Cuadernos de Infancia

Norah Lange

Artwork by Miko Yu

Habíamos fabricado grandes sombreros de papel, y de pie, las cinco delante de un espejo, cada una detenida frente a su rostro, contemplábamos el efecto de la sombra sobre los ojos, el resplandor distinto que la luz de la ventana ad- quiría en nuestros cabellos, contra el papel de diario.

La puerta se abrió, de pronto, y una corriente de aire los hizo vacilar sobre nuestras cabezas.

Una de mis hermanas dijo:

—"La primera que pierda su sombrero, se morirá antes que las otras…".

Inmóviles frente al espejo, los brazos entrelazados para no cometer ninguna trampa, jugamos a quién sería la primera en morir.

Un miedo horrible me fue invadiendo, lentamente. La puerta abierta dejaba entrar un aire rápido y peligroso que de un momento a otro, podría despojarme de mi sombrero. Pensé en Irene, en Marta, en Georgina, en Susana, en mí misma, y mientras las miraba de reojo, sonriéndome con ellas, una muerta de veinte años se acostaba sobre el rostro de cada una de mis hermanas; una muerta joven y perfecta, con una sola flor sobre la almohada.

El viento agitaba los grandes triángulos de papel, sin llegar a derribarlos.

Georgina, con los ojos absortos en alguna visión terrible, parecida a la mía, exclamó bruscamente:

—"No me gustan estos juegos" –y, apartándose del espejo, se sacó el sombrero y lo arrojó, apelotonado, contra el suelo. Durante un tiempo, la hilera de cabezas frente al espejo me entregaba imágenes probables y tristes, rostros velados para siempre, y me pareció que hubiese sido mejor aguardar a que el viento señalara la muerte más próxima, para ser más dulces, más tiernas, con la hermana que debía morir primero.

*   *   *   *


A veces Susana y yo nos preguntábamos:

—¿Qué será lo más triste? ¿Algo que no tenga nada que ver con la familia, ni con alguien que se vaya o que se muera? ¿Qué sea lo más triste para todos, sin tener ninguna relación con personas?

Susana se quedaba pensativa y luego hacía desfilar un ejército de animales muertos, inundaciones, un rayo adherido a un árbol. Pensábamos en muchas cosas. Las mías eran más simples. Yo me imaginaba los pichones en el suelo, las vacas muertas y olvidadas en el camino, un águila llevándose un cordero, una serpiente enroscada a un caballo, apretando el abrazo hasta asfixiarlo.

Siempre relacionaba la tristeza con los caballos. Me parecían tan decentes, tan resignados, tan silenciosos. Cuando quería imaginar un dolor grande en algún animal, no pensaba en los perros ni en los gatos, en las vacas ni en los conejos. Siempre veía un caballo.

Una noche en que habíamos hablado mucho, me fui a acostar pensando en el tordillo de mi padre que se agachaba hasta el suelo para que él montara sin ningún esfuerzo. Alguien había comentado un libro cuya protagonista se hunde en un pantano, sin que nadie consiga salvarla, y donde lo último que se ve es la mano agitándose, como una hoja, sobre el barro. Pensé en seguida en un caballo, en un caballo blanco que fuese sumergiéndose, poco a poco, en esa región movible y pegajosa, hasta que sólo quedara afuera la cabeza, la boca desesperada, la nariz y los ojos desmesurados y tristes porque se van llenando de tierra insistente, elástica y mojada.

Cuando Susana volvió a preguntarme "¿qué será lo más triste?", le dije mirándola como si le comunicara una noticia muy penosa:

—Un caballo blanco, hundiéndose en un pantano.

*   *   *   *


Frente a nuestra quinta existían varias casas y un rancho, cuyas paredes de barro, deshilachadas y llenas de parches, apenas lograban mantenerlo en pie. A ese rancho llegó cierto día un matrimonio tan sumido en la miseria que, al refugiarse en él, ni siquiera tenía dónde sentarse, hasta que la madre le envió ropa, comida y dos hamacas de mimbre. La mujer rara vez salía del rancho y, en esas ocasiones, la divisábamos desde lejos, agachada, los hombros siempre cubiertos por una vieja pañoleta. Después nos enteramos de que se hallaba tuberculosa y que el marido apenas conseguía juntar unos centavos haciendo pequeños trabajos de carpintería.

Una tarde supimos que Andrea agonizaba, y cuando circuló la noticia de que había muerto, vimos que el marido llamaba a la puerta del jardín. Supusimos que querría alguna ayuda para el entierro o algunas flores más, pero sólo venía a pedir un alfiler de gancho para abrocharse el cuello de la camisa. Le parecía indecente velarla con la garganta descubierta y era el único cambio de indumentaria que podía costearse frente a la muerte de su mujer.

Nos pareció terrible que sólo pidiera un alfiler de gancho.

