'El cuento de la niña' (Fragmentos / de Otras Cartas a Milena)

Reina María Rodríguez

Artwork by Kazunari Negishi

Teníamos una casa alquilada para pasar unos días en la playa (era la primera vez que pasaríamos unos días en la playa, juntos).  Pero la niña –de cinco años entonces—me dijo que no quería ir al mar porque tenía miedo de encontrar alguna cosa:  una pierna, un brazo, un corazón, algo desgarrado o mutilado entre las algas.  Pensé mucho en esa "marca de agua" en el mar.  También en los bañistas y en el frágil muro donde nos sentábamos de espaldas al olor de la resaca.  La ciudad es lo que vemos y lo que está sumergido es doble como su transparencia.  El agua que delimita la otra orilla siempre está por detrás y por debajo, adentrándose.  Es un mar que no miramos, pero que reaparece en cada bocacalle.  Reaparece y se esconde, para exigirnos su visión.  Pensé en las algas enredadas a restos humos de un paisaje, y sentí las exigencias de ese mar, su maremoto.  Desde entonces, no he vuelto a mirarlo.



I

Querida hija, estoy de regreso.  No me fui, tal vez, no me voy.  Me esperaban en Viena alguna fama, algún dinero, algunas personas que quiero.  ¿Así que realmente no fuiste a Viena?  ¿No fuiste a Viena?, ¿no fuiste a Viena?   —le pregunta Kafka a Milena.  Pero esos aeropuertos con personas a las que nada puedes preguntar.  Si preguntas, ¿vas para Viena?  Te responden Oslo, o cualquier otro lugar.  Todos se sienten perseguidos y te despistan (yo también).  Estoy escapándome frente al antiguo Rivoli, ahora sólo fachada.  Lo peor es que aquí también soy una extraña.  Ver esta destrucción y pensar que se puede escapar fácilmente es una falacia.  Mi avión andará surcando el cielo (eso me parece una malísima metáfora).  Yo aquí, detenida entre el perderlo todo y regresar.  Este horror constante entre el sangrar y el vacío.  ¿Qué palabra puede reemplazar ésta angustia, mi pobre imaginario perseguido por algunas constantes de mí?  No soy Simonne Well, la mística judía, que comía la misma ración de pan de los concentrados para mantener su fe.  Cuando estoy, Milena, en este tránsito, siento el peor de los abismos:  no estoy allá, pero tampoco estoy aquí.  (Porque, yo huí del consciente de mí hace mucho tiempo y, ahora, sólo me queda estar partida entre dos túneles.)  Esa esquizofrenia galopante; esa dualidad de ser algo parecido a ti y, su representación; esa fuerza que me empuja a ser . . . "un demás" y, esa otra que me permite creerme un "yo".  Hija mía, lo que está destruido no está afuera, sino dentro del cerebro del hombre, que por más esfuerzos que haga vive su mito como si fuera la verdad, y no puede comprender.  Sólo hay diáspora . . .  Oigo tu voz en mi oído, tu mano pequeña y caliente entre mis dedos – "no te vayas", me dices.  ¿Qué puedo hacer por ti?  Recuerdo esa película de Fellini, donde el intelectual asesina a sus dos hijos por miedo a dejarlos aquí; el miedo al escándalo de vivir ésta representación sin respuesta . . .

No llego a Viena –no llego a ninguna parte.  Soy un ser del tránsito, de los trayectos, de los procesos, no de la finalidad.  Me monto en un carro donde, de tantas personas, me falta el aire . . .  Hablo dos horas con un desconocido, en un parque cerca del Capitolio . . .  La noche va cayendo sobre mí, y entre sus sombras, la luna –como una fiera de regreso—sale por detrás del miedo, y me alumbra:  alumbra mi ilusión de ser perdida entre esta nada de mi pobre imaginario que ni siquiera puede cambiar, ni puede concebir, una visión más moderna del dolor . . .

