Operation Massacre

Rodolfo Walsh

Illustration by Guillaume Gilbert

El camión se ha detenido.

–¡Bajen seis! –ordena el cabo.

Don Horacio es el primero en descender, por la derecha del camión. Lo siguen Rodríguez, Giunta, Brión, Livraga y algún otro, custodiados por igual número de vigilantes. Por primera vez pueden observar los alrededores. Están sobre un camino de asfalto. Hay campo a ambos lados. Frente a ellos, del lado en que bajaron, la cuneta está anegada, y detrás hay un alambrado. El sitio, a pesar de todo, es casi perfecto.

Pero entonces vuelve a surgir una voz de orden desde la camioneta policial estacionada detrás:

–No, aquí no. ¡Más adelante!

Los suben y se reanuda la marcha. Troxler recomienza su angustioso oficio mudo. Ahora trata de captar la mirada de los otros detenidos, combinarse con ellos, alertarlos para un desesperado golpe de mano. Pero es inútil. Los demás parecen aturdidos, resignados, idiotizados. Todavía no creen, no pueden creer... Sólo Benavídez da la impresión de responderle. Está alerto como él, tenso y expectante.

Trescientos metros anda el camión antes de pararse por última vez. Y ésta es la definitiva. Casi treinta minutos ha durado el viaje de siete kilómetros.

Bajan los mismos prisioneros. También Carranza y Gavino. Tal vez Garibotti y Díaz. Troxler afirmará luego que arriba quedan con él Benavídez, Lizaso y el suboficial anónimo. Otros testimonios son confusos, divergentes, contaminados todavía por el pánico.

A la derecha del camino, obscuro y desierto, nace una callecita pavimentada que conduce a un Club Alemán. De un lado la calle tiene una hilera de eucaliptus, que se recortan altos y tristes contra el cielo estrellado. Del otro, a la izquierda, se extiende un amplio baldío, un depósito de escorias, el siniestro basural de José León Suárez, cortado de zanjas anegadas en invierno, pestilente de mosquitos y bichos insepultos en verano, corroído de latas y chatarra.

Por el borde del baldío hacen caminar a los detenidos. Los vigilantes los empujan con los cañones de los fusiles. La camioneta entra en la calle y les alumbra las espaldas con los faros.

Ha llegado el momento... 

*

...Ha llegado el momento. Lo señala un diálogo breve, impresionante.

–¿Qué nos van a hacer? –pregunta uno.

–¡Camine para adelante! –le responden.

–¡Nosotros somos inocentes! –gritan varios.

–No tengan miedo –les contestan–. No les vamos a hacer nada.

¡NO LES VAMOS A HACER NADA!

Los vigilantes los arrean hacia el basural como a un rebaño aterrorizado. La camioneta se detiene, alumbrándolos con los faros. Los prisioneros parecen flotar en un lago vivísimo de luz. Rodríguez Moreno baja, pistola en mano.

A partir de ese instante el relato se fragmenta, estalla en doce o trece nódulos de pánico.

–Disparemos, Carranza –dice Gavino–. Yo creo que nos matan.

Carranza sabe que es cierto. Pero una remotísima esperanza de estar equivocado lo mantiene caminando.

–Quedémonos... –murmura–. Si disparamos, tiran seguro.

Giunta camina a los tumbos, mirando hacia atrás, un brazo a la altura de la frente para protegerse del destello que lo encandila.

Livraga se va abriendo hacia la izquierda, sigilosamente. Paso a paso. Viste de negro. De pronto, lo que parece un milagro: los reflectores dejan de molestarlo. Ha salido del campo luminoso. Está solo y casi invisible en la obscuridad. Diez metros más adelante se adivina una zanja. Si puede llegar...

La tricota de Brión brilla, casi incandescente de blanca.

En el carro de asalto Troxler está sentado con las manos apoyadas en las rodillas y el cuerpo echado hacia adelante. Mira de soslayo a los dos vigilantes que custodian la puerta más cercana. Va a saltar...

Frente a él Benavídez tiene en vista la otra puerta.

Carlitos, azorado, sólo atina a musitar:

–Pero, cómo... ¿Así nos matan?

Abajo Vicente Rodríguez camina pesadamente por el terreno accidentado y desconocido. Livraga está a cinco metros de la zanja. Don Horacio, que fue el primero en bajar, también ha logrado abrirse un poco en la dirección opuesta.

–¡Alto! –ordena una voz.

Algunos se paran. Otros avanzan todavía unos pasos. Los vigilantes, en cambio, empiezan a retroceder, tomando distancia, y llevan la mano al cerrojo de los máuseres.

Livraga no mira hacia atrás, pero oye el golpe de la manivela. Ya no hay tiempo para llegar a la zanja. Va a tirarse al suelo.

–¡De frente y codo con codo! –grita Rodríguez Moreno.

Carranza se da vuelta, con el rostro desencajado. Se pone de rodillas frente al pelotón.

–Por mis hijos... –solloza–. Por mis hi...

Un vómito violento le corta la súplica.

En el camión Troxler ha tendido la flecha de su cuerpo. Casi toca las rodillas con la mandíbula.

–¡Ahora! –aulla y salta hacia los dos vigilantes.

Con una mano aferra cada fusil. Y ahora son ellos los que temen, los que imploran:

–¡Las armas no, señor! ¡Las armas no!

Benavídez ya está de pie y toma de la mano a Lizaso.

–¡Vamos, Carlitos!

Troxler les junta las cabezas a los vigilantes y tira uno a cada lado, como muñecos. Da un salto y se pierde en la noche.

