Toda el hambre de mi vida

Valerie Mejer

En un interior cosido a mi alrededor vestida de él,
donde me siento a oír una canción de cuna
que nunca había escuchado:
               cada flor tiene su propia montaña . . .
Y yo que apenas me acostumbro a estar
aquí entre cordilleras
que nos retienen en su puño:
               no hay un sitio afuera del universo
               un sitio a donde yo pueda entrar
               sin sentir toda el hambre de mi vida.

Desesperada ella arrancó de su cuello un collar,
y las cuentas salieron volando:
mira cuánto se parecen los planetas
               a aquellos corales.
Piensa ahora en Saturno, en sus anillos
y ahora en él esa madrugada
saliendo de tu casa bajo la lluvia:
Todas las cosas tristes se parecen entre sí
y esta lágrima
               se parece a las otras.

Muéstrame tu lado humano
               y tu torso
               dime algo
para que la espuma, la lejana espuma del mar
entre al cuarto
mientras te vas quedando sin la cara
que llevas en la calle.
Dulcemente un dios se oculta en tu frente
arredrado como un animalito en pánico.
               Aquí me voy a quedar
               hasta que se anime a salir.
Tengo pan, la lumbre encendida,
algo de sopa.
                              Tiempo.

Llevan razón los que saben: hay que vivir
y amar y nunca morir.
Hay que hacer caso a los anuncios
y por qué no al mismo tiempo
a Schopenhauer.
Y hay también que aborrecerlo todo
               sentir el túnel que se abre adentro de tu casa
               donde es mejor lo que falta que lo que sobra
es mejor ese espacio,
               el gran espacio que te permite mirar
               a tus anchas,
               el frío espectáculo de este cielo nocturno.