La Habana, febrero de 1994



III

El cielo que prende con su amarillo al atardecer, las casas; la bola encendida del sol contra el mar y esas palomas que se desplazan y quejan en círculos contra mi cuerpo.   Llegan y se van.  Me siento a mirar cómo has crecido –ya el muro te da bajo el vientre—y pareces sacada de un cuento, de una pradera tan verde y árida, como su desolación.  Tu pelo que se dora en la tarde sobre la espalda (¡buena mezcla eres tú!).  Saya de mezclilla azul y ojos asiáticos.  Te quiero en la belleza que imaginé y no fui.  Saber que no estaré luego, pasar la mano donde ha crecido otro detalle del cuadro.  Ahora jugamos al teatro (si otra vez fuera pequeña como tú, correríamos paralelas al tren, sobre algo que corre, y que se escapa).  Cruzas las piernas, te echas el pelo hacia atrás y, observas, que el cielo todavía está, tan azul y paralizado allí, que no se puede tocar ni comprender.  Entonces, abro el libro de Silvia P. y busco "Picaduras" –ese poema que me enerva y me atiza la sangre.

He vuelto a descubrir, que no tengo lenguaje para pronunciar el círculo que la realidad ha hecho a mi alrededor.  Pujo y vuelvo a estrechar el círculo.  Abro la estructura entre un sustantivo y su fábula (me aprieto más).  Nos dormimos cuando las sombras caen . . .

"Por la ventana abierta sobre el paisaje, los pinos, el sol que ha caído, las montañas, la aldea y por sobre todo una visión de Viena . . ." (Kafka).  Tu vida devora a la mía.  El sol ha bajado aún más y, yo me entrego reducida otra vez a la especie que no me provoca otra forma de fin, o de resurrección.  Echamos bolitas de nuestro único pan a Diotima, a Dédalus, al pequeño Elias Canetti –ellos viven como humanos, en un mundo donde los humanos semejan su animal a la perfección, ¡sólo les falta sonreír!  ¿Cómo trascender ese infinito azul sobre nuestras cabezas?  Quisiera lanzarme contigo, antes de que toquen a la puerta, y el planeta que creé pueda volverse otra ilusión . . .

Regreso del sueño con el equipaje que viajó solo a Viena, tiene otro olor.  La tembladera bajo mi saya, de un uniforme de soñar polvoriento (ya no hay leche, no hay nada).  Trato de crear un performance triste de mi reencuentro con el equipaje, con la fe –¿qué se vuelve el objeto sin su lugar, sin mi posesión?  Siento horror de estar tan sola entre los objetos.  (Mi ropa de invierno está en el interior de ese maletín Prusia, tal vez, no volverá a ver la nieve.)  Me hundo de nuevo en la tembladera y tomo un caldo de cabezas de pescado hirviendo.  ¡Explotar todo este horror no puede ser la vida!  El paisaje de afuera, caliente y árido, también me carcome por dentro, y monto un discurso (otra justificación) que no vale nada tampoco.  Un cura pasa con su sotana negra, me hace levantar la mirada.  Él, tan obsoleto como yo, y vuelvo a pensar en ti.  ¡Ah, hija mía, qué débil y miserable es esto!  No estoy en Livry, ni me paseo por la corte a través de dulces jardines, pero somos –como ellas—dos princesas escapadas de un cuento, a las que una hada mala castigó en el árido jardín.