Cuando mi padre fue a verlo, lo encontró solo en la pieza, de pie ante el cadáver que él mismo había envuelto en una sábana y acostado dentro de su cajón. Dos velas ordinarias iluminaban la cabecera. La luz salía a la calle por la ventana derruida y se llenaba de polvo.

A la mañana siguiente, muy temprano, oímos unos martillazos. Era el hombre del rancho, que cerraba el cajón. Lo imaginamos solo en el cuarto, trabajando como de costumbre, poniéndose algunos clavos en la boca, mientras colocaba la tabla sobre el cuerpo tan conocido y miserable.

Antes del mediodía, un carro de la municipalidad se llevó el cajón.

No creo que ninguna pobreza me haya tocado tanto des- de entonces.

*   *   *   *


A veces comentábamos la posibilidad de morir de frío o calor. Yo aseguraba que sólo el frío podría matarme, pero si mis hermanas me pedían una explicación, era incapaz de darla.

A fuerza de ejercitarme llegué a sentir una indiferencia completa cuando el calor se tornaba demasiado insistente y, respecto al frío, lograba disimular tan bien los temblores que todas experimentábamos al regresar de un paseo, que mis hermanas solían decirme:

—"Tú nunca tienes frío."

En las oportunidades en que preveía que me iban a castañear los dientes, me bastaba levantar un brazo, ejecutar cualquier gesto, situarme, imaginariamente, en una situación arriesgada, para que los estremecimientos se interrumpiesen aunque el frío me recorriera con igual intensidad.

Para los días de verano contaba con otros recursos. Mientras los demás se quejaban del calor, yo me abstenía de hacer comentarios y hasta procuraba no escucharlos, segura de que mi indiferencia era más eficaz.

Al dedicarme, una tarde de mucho calor, a inventar procedimientos que me procuraran un alivio, encontré uno que me produjo un efecto inmediato y prolongado: pasar un algodón sobre una pared revocada.

Cuando el calor nos despojaba de todo deseo de movernos y nos invadía esa lasitud peculiar de la siesta, yo permanecía tranquila, mientras frotaba, imaginariamente, un trozo de algodón contra una pared rugosa.

El efecto era inmediato. Un escalofrío tras otro me recorría el cuerpo, la piel de los brazos se tornaba áspera y una oleada fresca me subía por la espalda hasta detenerse en la nuca.

*   *   *   *


Inclinada sobre los últimos baúles, los ojos doloridos de llorar tanto, la madre aseguraba algún cerrojo, incluía algún objeto olvidado. Nosotras vigilábamos sus idas y venidas, aguardando la oportunidad en que se hallara ocupada por largo tiempo, para salir al jardín. Cuando la vimos detenerse frente a la mesa con un sinnúmero de papeles en las manos, cambiamos la señal convenida, y a los pocos instantes nos reuníamos en el camino de álamo que bordeaba la quinta.

—"Empecemos por el lado del portón"—anunció Irene.

La sombra de los troncos apenas permitía que las nuestras, mucho más pequeñas y delgadas, se acostaran a grandes intervalos sobre la tierra.

Ya junto a la puerta dejamos que Irene se distanciara algunos metros de nosotras. Marta iba detrás, seguida de Georgina, Susana y yo, todas atemorizadas por la oscuridad, por las figuras extrañas que la luna creaba entre las ramas.

Era la última noche que pasábamos en Mendoza, y por separado, habíamos coincidido en el deseo, en la ternura de despedirnos, uno por uno, de los árboles familiares que no veríamos más.

La figura de Irene disminuía junto a los grandes troncos y su cabeza se acercaba a ellos, momentáneamente. Un poco más atrás, nosotras hacíamos lo mismo; besábamos la corteza áspera de una rama, la dulzura fresca y húmeda de una hoja que nos rozaba el rostro. A veces era necesario que nos alzáramos sobre la punta de los pies, para alcanzar una rama muy alejada. Otras, procurábamos que un tronco demasiado rugoso no nos lastimara los labios.

Cuando regresamos a la casa, ninguna de nosotras se atrevió a hablar y nos dirigimos, en silencio, hasta nuestros cuartos.

Una vez en la cama, me pareció que la despedida debía de haberse prolongado, y desde aquella noche conocí la voluptuosidad peculiar que poseen las despedidas. Al imaginarme en víspera de una larga ausencia, recorría, con toda minuciosidad, el ambiente, los gestos de ternura, las frases que yo pronunciaría si me era dado irme alguna vez. Sospechaba que nada era capaz de alcanzar el tono de tristeza murmurada y lenta que rodea a las despedidas, y al alargarlas indefinidamente, las obligaba a retornar, para que se iniciaran de nuevo, en aquella curva del tren que nos entrega, de pronto, la misma ventanilla, en aquel viraje del barco que nos acerca, una vez más, a la persona que se halla en la proa, y al prever que me despediría de alguien, cuidaba que las escenas se repitieran, que los abrazos no terminasen nunca, que siempre apareciese el minuto insospechado y extraordinario de recobrar una boca, de decir adiós con un tono ya habituado a la tristeza.

