Eakins

Gabriel Bernal Granados



1.
En este cuadro, la mirada del pintor ha perdido su inocencia. Reproduce fielmente lo que ve, sin deformalo. Aun así, una fotografía, un mero documento no podría resultar tan elocuente: el Cronista del primer plano revisa papeletas, o el boceto de una detallada descripción de los hechos. Lleva traje negro flamante, y de las mangas de su saco asoman el cuello y los puños de una camisa blanca; el sombrero de bombín cuelga del respaldo de la silla y los botines negros son por si tiene que subir al encordado—¿se trata también del Anunciador? Pese a su polivalencia semántica, su cometido en esta pintura es generar un punto de vista. Así, este Juez/ Anunciador/ Cronista viene a ser, en términos estrictamente compositivos, el primer espasmo de una perspectiva cuyo punto definitivo y salaz será el hombre de barba blanca y chistera, sentado justo al otro extremo, en la primera hilera de butacas, abajo de la primera cuerda. (En un sentido parejo, la figura del Cronista contribuirá a hacer más honda en el espectador la impresión de estar siendo testigo de un espacio relativo, donde las cosas valen en función del punto de vista de un espectador supremo.)



2. Thomas Eakins comenzó a bosquejar esta pintura la noche del 22 de abril de 1898, en el Arena Athletic Club de la calle North Broad, de Filadelfia, su ciudad natal. Años antes, orientado por el principio fotográfico del enfoque de un campo primario y otro secundario, este último bañado en sombras, había pintado la conferencia magistral de un experto cirujano en sendos anfiteatros.



2.1 En La clínica del doctor Gross (1875), Samuel D. Gross imparte una conferencia sobre la manera de intervenir a un enfermo de osteomielitis en el fémur, al tiempo que un grupo de médicos ilustra esa misma operación sobre la masa de un paciente anestesiado. Dos enfermeros y un cirujano están operando mientras el profesor apostrofa a sus alumnos. Un cuarto personaje, que destaca al otro lado de la mesa de operaciones, con la mirada absorta en un puñado de papeles, es el propio Eakins, que se autorretrata en el momento de estar bosquejando la escena. Un familiar del paciente, al lado del doctor Gross, se cubre el rostro horrorizado, y por encima del hombro derecho del doctor, el secretario del hospital toma apuntes de lo acontecido. Eakins parece tener un doble propósito en este cuadro: retratar la grandeza impertérrita de un médico y dar cuenta puntual del devenir de los hechos a través de los buenos oficios de un escriba.

2.2 En La clínica del doctor Agnew (1889) Eakins retrabaja el tema del médico conferenciante en relación con su auditorio. Esta vez, el enfoque es aún más constrastado: el doctor David Hayes Agnew, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Pennsylvania, discurre en un foro sobre la manera de intervenir a un enfermo de cáncer en el pecho, al tiempo que un anestesiólogo, un enfermero y un cirujano realizan esa operación sobre el cuerpo de un paciente. Al fondo, en un patio de butacas semicirculares, los estudiantes son testigos de la escena. Aquí es mucho más elocuente el punto de partida iconográfico de Eakins: La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp (1632), de Rembrandt, donde el juego de la luz y la sombra acentúa las dicotomías que subyacen en la escena: el arrastre modernizador de la ciencia positiva versus la profanación de los cuerpos; en consecuencia, vida y muerte; individualidad y muchedumbre; el ámbito restringido de un rito iniciático moderno y la paradoja de la divulgación científica como única condición de modernidad posible. Y la suprema paradoja de que el conocimiento—sinónimo de luz—se produzca en ámbitos cerrados donde priva una forma de iluminación artificial, en constante roce con la sombra.

En el patio de butacas del anfiteatro, diluido en la masa, un estudiante toma apuntes.

2.3 Al margen, en calidad testigo, el escriba sanciona los hechos. Fracciona, jerarquiza y establece relaciones de poder entre sus elementos constitutivos (los doctores Gross y Agnew ocupan sitios principales en ambas pinturas, que constrasta con el papel secundario y hasta cierto punto anónimo y sombrío de los estudiantes que presencian el devenir de la Historia—un devenir, por lo demás, estático o retórico). Sin alterar, sin deformar, sin trastornar, el pintor, tras su doble disfraz de escriba y de cronista, se erige en testigo ocular de los hechos, dejando que la realidad opere su engaño y actúe según la lógica natural que pone a los contrarios en disputa.



3. En Entre rounds (1898-99), el escriba, el testigo de las pinturas anteriores accede a una primera magnitud. Hemos dicho que lo asiste la función de organizar la perspectiva y restar importancia a lo que sucede arriba del ring—es decir, negar el valor anecdótico de la pintura en sí. Pese a tener una función tan importante dentro de la organizanción semántica del cuadro, el Cronista no forma parte de la arena de los acontecimientos, la cual ha dejado de ser quirófano para transformarse en cuadrílatero.

En una esquina, un second airea el rostro de un boxeador con una toalla. Tiene tanta gracia como una bailarina de Degas, y pareciera acentuar el origen escultórico del modelado en pintura. A su vez, el entrenador parece contrariado, y más que dictar la estrategia para el siguiente asalto, parece preguntarle a su peleador si se encuentra en condiciones de seguir adelante. Todo indica que la pelea no será muy larga. Aunque apenas han pasado dos rounds, como se aprecia en el antepecho del palco de la Prensa, el boxeador pudo sufrir una tunda prematura. No sabemos contra quién pelea, no sabemos en qué condiciones se encuentra su adversario, y esto es ya de por sí significativo: al sustraer al contrincante de nuestro campo de visión, Eakins nos permite vislumbrar la trama de un soterrado fracaso, que a diferencia de la victoria, no precisa de los demás para consolidarse. (David necesita la cabeza cercenada de Goliath para negociar su victoria con los líderes y compartirla con el pueblo, entronizándose.) La derrota, en cambio, es una cosa más bien amarga que requiere la penumbra del soliloquio para legitimarse frente a sí misma.