Azotea, 5 de abril de 1994



V

Mientras corres alrededor de la estatua y la tocas, preguntándome si hay alguien adentro –con tus tenis cuadrículados y la mochila prusia a la espalda – tratando de alcanzar algún pájaro de la rama de un árbol con una sola flor azul, te he visto años atrás, y años después, con la conciencia de no estar ya en ninguna parte – para recoger ese fruto que caerá, de la única flor sobre el pico del pájaro.  Entonces, para cuando ya no esté y, hayas cazado tu pájaro inconcluso, leas esta carta como si estuviera contigo, en la dulce mañana de abril que será siempre nuestra.  No sé cómo se llama esta parque, "tampoco habría podido perderte en aquel parque . . ." (Kafka), en las noches cuando se borra la silueta de una mujer que fui, mientras él me acariciaba.  (Hoy vi que la estatua de la fuente blanca es la forma de una mujer que es sacada del agua por dos hombres, uno por el frente, el otro por la espalda, una alegoría.)  Tracé una línea sobre lo real en diferentes bancos y, ahora, con la brisa que viene de Cojímar y resucita, más que mis recuerdos, el después, comprendo que la frontera me la creó cierta mediocridad para resistir tanta humedad en los labios.  Hay también –como en el pomo de madera que he colocado en el centro de la mesa –sal, pan, y agua.  Y, te bautizo en esta mañana de abril con flores azules (Novalis) que han caído de otro pequeño árbol, para cuando vuelvas a correr alrededor cazando pájaros.  Sé que al irme, me quedaré otra vez dentro de la estatua.  Sólo en estos momentos de pérdida de conciencia, absolutamente intemporales, siento la vida, como una planta mojada que se pega a la nariz y, es táctil y fresca, en mi lengua.  No poder sobrepasar esta sensación, o anular cualquier idea frente al espasmo de estar ahora, aquí, delante de mi imposibilidad humana es mi obsesión.  A veces, te pones molesta y me exalto, para demostrarte que soy humana y de tu carne también.

No sé el mito que provocó estas estatuas que se acarician en perfecto triángulo.  Busca otra tiza para rayar algún mito más moderno sobre el triángulo de la felicidad; para saber creer que algo no se borrará –al menos, en esta esquina, entre los leones y el mar—donde hoy jugamos a escaparnos un segundo al desastre.  Ese segundo que hemos sobrevivido a la escenografía (tecnología, dólares, poder) me satisface por su eternidad.  Al frente, pasan las rastras amarillas (los camellos) con trescientas personas que se atropellan por llegar a alguna parte.  Yo adoro los trayectos, no el fin.  Si me dispones hacia el objeto final pierdo la travesía con el asombro de no llegar, más que a lo que encontré – lo único, lo inalcanzable.  Resucita con tu inocencia, rayas con tizas de colores; dibujos que antes estuvieron en las cavernas y, ahora, están con nosotras, al pie del árbol, en el centro de la fuente blanca, esta mañana, cuando decido hacerme parecida a la estatua y, verte otra vez de perfil, a través de las hojas verdes y amarillas de otros árboles que serán siempre iguales.  Cuando termines de dibujar y te levantes, yo habré terminado también mi carta . . . y, ella –con el olor a azufre de los crematorios todavía en la piel—recibirá de este dibujo de tiza que hemos logrado hacer, el poder necesario para vencer el miedo y rescatarla y rescatarnos del horror.  Sé que no es suficiente que seamos felices un instante para que ella resista, pero lo intentaremos.  Lo imperecedero no es cierta metafísica, ni la creencia para sostenernos en alguna fe, sino la consecución de mí, de ti, de ella, en nosotros . . .  La trayectoria probable de la flor –tal vez ya roja—contra el pico del pájaro, cuando vuelvas en la noche y seas otra vez, la mujer que él acariciaba.

(parque cerca del Prado)

1 de abril de 1994



VIII

Querida Elis Milena, no sólo se empequeñeció y se redujo la intensidad de la luz y del espacio como si hubiera sido colada hacia la parte más estrecha del túnel, más bien, del embudo.  Empecé a dar, y a reducirme.  Durante los primeros quince días el tiempo se dilató –parecía que hubieran pasado largos años—, y la fábula sustituyó, para tantos oídos deseantes, toda la capacidad de acción.  Fui vaciándome de peso, de zapatos, de jabones, hasta que no tenía ya nada que dar ni qué contar . . .  Y "el viaje", pasó a ser una región de color en el espacio de mi cabeza que intentaba todavía poseer y, a la vez, entregar cosas imposibles.  Empezó la angustia por las pequeñas cosas de la supervivencia –esa rusticidad de lo perentorio—y también, la dinámica de mi libertad se redujo a lo mínimo.  Como si el regreso sucediera en otro tiempo, con otra velocidad.  Todos tiranizan tu espacio de recuerdo, lo observan y finalmente, lo aniquilan.