¿Cómo es posible, solía preguntarme, que alguien eluda esa emoción por no enfrentarse con la pesadumbre que sobreviene un día, una noche, en que las cosas adquieren mayor hondura, en que uno se siente más bueno, más solitario…?

Mientras besaba los árboles de Mendoza, ya iba al encuentro de ese fervor que me procuraron siempre las despedidas, pero aquella noche, al acostarnos, sin decirnos nada, ni sospechábamos que, quince años más tarde, repetiríamos ese gesto con los viejos árboles de la calle Tronador.

*   *   *   *


A los seis meses de hallarnos en Buenos Aires, la madre decidió tomar una profesora antes de enviarnos a la Escuela Normal.

Cierta tarde, una señora de luto nos reunió en la sala. Muy serias y cohibidas, recitamos, a pedido suyo, los ríos de Rusia, los límites de España, el carácter de los esquimales, la eficacia de la hipotenusa, las peores costumbres de los animales domésticos. Aunque parecía muy satisfecha, la profesora nos dijo, con un tono condescendiente:

—"Está bien, pero se advierte que han tenido profesores extranjeros. Seguramente no saben nada del país".

Nosotras procuramos objetar: San Martín, Belgrano, Moreno, pero ella interrumpió:

—"Al decir que no saben nada, me refiero al idioma. No lo conocen a fondo. Yo se los enseñaré. Para aprender el castellano, no sólo es imprescindible conocer los proverbios, sino practicarlos. Ésta es una teoría mía, exclusiva, pues creo que los proverbios constituyen la base del lenguaje. ¿Conocen ustedes algún proverbio español?"

Irene murmuró algo de que "cuando el río suena", pero la señora López la aniquiló con el brillo de unos anteojos que parecían construidos para dos personas.

—"Veamos—anunció, entusiastamente—. Usted, Marta, acérquese al piano y procure moverlo".

Marta se levantó desganada y se apoyó contra él, pues nunca realizaba un esfuerzo inútil.

—"¿No puede? ¿Es muy pesado? A ver, mi hijita, trate de hacerlo usted"—ordenó a Georgina, mientras permanecía en una actitud reconcentrada. Georgina se acercó, tímidamente.

—"¿Usted tampoco puede? Bien. Las cinco, por favor, traten de moverlo".

Apretadas contra un costado del piano, haciendo un tre- mendo esfuerzo, logramos empujarlo unos centímetros.

—"¡Magnífico!—exclamó la profesora—. Esto, en proverbio, equivale a 'la unión hace la fuerza'. Marta no consiguió moverlo. Georgina tampoco; las cinco juntas tuvieron éxito. Muy bien. Pasemos a otra cosa".

—"Hay que ponerlo en su sitio"—objetó Irene, ante la mirada iracunda de Marta y la indiferencia de la profesora que ya sondeaba otras tentativas prácticas.

—"Quiero que usted, niñita, deposite sobre la mesa todos los floreros que hay en esta sala"—ordenó, dirigiéndose a Irene, quien, convencida de que la profesora le exigiría un esfuerzo idéntico al anterior, encaramó en sus brazos la mayor parte de los floreros. Al aproximarse a la mesa, segura de que había ganado la partida, dos de ellos resbalaron y se hicieron añicos contra el suelo.

—"¡Muy bien!—volvió a exclamar la señora López ante nuestros ojos azorados—. Si hubiera hecho dos viajes no se le habría roto ninguno. Esto significa, recuérdenlo bien: 'el que mucho abarca, poco aprieta'. ¿Quieren hacer el favor de anotarlo en sus cuadernos?"

Después de escribirlo, rápidamente, supusimos que quedaríamos libres, porque ya habían dado las cuatro y era la hora de tomar el té. Pero la profesora se ausentó del cuarto y a su regreso comenzó a dictarnos, con apuro, página tras página. Ya eran las seis de la tarde cuando se levantó, muy satisfecha, mientras nosotras la mirábamos como si sólo representara una ausencia de comestibles.

—"¿Tienen apetito, verdad? Ya sé que por mi culpa hemos retardado la hora del té, pero lo hago por el bien de ustedes. Antes de que me marche, hagan el favor de anotar: 'más vale tarde que nunca'".

Cuando la madre se enteró del traslado del piano, de la rotura de los floreros, de la hora en que habíamos tomado el té, no demostró un entusiasmo excesivo por ese sistema pedagógico. La señora López, lejos de extrañarse de que la despidieran, nos saludó, una a una, con la mayor amabilidad, pero, antes de retirarse, agitó los diez pesos que la madre acababa de entregarle y exclamó alegremente:

—"Más vale un pájaro en mano que cien volando".