Cuatro poemas

Francisco "Paco" Urondo

Ojos grandes, serenos

Andando, el barro nos llega a las caderas. Calmando algunas inquietudes, han nacido otras. Rodamos sobre nuevos remansos.

Nadie vuelve; es ahora el momento del amor. El deseo es una ola suave; aquí en la orilla, con la mano firme, detrás de los juncos, frente al sol.

Volarán los pájaros silvestres, las islas vencerán a las palabras: el silencio sagrado sobre el mundo.

Iremos a la hoguera con los grandes herejes.





No puedo quejarme

Estoy con pocos amigos y los que hay
suelen estar lejos y me ha quedado
un regusto que tengo al alcance de la mano
como un arma de fuego. La usaré para nobles
empresas: derrotar al enemigo—salud
y suerte—, hablar humildemente
de estas posibilidades amenazantes.

Espero que el rencor no intercepte
el perdón, el aire
lejano de los afectos que preciso: que el rigor
no se convierta en el vidrio de los muertos; tengo
curiosidad por saber qué cosas dirán de mí; después
de mi muerte; cuáles serán tus versiones del amor, de estas
afinidades tan desencontradas,
porque mis amigos suelen ser como las señales
de mi vida, una suerte trágica, dándome
todo lo que no está. Prematuramente, con un pie
en cada labio de esta grieta que se abre
a los pies de mi gloria: saludo a todos, me tapo
la nariz y me dejo tragar por el abismo.





Días estos y aquellos

Ha oído el sol de invierno. Crece envolviendo y ajustando su corazón; sacude su sueño, despliega las plumas que le abrigan: ve caer aquí o allá el contorno de sus ídolos.

El calor no lo matará del todo; el frío no quebrantará su sueño. Herido está de tiempo que lo contiene, de crueldad, de decisión, de grandes dársenas, de eterno comienzo, de mesurado adiós.





El árbol de la vida

Una cisterna me ha descubierto
la cara del futuro. No hay bemoles
ni demonios más allá del agotamiento; ni figuras
consulares, ni ternura que vuele siquiera
como una transpiración sobre el horizonte luminoso.

Miro el pantano, la cisterna
que me rodea. La mirada
que no vislumbro, la acacia que no huelo: ay hijos
míos, cómo pensaba no quejarme, cómo
odiaba todo lamento; pero queja
y batalla suenan en la misma campana,

especialmente cuando miramos
el tiempo de derecha a izquierda, de adentro
hacía atrás y vuelan
los aires ambiguos, las luces
cruzadas del pecado de Alejandría.