Vivir Entre Lenguas

Sylvia Molloy

Artwork by Elizabeth Gabrielle Lee

NOVELA FAMILIAR


Mi abuela, la madre de mi padre, como muchos inmigrantes ingleses de su generación, hablaba mal español. Le costaba decir tetera y decía (para gran hilaridad de su hijo) una tetada de té. Se desesperaba de que yo no hablara inglés, de que hubiera aprendido a hablar primero en español, creo que no le gustaba demasiado que mi padre se hubiera casado con una Argentine girl aunque el hecho de que mi padre fuera a su vez un Argentine boy no se le pasaba por la cabeza. El inmigrante y el hijo del inmigrante se piensan en términos de lengua, son su lengua. Mi madre había perdido el francés de sus padres, era monolingüe, por ende argentina. Mi padre hablaba en inglés con su madre, con sus hermanas, y español con su mujer y sus amigos. A veces la gente le decía che, inglés.

Mi abuela, la madre de mi padre, murió cuando yo tenía cuatro años: recuerdo haberla ido a visitar poco antes de su muerte, recuerdo haberle hablado, no sé en qué idioma. Este recuerdo, este no saber en qué idioma le hablé, no me deja. De hecho, lo he usado en dos relatos, trying to make sense of it: en uno de esos relatos, un chico habla inglés y hace feliz a la abuela; en el otro se niega.

TERRITORIO


Cada idioma tiene su territorio, su hora, su jerarquía. El colegio de mi infancia se divide en dos mitades, inglés por la mañana, español por la tarde. Es, por ende, un colegio bilingüe. Pero se lo llama un “colegio inglés”, sin duda por el prestigio que connota el término, pero también por la ley que impera. Si una alumna habla en español durante la mañana y no en inglés, y la pesca una maestra, es castigada. Debe ir al despacho de la directora donde firma el black book, que resulta ser una libretita negra menos ominosa de lo que suena. A las tres firmas uno es expulsado. Otras transgresiones serias que llevan a la firma y eventual expulsión: llevar las medias enrolladas en los tobillos, el pelo sin atar, o copiarse de una compañera. Son ofensas graves (tan arbitrarias como los pecados mortales de la iglesia católica) pero acaso hablar español durante la mañana inglesa sea la peor ofensa.

De pronto, recuerdo algo interesante: los chistes verdes se contaban en español, la lengua prohibida por la mañana. O mejor dicho, la anécdota se contaba en inglés pero “las partes” sólo se nombraban en español, como aquellos textos médicos decimonónicos que acudían al latín para hablar de lo innombrable. Sólo después aprendí los equivalentes en inglés, a través de lecturas. Como es bien sabido, la literatura cumple múltiples propósitos.

Por la tarde la escolaridad es en español. Si alguien habla en inglés a nadie le importa. No hay castigo. El español, comparado con el inglés, es una lengua descolorida, por lo menos para las que la traemos de casa. Como la madre en Freud, es certissima. Mis padres admiran este sistema pedagógico no sólo por la división de tiempos y espacios lingüísticos sino porque el inglés está por la mañana “cuando están más frescas”. Mis padres me regañan, nos regañan, a mi hermana y a mí, si mezclamos. La casa reproduce las divisiones en la novela familiar: español con la madre, inglés con el padre. Mezcla (cuando no te oyen) entre hermanas, como una suerte de lengua privada.

Reconocí esa misma mezcla en uno de mis viajes a Buenos Aires, en una tienda de artículos regionales, of all places. Dos mujeres, más o menos de mi edad, bien vestidas, están mirando unas bufandas de alpaca, hablan entre sí. Esta le va a quedar bien, don't you think, pero no quiero gastar tanto, it's quite expensive, che. The switching is effortless: tendrá sus reglas pero yo, como hablante, no las conozco: switcheo, no analizo. Pienso: estas mujeres deben de haber ido al mismo colegio que yo, y ahora que no las oyen los padres, mezclan.

 
PUNTO DE APOYO


¿Por qué hablo de bilingüismo, de mi bilingüismo, desde un solo idioma, y por qué he elegido hacerlo desde el español? No sé si elegir es la palabra, a pesar de que el término ha adquirido cierta distinción heroica, como en le choix de Moréas o las declaraciones de Conrad (“yo no elegí el inglés,  el inglés me eligió a mí”). Quiérase o no, siempre se es bilingüe desde una lengua, aquella en la que uno se aposenta primero, siquiera provisoriamente, aquella en la que uno se reconoce. Esto no significa aquella en la que uno se siente más cómodo, ni tampoco la que uno habla mejor, ni menos la que se usa para la escritura. Hay (es necesario encontrar) un punto de apoyo y desde ese punto se establece la relación con la otra lengua como ausencia, más bien como sombra, como objeto de deseo lingüístico. A pesar de que tiene dos lenguas, el bilingüe habla como si siempre le faltara algo, en permanente estado de necesidad. (Esta última frase la traduzco del francés: état de besoin. La expresión describe, entre otras cosas, el estado del adicto que necesita otra dosis, otro fix.) A pesar de que tiene dos lenguas, el bilingüe habla siempre alterado, alterado como se usaba el término por los años cuarenta para indicar que alguien no tiene completo control de sus reacciones, “habla o se ríe como una alterada”. El bilingüe nunca se desaltera, valga el galicismo. Désaltérer: calmar la sed.