Yo había cruzado dispuesta a que no me lo quitaran.  Veía con claridad los despilfarros de los eventos inútiles en los que malgastamos el placer.  Esos comentarios, los gestos, la siniestra piratería y hasta la mezquindad otorgados por la inercia y el desencanto.  El desastre mayor no era sólo económico, sino sicológico.

Mis amigos (los más inteligentes) habían apostado sus vidas a la observación a través de un microscopio vulgar, bajo el cual hacían mínimas evoluciones por debajo de su capacidad para sobrevivir.  El grado de esquizofrenia (aquí –y también allá—, del otro lado del túnel, era bien contagioso).  Todos llegaban tarde al reparto de las actuaciones  y entraban desnudos en el set.  Y surgió en mí la conciencia de este horror, el vértigo de su retórica.  Allí donde no quedaba nada ya que sostener, como en "Sin" o "El despoblador", de Beckett; allí, donde las zonas de posibilidad se obstruían, o cortaban sin nacer aún –o vencer—, sustituían a la razón ciertas lógicas de resolver a toda costa lo inmediato, por lo que el camino más fácil era la fuga, un "no sé", la indiferencia.  También es imposible salirse del redil.  Te castra esa mayoría que respira alargando la nariz contra tu respiración.  Te ahoga quien pretendiendo salvarte se coloca tras tu cuello, dentro de esa masa de inválidos amorfos desesperados por llegar a otra orilla rodeada de gases sulfurosos.  Entonces, aparecen vestigios sórdidos de la personalidad y del ego robustecidos en la lucha por adquirir un lugar que no existe para ellos.

Tuve entonces que adaptarme y aceptar la paranoia que me rodeaba como algo normal, adquirida por la circunstancia de no ser  normales, así como otros subterfugios que dilapidaban mi energía.  No sólo había perdido el centro, sino la visión que me permitía relacionar a cierta distancia, con intervalos de comprensión profundos, la llama.

La frecuencia sobre la que montamos las imágenes son hiperrealistas y destruyen su erótica, por la realidad.  Comprendí, que el problema de salir (me refiero a cualquier tipo de salida o búsqueda) no es constatar, o medir, a través de una comparación elemental, qué somos, que hemos hecho con nuestra existencia.  Es comprender que se ha producido una cerebración para la cual no hay lugar estético.  Que no hay todavía una estética –que como una filiación profunda, de amistad, o de amor—relacione lo concebido con su inmediata materialización.  Esa falta de coordinación agranda el sentimiento de relatividad y de culpa, confundiéndonos más.

Ahora estoy indiferente al dolor que me provoca esta comprensión.  Tengo un acomodo frío y hasta impersonal que me despoja –no de las acciones con las que no cuento ya que para mí, todo sucede--, sino de una pasión absurda por su materialización en el aquí-ahora.  ¿Qué puedo hacer entonces?  Como un malogrado actor, trato de establecer los espacios de mis gestos sin acortarlos, sin condicionarlos, manteniéndolos vivos para su pequeña intensidad (inconclusa).  Coloco el carrusel de mis seres discontinuos en un acomodo verbal, para salirme de una estructura que me hace subsidiarlos y hacerlos dependientes.  Entonces allí, algo más libre –en la aparente indiferencia a esa razón que los posesiona (y, a pesar de mi constante complejo de culpa)—, amarlos, sin pretender que me comprendan.

