguno que tengo yo, pero te diría que comiences en el IWO tu investigación. Tu bisabuelo fue un personaje interesante y sería bueno hacer algo con su biografía, investigando quizás en tu propia familia. ¿Leés ídish? Hay un libro de Pinie Katz sobre el periodismo judío en la Argentina, que debe tener material acerca de tu bisabuelo y su periódico. Es todo lo que se me ocurre ahora».

Pero no, no leo ídish.

Y el Viderkol, el periódico de mi bisabuelo que bien puede conducirme a los crímenes, no será fácil de encontrar. Durante algunas noches me desvela una pregunta: ¿cómo se investiga un crimen ocurrido en el ocaso del siglo XIX, en un pobre páramo santafesino? Acostumbrado a caminar por los pasillos de los tribunales y a buscar testigos, a hablar con los investigadores y a mirar la escena del crimen a través de los ojos de la víctima o del asesino; en fin, habituado a la justicia que atiende con oficina de prensa y al delito mediatizado del siglo XXI en el que los protagonistas aman las cámaras o buscan sacar provecho de ellas, descubro que en ese texto que dejó mi bisabuelo no tengo nada de eso. Allí los nombres de las víctimas se suceden: Lander, Iegelnitzer, Seivick, Fainman, Kantor, Gerchunoff, Horovitz, Wainer, Bersanker, Kristal, Finkelstein, Schmucler, Waisman, Aliksenitzer, Reitich, Tzifin . . . Pero los nombres de los criminales ni siquiera figuran. Como si no importaran. Siempre son gauchos: «gauches», en el texto original en ídish.

En un comentario sobre la brutalidad como virtud literaria, Borges se refiere a Eduardo Gutiérrez y a «las monótonas escenas atroces que despacha con resignación». La comparación no es justa —pues no le hace honor ni a uno ni a otro— pero esa apostilla borgeana resuena en mi cabeza ante el texto del viejo Sinay, que invita a saltar de un charco de sangre a otro a través de las palabras. Ese es también el sentido del breve resumen en castellano que a modo de introducción acompaña a las líneas
originales, publicadas en ídish hace ya mucho tiempo: «No sin víctimas empezó la colonización judía en la República Argentina. Más de veinte vidas jóvenes cayeron tronchadas en este sitio solamente. A los pocos días de su llegada pagaron los pioneers judíos en tierra santafesina su primer tributo de sangre a las costumbres gauchas. Sucédense los hechos de sangre y barbarie, narrados en este artículo, con abundancia de detalles, uno a uno, siguiendo la crónica policial. El autor no califica los hechos, los expone y documenta con los testimonios literarios accesibles, que los convierte en lectura interesante, para conocer las modalidades gauchas de la época».

Agrego ahora que el primero de esos crímenes ocurrió en 1889 y el último en 1906. El saldo es de 22 víctimas en 17 años. No es extraño: en la campaña santafesina el homicidio era rutina y los bandidos no dudaban en pasar a degüello a sus víctimas antes o después de robarles sus pertenencias.

Muchas veces las víctimas se contaban entre los colonos. Ellos, a diferencia de los gauchos bravos, eran rutinarios, laboriosos, ligados a los ciclos lentos de la agricultura. Moisés Ville fue la única colonia de judíos rusos en la provincia de Santa Fe durante más de veinte años, hasta que en 1912 fue fundada la de Montefiore. En otros asentamientos los colonos eran italianos, franceses, alemanes y suizos, católicos o protestantes; y esas mismas fueron las nacionalidades que poblaron desde 1856 la primera y la mayor de todas las colonias, la de Esperanza.