Siempre se escribe desde una ausencia: la elección de un idioma automáticamente significa el afantasmamiento del otro pero nunca su desaparición. Ese otro idioma en que el escritor no piensa, dice Roa Bastos, lo piensa a él. Lo que al comienzo parece imposición – ¿por qué habría que elegir? – pronto se vuelve ventaja. La ausencia de lo que se ha postergado continúa a obrar, oscuramente, como un tácito autrement dit que complica lo escrito en el idioma elegido y lo percude. O mejor, lo infecta, como dice Jacques Hassoun, usando el término como se usa en pintura cuando un color se insinúa en el otro: “Nous sommes tous des ‘infectés’ de la langue”. 

And yet, and yet. Esa contaminación también se da en los hábitos de lectura más comunes del bilingüe con efectos desconcertantes. Sé que cuando estoy manejando en el campo y veo un anuncio al borde del camino que dice “Icy pavement” por un segundo pienso “icy” en francés (y lo que es más, pretenciosamente, lo pienso con y griega, en el francés medieval que alguna vez estudié): “aquí pavimento”. O si en el campo veo un cartel a la vera del camino que anuncia “Hay” mi primera reacción es leerlo en español (desde el español) y pienso “¿Qué es lo que hay?” antes de darme cuenta de que lo que hay es hay, es decir heno.  Para mí el cartel debería decir “Hay hay”, la primera palabra en español, la segunda en inglés. Estos pequeños desconciertos me irritan y sin embargo no puedo evitarlos: me agarran desprevenida.

 
LENGUA ANIMAL


En qué lengua les hablo a mis animales, me pregunta un amigo. Nunca en francés, por alguna razón, le digo muy segura, acaso porque el francés nunca llegó a ser, de veras, lengua casera y lo animal es parte de la casa.  Sigo cavilando y agrego, quizá les hablo en inglés porque me gusta hablar nonsense con los animales cuando nadie me oye, inventarles nombres absurdos, y el inglés se presta más al sin sentido. Pero no, me corrijo, debo de usar los dos porque también le digo mamita linda a la perra, cuando te imaginás que nunca le dije mamita linda a nadie en mi vida, I wouldn’t be caught dead, pero con los animales se puede ser cursi. En cuanto a los disparates, tampoco son privilegio del inglés: a una de las gallinas la llamé, durante un tiempo, Curuzú Cuatiá, no me preguntes por qué.

A las gallinas les hablo en español, agrego muy segura, ante el estupor de mi amigo que no sabía que tuviera gallinas. Vienen corriendo cuando les digo ¡Chicas, a comer! Y cuando las hago entrar en el galpón les canto A la cama, a la cama, a la cama con Porcel. Esto lo digo como quien confiesa un pecado serio, yo que nunca fui adepta de los shows del vulgar gordo. Mi amigo se ríe y (creo) entiende.
 

FRONTERA

           
Ser bilingüe es hablar sabiendo que lo que se dice está siempre siendo dicho en otro lado, en muchos lados. Esta conciencia de la inherente rareza de toda comunicación, este saber que lo que se dice es desde siempre ajeno, que el hablar siempre implica insuficiencia y sobre todo doblez (siempre hay otra manera de decirlo), es característica de cualquier lenguaje pero, en la ansiedad de establecer contacto, lo olvidamos. El bilingüismo explícito del que maneja más de una lengua – por hábito, por comodidad, por desafío, con fines estéticos, ya simultáneamente, ya sucesivamente – vuelve patente esa otredad del lenguaje. Esa es la fortuna del bilingüe; y es también su desgracia, su undoing -- su des-hechura.

Recuerdo lo que dice Nabokov de su paso al inglés: al traducir Desesperación descubre que puede usar el inglés como a wistful standby del ruso. El reemplazo de un idioma por otro no está exento de melancolía: “Todavía siento la punzada de esa sustitución.”

Recuerdo también que hace mucho, antes de mi primera salida de la Argentina, encontré en un texto de Valery Larbaud, escritor olvidable y olvidado pero notable traductor, una frase memorable. En un lista de recomendaciones literarias anotaba Larbaud como mandato para  todo escritor: “Donner un air étranger à ce qu’on écrit”. El consejo me pareció brillante, porque transformaba lo que yo percibía como falla en ventaja, a veces incómoda, pero ventaja al fin. Me daba permiso, también, de escribir “en traducción” y así lo hice. Y así lo sigo haciendo.