Sé que te he escrito esta carta con zonas del lenguaje que no comprenderás.  Pero creo, como aquellos ciegos de la fábula del elefante, que con tu mano sobre la escritura derritiéndola, sentirás la emoción única de las letras dentro de las cuales quise simplificar ésta agonía, quise decir:  ¡qué ha pasado aquí!  ¿Qué ha pasado aquí?

En cualquier parte de este planeta donde se viva es ridículo pretender escapar.  Sólo me refiero a las figuras que conforman ciertas lógicas más sutiles que deconstruyen al hombre en acciones concretas contra su cuerpo, o su alma.  Hablo, Elis, de las fisuras por las que –lo que Milena sintió en el campo durante los trabajos forzados y el olor a carne quemada de los crematorios—, están también en mí, en ti, y nos acechan.

Las figuras de esta geometría del infierno con ampollas virulentas cuyo dolor ya hizo metástasis, darán después su contrapartida en lenguaje.

Sé que este delirio del que te hablo y no puedes aún calcular, no es para ti.  Y, no sé si me podrás perdonar este descuido por hacer un dibujo consciente.  Quisiera volver al garabato, a la contemplación, pero a veces, no se pueden desmontar tantas cosas.  ¡He montado y desmontado tantas cosas!  Que no sé.  Son como puñetazos de una vejez prematura con los que uno pretende sintetizar (o  cuantificar) los resultados.  ¿De qué?, nunca se sabe o se sospecha bien, de qué.  Son esos pináculos o torcimientos del paisaje que obstruyen el lenguaje y dificultan que en algunos momentos, tú estés completamente en mí, que uno esté, donde debería únicamente estar, completamente en todo.

Siguen cayéndose los edificios y del otro lado de las fachadas, ese todo me ha demostrado con más fuerza, el alcance de mi irrealidad y la fisura misma de lo simbólico.  Es necesario deshacer nuestro real bajo el efecto de otras escenas y otra sintaxis.  Tal vez rehacerlas con lo más simple . . .  con lo que quedó.



IX

La luz de Madrid es más plomiza, encapotada, sobre las plazas arenosas donde cocean los caballos.  Las aceras son más anchas y las palomas bajan desde todos los ángulos y parten al menor roce.  El Metro Arguelles-Lavapies me recuerda a aquel de Palo Verde a Propatria, en Caracas.  Estás en Europa y en América a la vez.  Las calles no son indiferentes, o extrañas.  Hay algo familiar en ese humor íntimo que se acerca a las cosas.  Pensé en ti, en la calle de Alcalá y en la Gran Vía.  Quería llevarte una manta de allí, pero eran muy caras.  Pasé del frío al calor de la mañana de plaza de plaza.  Intenté entrar muy temprano a una iglesia pero, curiosamente, abren muy tarde.  Vi los Boteros del Retiro y los toqué.  Toqué sus nalgas ampulosas, sus formas deformadas.  Cuatro días bajando y subiendo por las plazas, las esculturas, los museos, las tabernas, me despertaron a una conciencia erótica de la ciudad, donde el objeto humano o no, no era indispensable para el hallazgo de esa sensación, pues giraba dentro de ella, entraba por las cañerías, por los edificios, bajo los adoquines, dentro de mi camita de flores en el hostal, por los espejos de los almacenes, por los zapatos de moda con corchos por suelas, la tela coloreada, ¡mi alegría! ¡Me gustaría tanto traerte aquí!  Y recordé tus bailes españoles en la azotea, tu Tani.  Tu cara de niña prometiendo una maja.  La foto de la niña que fui, con el traje de óvalos rojos y las argollas de plata  de la infancia.  Las castañuelas de granadina tan pequeñas que se podían esconder dentro de las manos.  Un sonido agazapado, pero constante.  Una ilusión de ser, como la Macarena, la réplica de esa virgen del cuadro.