El anónimo suboficial (¿o es un fantasma?) tarda en reaccionar. Se incorpora a medias. Desde la punta del coche un tercer vigilante lo está cubriendo con el fusil. Se oye el tiro. El suboficial hace ¡Aaaah!, y vuelve a sentarse, como estaba. Pero muerto.

Benavídez salta. Siente los dedos de Carlitos que se deslizan entre los suyos. Con desesperada impotencia comprende que el chico se le queda, sepultado bajo los tres cuerpos que se le echan encima.

Abajo, los policías oyen el tiro a retaguardia y por una fracción de segundo titubean. Algunos se dan vuelta.

Giunta no espera más. ¡Corre!

Gavino hace lo mismo.

El rebaño empieza a desgranarse.

–¡Tírenles! –vocifera Rodríguez Moreno.

Livraga se arroja de cabeza al suelo. Más allá, Di Chiano también se zambulle.

La descarga atruena la noche.

Giunta siente una bala junto al oído. Detrás oye un impacto, un gemido sordo y el golpe de un cuerpo que cae. Probablemente es Garibotti. Con prodigioso instinto, Giunta hace cuerpo a tierra y se queda inmóvil.

A Carranza, que sigue de rodillas, le apoyan el fusil en la nuca y disparan. Más tarde le acribillan todo el cuerpo.

Brión tiene pocas posibilidades de huir con esa tricota blanca que brilla en la noche. Ni siquiera sabemos si lo intenta.

Vicente Rodríguez ha hecho cuerpo a tierra una vez. Ahora oye los vigilantes que se acercan corriendo. Trata de levantarse, pero no puede. Se ha cansado en los primeros treinta metros de fuga y no es fácil mover el centenar de kilos que pesa. Cuando al fin se incorpora, es tarde. La segunda descarga lo voltea.

Horacio di Chiano dio dos vueltas sobre sí mismo y se quedó inmóvil, como si estuviera muerto. Oye silbar sobre su cabeza los proyectiles destinados a Rodríguez. Uno pica muy cerca de su rostro y lo cubre de tierra. Otro le perfora el pantalón sin herirlo.

Giunta permanece unos treinta segundos pegado al suelo, invisible. De pronto salta como una liebre, zigzagueando. Cuando presiente la descarga, vuelve a tirarse. Casi al mismo tiempo oye otra vez el alucinante zumbido de las balas. Pero ya está lejos. Ya está a salvo. Cuando repita su maniobra, ni siquiera lo verán.

Díaz escapa. No sabemos cómo, pero escapa. Gavino corre doscientos o trescientos metros antes de pararse. En ese momento oye otra serie de detonaciones y un alarido aterrador, que perfora la noche y parece prolongarse hasta el infinito.

–Dios me perdone, Lizaso –dirá más tarde, llorando, a un hermano de Carlitos–. Pero creo que era su hermano. Creo que él vio todo y fue el último en morir.

Sobre los cuerpos tendidos en el basural, a la luz de los faros donde hierve el humo acre de la pólvora, flotan algunos gemidos. Un nuevo crepitar de balazos parece concluir con ellos. Pero de pronto Livraga, que sigue inmóvil e inadvertido en el lugar en que cayó, escucha la voz desgarradora de su amigo Rodríguez, que dice:

–¡Mátenme! ¡No me dejen así! ¡Mátenme!

Y ahora sí, tienen piedad de él y lo ultiman.  


PRÓLOGO


La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, y la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana.

En ese mismo lugar, seis meses antes, nos había sorprendido una medianoche el cercano tiroteo con que empezó el asalto al comando de la segunda división y al departamento de policía, en la fracasada revolución de Valle. Recuerdo cómo salimos en tropel, los jugadores de ajedrez, los jugadores de codillo y los parroquianos ocasionales, para ver qué festejo era ése, y cómo a medida que nos acercábamos a la plaza San Martín nos íbamos poniendo más serios y éramos cada vez menos, y al fin cuando crucé la plaza, me vi solo, y cuando entré a la estación de ómnibus ya fuimos de nuevo unos cuantos, inclusive un negrito con uniforme de vigilante que se había parapetado detrás de unas gomas y decía que, revolución o no, a él no le iban a quitar el arma, que era un notable Mauser del año 1901.

Recuerdo que después volví a encontrarme solo, en la oscurecida calle 54, donde tres cuadras más adelante debía estar mi casa, a la que quería llegar y finalmente llegué dos horas más tarde, entre el aroma de los tilos que siempre me ponía nervioso, y esa noche más que otras. Recuerdo la incoercible autonomía de mis piernas, la preferencia que, en cada bocacalle, demostraban por la estación de ómnibus, a la que volvieron por su cuenta dos y tres veces, pero cada vez de más lejos, hasta que la última no tuvieron necesidad de volver porque habíamos cruzado la línea de fuego y estábamos en mi casa. Mi casa era peor que el café y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de policía.

Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: "Viva la patria" sino que dijo: "No me dejen solo, hijos de puta".

Después no quiero recordar más, ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que anega al país hasta la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?

Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela "seria" que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo. La violencia me ha salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso
ante los ojos. Pudo ocurrir a cien kilómetros, pudo ocurrir cuando yo no estaba.

Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice:

–Hay un fusilado que vive.

No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga.

Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande enla garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte. Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana.

Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto.

Así nace aquella investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí, por segunda vez me saca de "las suaves, tranquilas estaciones". Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el otro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron.


Used by Permission of Seven Stories Press. Originally published in Spanish by Ediciones de la Flor. 

Operation Massacre will be out in bookstores in Aug 2013.

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