de El país del hielo

Raúl Zurita


Ana Canessa


No habrá nada. Los congelados murallones
del desfiladero del mar transparentan tras
ellos imágenes de rostros exhaustos, como
si hubieran sido captados segundos después
de una crisis de llanto o de un súbito hastío.
Los ves emerger así, uno al lado del otro,
inmensos, como en un sueño, mientras
avanzas en medio de la muchedumbre, en
medio de la helada humanidad interminable.
E imaginas una instalación con fotografías
en una galería de arte y ves aparecer el
borde enrojecido de sus ojos detrás de los
hielos y más allá las sábanas escarchadas, la
pieza del asilo de ancianos, el témpano de tu
corazón.
Y quizás eso era el amor. Tu madre con un
desabrido ramo de flores en la puerta del
Hogar de la Santa Cruz o un detalle menor:
un banco de madera con ella muy rígida
sentada a tu lado como si aún te estuviese
diciendo por qué me has venido a tirar aquí.





Iván Zurita

No habrá nada. Los gigantescos farallones
congelados flanquean la helada marcha y
ves entonces los retratos de unos niños
emergiendo detrás de los hielos. El primer
rostro te sorprende, sus ojos miran hacia
arriba y sus labios parecen sonreír. Una
sombra lo sostiene de la mano. Recuerdas
entonces un bus interprovincial y un
asiento al lado de la ventana. Su pequeña
cara se alza mirándote y tú a su vez lo
miras pegándote al vidrio. Le hablas
sabiendo que sólo verá el movimiento de
tu boca y tus manos despidiéndose. Ahora
lo ves de nuevo allí, tras los glaciares, y
quisieras decirle algo, bajarte de una vez
para siempre del bus, tomarlo en tus brazos.
El frío te inmoviliza.
Ves entonces la muchedumbre, la desnuda,
congelada humanidad que avanza entre la
escarcha y es algo infinitamente remoto,
glacial, su cara ya abandonada en los hielos. 





Felipe Zurita

No habrá nada. Ves entonces sus ojos muy
abiertos y luego los mechones de pelo rojo
que se le pegan a la cara mojados por el
sudor y la saliva. Así lo ves emerger tras
los hielos. Sabes que ha llorado y observas
ahora la mueca de sus labios contraídos
como si todavía quisiera agregar algo. Tú
también quisieras agregar algo. Recuerdas
la mesa estropeada, el tugurio de periferia,
sus gritos en el teléfono casi al amanecer,
el taxi buscando la dirección que te dio
una chica antes de que él colgara. Pero no
puedes hablar como no lo hiciste antes. O,
al menos, explicarle que no importa y las
carreras al siquiatra y ese terror tuyo a la
adicción. Mueres de amor por él. Lo ves
tras los glaciares.
Miras entonces la enorme pared de hielo
y sientes que ya habías estado allí, quizás
cientos, miles de años antes, ovillándote,
como si quisieras salvarte de ese recuerdo. 





Verónica

No habrá nada. Miras los enormes retratos
y ves su cara que se transparenta bajo los
muros congelados. Vuelves entonces a
una ciudad extranjera, Boston. Vuelves a
ese gran amor y sientes la presión de unas
manos que te toman por detrás tapándote
los ojos. La has esperado horas y ya no
crees que llegue, pero ahora sientes sus
palmas cegándote y luego sus brazos aún
no vencidos por la osteoporosis. Te das
vuelta. La miras. Sabes que es la misma,
sabes que así se vería ahora; su cara con la
piel traslúcida como la de alguien a quien
sólo le resta el final. Tras los hielos sus
enormes ojos muy enrojecidos miran un
punto lejano. Te acuerdas de golpe que
nunca la viste llorar.
Te derrumbas. Te ves caer en medio de la
muchedumbre y sientes el golpe final del
frío, de la aterrada, sollozante humanidad
que grita perdiéndose entre los témpanos. 





Josefina Pessolo

No habrá nada. Los rostros se suceden unos
detrás de otros, enormes y planos, visibles
tras los murallones de hielo. Ves entonces
a tu hermana a los 30 y tantos con los ojos
aún llorosos llevándose un brazo a la boca
y un poco más allá la cara de tu abuela
captada en el instante que trata de erguir la
cabeza para mirarte por última vez. Reparas
entonces en el hilo de su cuello que parece
a punto de cortarse por el esfuerzo. Sientes
las lágrimas que se te congelan al instante
cortándote el borde de los párpados y luego
la sangre que también se congela mientras
te vas perdiendo con la aterida, escarchada
humanidad entre la ventisca y la nieve. No
puedes llorar.
Entreabres todavía los ojos y ves tu propia
cara mirándote desde los témpanos y es
una imagen de hace miles de millones de
años. Un rostro congelado. Un dolor. Nada.