LAPSUS


¿En qué lengua se despierta el bilingüe? Cuando estoy fuera de mi casa, cuando estoy de viaje, me despierta la campanilla del teléfono y tengo que hacer un esfuerzo por contestar en la lengua que corresponde, la del lugar donde estoy: si no, siento que he cometido un error, un desliz. He bajado la guardia, he dejado vislumbrar algo que en general no se ve, aunque no sé bien qué es. Es como si me sorprendieran en una actitud comprometedora. Una mañana, apenas despierta, empecé a hablarle a la persona que dormía a mi lado y me pareció que no me entendía. Sólo sonreía mientras yo me empeñaba en repetir lo que le estaba diciendo, exasperada de no obtener reconocimiento: parecía un sueño en el que uno cree que está hablando pero no salen las palabras. De pronto me desperté del todo y me di cuenta de que le había estado hablando en la otra lengua, la que ella no hablaba. Nunca supe qué era lo que de veras le había querido decir. ¿Y por qué digo “de veras”?


LA LECCION DE ESCRITURA


En términos de escritura ¿cómo y por dónde entra en lengua el bilingüe? El esclavo cubano Juan Francisco Manzano (de quien se podría decir que manejaba dos lenguas, la propia, oral, y el español decimonónico del amo) aprende a escribir calcando literalmente la letra del otro, en esa segunda lengua que se volverá la suya, es decir una de las suyas. Yo recuerdo ejercicios semejantes de mímesis. Cuando escribí mi primer libro en francés, procuré imitar la escritura de mi director de tesis, prestando gran atención a las frases hechas que solían puntuar su discurso: por ejemplo, qu'à cela ne tienne.

Siempre escribí afuera: a la intemperie. Durante mucho tiempo sólo escribí crítica, no me permitía la escritura de ficción de manera sostenida. “Exile is about telling a story,” dice Alicia Borinsky. Pero, quería saber yo, ¿en cuál de mis idiomas? Escribía fragmentos, con algo de culpa, en los tres: recuerdos, escenas, a veces una cita de un texto que estaba leyendo que disparaba la escritura, una frase bien hecha o una parodia tonta (“Yes, Julia, there was a tiger. But that was not the point”). Tenía la idea de que esas anotaciones me serían útiles algún día y por cierto lo fueron. Entretejí muchas de ellas en mi primera novela; también en la segunda.

Cuando escribí mis primeros textos en español, tamicé – el verbo no es excesivo – lo que quería decir a través de mis lecturas. Cuando decidí escribir en inglés el ejercicio fue muy otro. Me preparé para la tarea como quien se entrena para un concurso. Hasta entonces el inglés estaba destinado, en su versión más pragmática, a la vida cotidiana del exilio: en su versión excesiva, no utilitaria, a los afectos, presentes y pasados. Mi entrenamiento para retomar soltura con un inglés escrito -- soltura y dominio -- no fue emular a autoridades sino practicar el bric-a-brac: anotaba en papelitos palabras, expresiones, cláusulas adverbiales (por lo general adversativas) que me gustaban y que quería usar: notwithstanding, hitherto, despite, conversely. Un poco como quien plagia: o, más precisamente, como alguien que espía una performance y luego la reproduce. Fue, de algún modo, un ejercicio autobiográfico, no sólo por el tema – se trataba de un libro sobre autobiografías – sino porque el inglés era lengua de recuerdo, el recuerdo de mi padre. Me traduje.

He usado la palabra clave, crucial para el bilingüe, como permanente recuerdo de ese “estar entre” que es fatalmente su modo de habla, de escritura, de tenue vida. Y a propósito de traducción, una última anécdota: hace muchos años, cuando volví por primera vez a la Argentina después de años de estudio en Francia, antes de empezar a escribir en español, me presenté con una amiga a dos concursos de traducción, del francés al español y del inglés al español. Era necesario elegir un seudónimo. Mi amiga decía que yo siempre me deprimía cuando traducía, que estaba gloomy. Yo por mi parte leía (cuando no estaba traduciendo) Trópico de cáncer de Henry Miller, fascinada con la escena del burdel parisino y el personaje del indio, Nanantatee, que defeca en un bidet porque no sabe para qué sirve: el artefacto no pertenece a su cultura. Mi amiga y yo elegimos el pseudónimo Gloomy Nonentity. Ganamos los dos premios. Hoy sin duda, si tuviera que elegir un nombre, suprimiría el gloomy o lo cambiaría de signo. Pero no me sentiría incómoda con el sustantivo.  Después de todo ¿en qué lengua soy?