También vi una película, El piano, y te recordé.  Una mujer que ha enmudecido da un viaje con su hija (de tu misma edad) para casarse.  La película transcurre en el sigo XVII.  El sonido del piano (aun sin tocar), lo lleva en su cabeza, cuando toca en las maderas de la cocina, de los árboles, de las entrañas con sus nudillos, hasta que consigue materializar su música por todas partes.  El marido –por aquella infidelidad de poseer un don que al acercarla al piano, la ha acercado también a otro hombre—le corta los dedos de un hachazo.

"Pues entonces es el fin –le dice Kafka a Milena—y es casi imposible describir cómo se las arregla uno para salvarse. . . "

De regreso de ese viaje malogrado, ella intenta hundirse con su piano en el mar, y sale desde fondo del océano para aceptar la realidad, su medianía, su mediocridad:  un dedo de metal, una escuela donde impartirá clases a las señoritas y donde aprenderá a hablar –como todos los demás—sin música.

Para ser aceptados hay que pactar con cierta medianía.  (Yo también lo hice, hija mía.)  He tocado sobre muchas cosas absurdas, inmerecidas, mi dedo de metal.

Todavía sé que sueñas con "tu varita mágica".  Siempre me has dicho que tu secreto es poseer esa varita para resolver cosas imposibles de la realidad.  Algún día, seguro, la tendrás.

La protagonista se parece a mí –en la visión ingrata de un espejo--, y la niña, a ti.  Salí del cine descompuesta.  Lloré.  Lo único que quería era volver y abrazarte.

Aterrizamos bien. . .

En el aeropuerto, empieza la cola y la amargura.  El calor y esas luces bajitas, de una ciudad tan amada que no se puede perder, ni conquistar.  Cuando grité desde la calle para que ustedes bajaran a recoger las maletas, ¡los vi a todos tan frágiles!  Cómo se habían reducido el espacio y la luz, también sus cuerpos se habían reducido en poco tiempo.  Y sentí de nuevo un empequeñecimiento de la visión, como si me hubiera trasladado a un pueblito de postal en otra época.

Estaba otra vez aquí, contigo –desde donde intento, alternando la relatividad imposible de los tiempos verbales—, contarte mi viaje.  Tú habías llorado varias veces.  Yo nunca te olvidé (ese temor de olvidar me hace volver rápidamente y rescatar la fijeza).  Pero sobre todo, comprendí que el momento no está dado por las tangentes que provocamos, o usamos, para acortar la distancia y el miedo. Que el momento sucede, sin nuestra intervención.  El momento es una decisión íntima de la materia acumulada.  Llega y sucede cuando es.

La fragilidad de la mayoría consiste en violentar ese espacio, persiguiéndolo.  No adelantar nada, no preparar algo, o el camino se llena de cruces advenedizas, también en la realidad de la página.  El momento es de una capacidad erótica que sobrepasa a las intenciones, los gestos, las interpretaciones, incluso, nuestras intuiciones.  La persona que uno es (y que uno era), está concebida –como previamente editada—para su escena permanente.  Tampoco se puede escoger –él, lo elige a uno--, y lo coloca en la situación de advenedizo que todavía se cree, o sueña creer, con la confianza de querer, hacer, y poseer.

Espero que algún día comprendas estas cosas y que podamos hacer la travesía juntas, para que bailes . . . "Por las calles de Alcalá".

