de Colonos

Leonardo Sanhueza

Compraventa 

Como no hay espacio para contarles mi vida
al menos déjenme contarles mi muerte.
Estaba soñando que de nuevo era niño en Gijón
cuando me despertó la campanilla de la puerta
y tuve que envejecer medio siglo de golpe
mientras intentaba enderezarme los anteojos
para saludar: Buenos días. No, no era mi madre.
Tampoco era una fuga masiva de las abejas.
Era apenas uno de esos tristes peonzuelos
que trabajan a pala el camino a Trintre
y andan con la cara adentro de un saco
por si las moscas. Chileno, naturalmente.
Sobre el mostrador me dejó una carabina
envuelta en un par de camisas viejas.
Poco a poco, doblez por doblez, vi brillar
una Comblain de las que usa el Ejército,
y sí, la tuve entre mis manos, la palpé
en sus filigranas, y cerrando un ojo
apunté hacia mi nombre en la vidriera.
¿Pero qué iba a hacer yo con una Comblain?
Entonces le devolví la carabina al peonzuelo,
aparté las abejas que agolpaban en mi nariz,
y le dije: No me vengas a joder. Pero anda
llévale tu joyita al gobernador Gorostiaga, a ver
qué te dice, seguro que va a darte un premio.
El peonzuelo se rascó su cabeza,
tomó en peso la Comblain y me preguntó:
¿Creís que no sirve esta carabina, viejo chucho?
No supe responder. Mira si no sirve, me dijo.
Y las abejas volaron hacia el cañón.





Rudolph Philippi

Ciento cinco polipétalas, noventaiséis
monopétalas, doce apétalas, sesenta
monocotiledóneas y tres pteridófitas:
en la penúltima página de mi herbario,
justo antes de la hedyotis, la dioscórea y el senecio,
Rosita Brenner abre de pronto sus brazos en umbela
y me mira: ¿Qué lees ahí, viejo loco: las nerveduras
de tu cuerpo octogenario? Su padre era un amable judío
desterrado de Kiev por el gobierno zarista
y su negocio era la única luz que brillaba
en la noche bajo la lluvia de Quillem.
No tengo más que un cuartito, me dijo,
a allí duermo con mi hija, tanto lo siento,
pero puedo prepararle una cama sobre el mostrador,
con unos cómodos rollos de tela, no se aflija,
si para dormir no hace falta más que sueño
y usted luce francamente fatal, como los sauces
que en realidad no lloran de pena, sino de sueño
porque el ruido del estero no los deja dormir.
Esa noche soñé con la Ourisia coccinea, la misma
que me había arrebatado el torrente del Traiguén,
y en mi sueño esa hermosa escrofulariácea escarlata
caía exhausta del aire al herbario, sobre la tinta
ya borrosa de su nombre verde. El so entre los postigos
me ayudó a devolver los rollos a su orden piramidal,
y cuando fui a agradecer la calidez del señor Brenner
sólo encontré a su hija, sentada en una silla de paja,
sus ojos de petróleo tornasol, sus pecas de liliácea:
Je m’appelle Rosita, et vous? La mañana bostezó
en su camino interminable, al ras del senecio,
la última especie que encontré para la ciencia
prope Quillem in Araucania locis hyeme inundatis,
antes de terminar mi expedición y salir de la tierra
hacia un nuevo sueño donde el otoño
esta vez cubre de escarcha las violetas
y de sangre las pecas de Rosita Brenner,
que se muere de cólera, con un libro en la mano.





Louis Viande

La carabina lustrosa refleja el mundo entero
y allí la gata mira un punto fijo entre las cenizas,
los tizones rojos, degollados, de tu vestido
y de tu piel pegada a la muselina de tu voz.
Las bandurrias cruzan el metal entre mis manos
donde vuelves a jugar en la colina y tu frente
vuelve a ser un campo de narcisos y un campo
nevado en el pecho de tu madre, cuando corrías
adonde papá asustada por el trueno, las trenzas
que les dibujabas a tus vocales y las trenzas
que bailaban al viento en las hojas de tu diario,
como el día en que naciste entre los peces voladores
y al fin llegamos al puerto y a la selva impenetrable.
Ah, pequeña mía, pero ésta era la tierra de promisión:
las mantas negras, el yatagán cruzado y la ceniza
donde ruedan las grosellas de tu sangre.
Ahora duérmete en el brillo de la carabina
y entibia con tus brasas mis manos de acera,
porque afuera ya tiembla un ruido de jinetes
y mi cabeza se ha llenado de escarabajos
como la tierra negra cuando la abre el arado.