Sin embargo, para nadie era una novedad que los inmigrantes pudieran generar resquemores entre los locales después del año 1872, cuando medio centenar de gauchos asaltó el pueblo de Tandil al grito de «¡Viva la Confederación Argentina! ¡Viva la religión! ¡Mueran gringos y masones!». Treinta y seis extranjeros fueron degollados. El incidente estuvo animado por el Tata Dios, un curandero misterioso que fue muerto poco después, en la cárcel. En ese mismo año José Hernández publicó El gaucho Martín Fierro, donde el más célebre de todos los gauchos cantaba: «Yo no sé por qué el Gobierno/ nos manda aquí a la frontera/ gringada que ni siquiera/ se sabe atracar a un pingo». Por detrás, la batalla política avivaba las palabras: Hernández refutaba las ideas liberales de Domingo Faustino Sarmiento, que ocupaba la presidencia de la nación en ese año de 1872 y que veía a los inmigrantes como agentes civilizadores.

En un artículo escrito dos décadas más tarde, Gabriel Carrasco —político, abogado y periodista rosarino— indicó un promedio de 71 asesinatos por año en la provincia para el período 1874-1892. Entre esas víctimas también se deben contar algunos habitantes de Moisés Ville: los tres hermanos Iegelnitzer, muertos en venganza; Wainer y Bersanker, asesinados y robados, como otros, en la soledad de los caminos; Kantor, liquidado en el misterio de su propio cuarto cerrado; Gerchunoff, apuñalado por un borracho impulsivo. Las estadísticas de un período posterior han de incluir los homicidios de otros moises-villenses: el de Horovitz, que salió al gran campo a buscar su caballo y ya no volvió; el de la familia Waisman, masacrada en su propio hogar por un par de pesos; el de la bella y joven Aliksenitzer, abusada por un policía; el de Reitich, el de Tzifin . . .

Cincuenta años después, mi bisabuelo volvió a reunir todos estos asesinatos, pero ya no con la frialdad de la cifra, sino con el calor del relato. En 1966, el investigador José Liebermann anotó en su libro Los judíos en la Argentina: «Un autor piadoso—Miguel Hacohen Sinay— escribió la historia de los colonos asesinados en Santa Fe, rindiéndoles el homenaje que merecen todos los pioneros de nuestra epopeya agraria y que volvemos a tributarles aquí. Sean estas palabras el “kadisch” para su memoria, con el voto ardiente por el eterno recuerdo de sus nombres si el tiempo inmisericordioso los ha borrado de las lápidas caídas en los solitarios cementerios de las colonias».



*

En los primeros tiempos del 900, el criminalista francés Edmod Locard, al frente del laboratorio de la policía de Lyon, formuló su célebre principio de intercambio: siempre que un objeto entra en contacto con otro le transfiere parte de su materia. Es decir que el asesino deja la suya en la víctima y se lleva consigo algo de la de ella, y es imposible que actúe, especialmente en la tensión del crimen, sin dejar rastros. Los viejos investigadores confirmaron el principio de intercambio con huellas dactilares, pisadas y secreciones. En estas páginas, el principio de Locard es cultural: los colonos y los gauchos intercambian en sus conflictos, pero también en sus acuerdos. El encuentro de dos mundos tan impares no sabe de regateos ni de condiciones.

Así las cosas, el tiempo también es parte del problema. El siglo largo que pasó desde aquellos crímenes se llevó los recuerdos. El desenlace decimonónico está lejos y sumergirse en su naturaleza requiere astucia y habilidad. Insisto: ¿cómo se investiga un crimen tan remoto? Y una cuestión todavía más complicada: ¿por qué investigarlo? Si de la inmersión en la noche de los tiempos se puede sacar algo más que uno o dos nombres y el recuerdo de un cuchillo ensangrentado, debe ser la propia noción de que uno es ahora heredero de todo eso.

Los primeros que dejaron pasar la oportunidad de registrarlo todo —y de legarnos algunas pistas útiles— fueron los propios judíos que llegaron a la Argentina con el auge migratorio y que conformaron una comunidad que se convertiría en una de las más fructíferas del mundo (en el período de entreguerras, comparable a las de Odessa, Moscú y Nueva York). Esa primera colectividad fue la que trazó las bases para construir el nuevo elemento judeoargentino, pero todo ocurrió tan rápido que nadie se dio cuenta. Ni siquiera ellos mismos. Muchos (¿todos?) pensaron que la comunidad estaba de paso por América del Sur y que tarde o temprano sería expulsada también de aquí, o que, con viento a favor, emigraría a Israel siguiendo los preceptos del movimiento sionista, consolidado por Theodor Herzl en el Congreso de Basilea de 1897 —ocho años después del primer crimen de Moisés Ville y uno antes de la publicación del periódico de mi bisabuelo—. Y si la comunidad iba a levantar campamento algún día, no parecía tener sentido eso de sentarse a registrar la historia.