La Habana, junio de 1994



X

Nunca supe qué tipo de relación se estableció entre Kafka y Milena.  Hacía muchos años que no leía sus cartas.  Elis Milena (la mía); Milena (tú, la del campo de concentración, la suya).  Mi hija nació el 3 de julio como Kafka.  Su primer nombre hubiera sido Milena, por él.  Pero no quería romper la antigua tradición de mi familiar, su preferencia por las E.  En fin, cuando empecé la primera carta en el aeropuerto, el día que se fue el avión para Viena con el equipaje y sin mí, pensé en ese nombre como síntesis de muchos acontecimientos que nos unían.  Había leído una biografía de Milena y tenía en el librero, justo frente a mi cama, su fotografía.  No quería para ti, ni para ella, aquel destino.  Sentía, no obstante, esa relación en un tiempo de "lo real" pervertido siempre por algún sueño de poder.  Busqué, entonces, otras cartas.  Leí las de madame de Sevigné, a su hija.  Yo no estaba en la corte entre príncipes, ni hablaríamos de tus próximos peinados, pero siempre hay una corte alrededor de una mujer aunque no exista, aquí, la monarquía.  En ese trayecto de romper un viaje para emprender otro, de proporciones diferentes, hallé ese tiempo de la niña perdida, asombrada también de ver con los mismos ojos y dentro del desastre, la flor que empieza a crecer incluso, a pesar suyo.  Esa eres tú, mi pequeña Elis, la que empieza a crecer dentro del desastre.

Todos sentimos una atracción morbosa por el terror y, a la vez, todo terror, nos consume en una semejanza paralela, aunque sus manifestaciones externas sean o parezcan, diferentes.

Eso he sentido, mientras muchas personas se echan al mar, enloquecidas ante la muerte rotunda de un "lo mismo da", o durante la espera de una vida soñada.

Para ese abuso del destino, yo interpuse el refugio de la palabra en la construcción de espacios de relación, entre la madre que fui y la hija que seré.  Si reitero ese instante, es porque me da la posibilidad de construir un dibujo que confina al sujeto a un por qué.  Todo es anterior y después.

El día que termino el libro, comienzo a empezarlo.  Con tu nacimiento, Milena, vuelve a sobrevivir.  Nada de esto es casual.  No optamos.  Sólo inclinamos un poco más el reencuentro con alguna posición en el espacio y en el tiempo.

Hay una reversibilidad del tiempo biológico en la cultura, por lo que el futuro determina al presente mucho más que el pasado.  Es cierto –dicen los científicos—que la entropía de un sistema abierto disminuye.  No sé nada de ciencias exactas, sólo intuyo el sistema abierto a la creación y esa movilidad del tiempo en múltiples direcciones.  Miro Autorretrato con reloj de pared, de Chagall y tomo en cuenta la distracción, el ruido y el azar.  Tus ojos son color alita de cucaracha (otra relación kafkiana).  Agrupé los dibujos.  Quería aconsejarte sobre algo y desistí.  ¿Aconsejarte o mentirte sobre qué?  Dejé entonces todo lo recopilado y preferí deletrear lo que en mi cerebración iba formándose en el aquí-ahora.  Surgió a la misma distancia del ojo del gato que me está contemplando, un género que aún no puedo comprender, al que tal vez, llegaré.  El gato me ha entendido.

Hay sólo una energía mal traducida por las palabras, corregida luego por la pulsión de la máquina.  Por eso, primero escribí a mano con letra pequeñísima, para ajustar más el viaje de la cabeza al papel, si esto no es una trampa también.

Pero Milena está aquí (como Katherine, Silvia, Simonne, Virginia y tantas otras).  Porque el proceso incesante de insertar está más determinado por lo que ocurrirá que por lo que ya ha ocurrido.  El futuro rige, arregla y mejora, el boceto.  Y esta inversión en la individualidad es el resultado, no de una voluntad consciente (ni de la voluntad de dios domada en este sentido), sino de una mezcla entre un programa, los actos no determinados y la naturaleza.  Creo también, porque tú existes, que el paso del tiempo siempre es creativo, nunca –a pesar de los actos de la superficie que quieren demostrar lo contrario—destructor.

Mientras el reloj del cuadro de Chagall se mece con su péndulo amarillo en la pared (los lugares de poder son amarillos –dicen) y la niña azul sobre el cuadro naranja, sueña que volvió de aquel antes, volando.  Y en ese después de su infancia sostenida, rumia el proceso de crecer, con una intención doble sobre la franja del tiempo absoluta.

Ánimas, 20 de julio 1994