En muy poco tiempo la Argentina había emergido como una opción atractiva para los emigrantes judíos rusos gracias a la colonización agrícola fomentada por el gobierno local y por el filántropo alemán Maurice de Hirsch, el fundador de la Jewish Colonization Association. De hecho, el mismo Theodor Herzl tuvo que luchar contra la expectativa que generaba este destino exótico. Proponiendo que los esfuerzos sionistas se concentraran en la fundación de un estado político en la Tierra de Israel, Herzl escribió en 1896 un libro, El Estado Judío, donde un capítulo llevó por título «¿Palestina o Argentina?».

Aquí los medios gráficos judíos se sucedieron uno tras otro desde que en 1898 el periódico de mi bisabuelo, Der Viderkol, llegó a la calle. En ese mismo año aparecieron otros dos de frecuencia semanal y una década después ya había uno que se publicaba todos los días. En 1914 fue fundado Di Ydische Zaitung (que así transliteraba su nombre en su propia portada), el mayor de todos, y en 1918 nació su antagonista de izquierda, Di Presse. Ahora, buena parte del relato de los homicidios se encuentra desperdigado en todas esas páginas.

Por otro lado, Eliahu Toker me había llamado la atención en su mail sobre una cuestión simple y decisiva: «¿Leés ídish?». El idioma popular judío ya había perdido su uso cotidiano cuando me puse a investigar los crímenes de Moisés Ville. Lo cual significaba otro problema: todos los colonos hablaban ídish e incluso los relatores de sus aventuras y de sus desgracias narraban en ídish. Sin ir más lejos, el original de «Las primeras víctimas fatales en Moisés Ville» (según había sido titulado en el sitio web que me señaló mi padre), escrito por mi bisabuelo Mijl Hacohen Sinay, fue publicado en 1947 en ídish: su título es «Di ershte idishe korbones in Moises Ville»; en realidad, «Las primeras víctimas judías en Moisés Ville». Apareció en el cuarto número de la serie Argentiner IWO Shriftn (o Anales del Instituto Científico Judío Argentino), una colección de estudios históricos, sociológicos y literarios. No es un artículo breve: su extensión es de 27 páginas. Tomado en su particularidad, el artículo es, más bien, un pequeño librito. Y es más: en la década de 1980 una asociación de estudios históricos judeoargentinos lo publicó bajo el formato de un folleto de unas sesenta páginas.

Ahora tengo el libro original del Argentiner IWO Shriftn en mi escritorio: sus tapas son de un color celeste opaco y posee, en total, dos centenares de páginas. Las letras del ídish aparecen, ante mis ojos neófitos, como hormigas en fila; el idioma es ahora, y lo será siempre, una barrera en el reencuentro con mi bisabuelo, con su legado textual. Los anuarios del IWO comenzaron publicarse en 1941 y, siempre en ídish, continuaron con interrupciones hasta la década de 1980 —y aún hasta nuestros días: mientras escribo estas líneas me pregunto cuáles serán los contenidos del anuario número 16, pronto a publicarse en Internet—.

Y, como los anuarios del IWO, casi todas las fuentes documentales a las que quiera recurrir para seguir la pista de los crímenes de Moisés Ville han sido escritas en ídish.

Pero no. Repito: no leo ídish.

Y sé muy poco sobre esa lengua. Apenas he escuchado los refranes con los que mi abuela sazona su gefilte fish y el borsht, su sopa de receta rusa.

En este escenario fue que, algún tiempo después de recibir aquel primer mail de mi padre, puse rumbo a Moisés Ville. 




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