4. Un duro intercambio de golpes ha dejado al boxeador exhausto. Sentado en el banquillo, derribado por así decir, apoya los brazos sobre las cuerdas, separándolos en escuadra para agrandar el tórax e ingresar más aire en los pulmones. Puede que Eakins, subliminalmente, esté jugando con la representación paródica de una crucifixión, dado que el boxeador apenas está cubierto por unos calzoncillos blancos, además de guantes y botines que señalarían los hipotéticos puntos donde habrían de hundirse los clavos de la cruz. O sólo ha querido contrastar la desnudez de esta figura contra la vestimenta hostil del resto de los actores de este teatro de sombras. ¿Civilidad y barbarie? Quizá modernidad y decadencia versus los resabios arcaicos de una sociedad incapaz de olvidar sus orígenes rituales.



5. Si un primer eje para entender esta pintura pasa por una fidelidad fotográfica a la realidad tal y como ésta se presenta a ojos del pintor, un segundo eje sería el de una narratividad no confesada, una historia que podemos suponer e incluso imaginar, pero que al pintor no le es dable desarrollar a través de los medios de su arte. En sentido estricto, el cuadro termina donde comienza la historia. Es verdad que no podemos aprehender el cuadro más allá de una serie de relieves y detalles generados al interior del mismo cuadro, gracias, en parte, a la forma en que la luz de las lámparas incandescentes inciden en el volumen de los cuerpos, creando una sensación de espacio casi vulgar mediante resplandores o un efecto de pátina del tiempo. Pero también es verdad que no estamos exentos del drama representado en este cuadro. Más allá de su naturaleza matérica, aquella que se percibe sólo por intervención del tacto, el escenario cobra vida. Es como si la línea circular imaginaria de este coliseo nos comprendiera en un espacio arquitectónico concreto suprafinito por el sólo hecho de detenernos a mirar lo que sucede. Así las cosas, en esta reflexión sobre las dimensiones espacio-temporales del espectáculo, Eakins establece claramente tres categorías de espectador: la primera está informada por el público que abarrotó las gradas del Arena Athletic Club de la calle North Broad la noche del 22 de abril de 1898; la segunda, desaparecida ya del cuadro pero devuelta en el eco que producen las figuras solitarias del Gendarme y el Cronista, la informa la mirada actuante del pintor. Una tercera categoría estaría informada por nosotros mismos, espectadores y testigos fuera del tiempo, localizados en un hipotético más allá fuera del cuadro.



6. Esta serie de entelequias hace pensar en un espectador de espectadores, un espectador supremo que conoce el desenlace de la historia de antemano y para quien representar el todo redundaría en una empresa fútil. De igual forma, Eakins cree que la simultaneidad no se encuentra en la representación del todo, sino en la concentración de hechos parciales, donde el todo seleccionado se aglomera armoniosamente en el espacio retiniano de la tela. Entre rounds viene siendo, pues, un corte transversal practicado sobre la masa engañosa de un instante, en el reposo fotográfico que antecede a la ficción del movimiento.



7. Las palabras arena y coliseo remiten a un pasado romano monumental, donde la desesperación de la plebe encontraba en los combates cuerpo a cuerpo con el cestus una forma de relajación; el pancrasio era una válvula de escape sangrienta a las demandas y presiones ejercidas al interior del cuerpo social y hacia arriba, contra el estamento de más alto rango. Sin embargo, el mundo moderno del boxeo, que Eakins está representando, desciende a los espacios cerrados de las catacumbas, el aire enrarecido de los subterráneos donde esas mismas pasiones se ven alteradas por la entrada en juego de un nuevo ingrediente: la profesionalización de los boxeadores. Con la profesionalización de un deporte como el boxeo vinieron los inversionistas, los promotores y el soborno. La sangre, la muerte y la duración de los combates dejaron de ser el centro de atención de la plebe y en su lugar se instaló el reinado de la técnica. El espectro se polarizó, y con la humanización de los héroes comenzaron a existir las razones del vencido.

7.1 Desde el siglo XVII, cuando la práctica del boxeo se reactivó en las colonias inglesas de Norteamérica y comenzaron a aparecer los primeros reglamentos, los aficionados empezaron a cultivar la sospecha de que no siempre gana el mejor. El veneno del soborno comenzó a cebarse en la figura de ciertos boxeadores, los cuales no sólo obtenían dinero fácil pactando una derrota, sino que contribuían con su aparente falta de principios a equilibrar los pesos y contrapesos necesarios a la existencia de un espectáculo que dependía en un cien por ciento del carisma. Un boxeador medianamente bueno requería de los talentos de un esgrimista para cimentar la credibilidad de sus victorias. Un campeón en decadencia requería de un espárring adecuado para elevar los bonos de su carrera. Los peleadores sobornables se volvieron figuras domésticas de los gimnasios: deslumbraban con su técnica durante los entrenamientos, pero decepcionaban arriba del encordado.

—Es muy bueno, quizá demasiado . . . —se oye decir en el tráfago de los vestidores, donde habitan los iniciados.

El talento puede ser un factor de condena, más que un escalón en la antesala de la gloria.

7.2 En un mundo gobernado por iconos mediáticos, lo que ha cautivado la imaginación de escritores y de artistas no ha sido tanto el peleador invicto como el fracasado. No es difícil encontrar una respuesta para esta predilección: los héroes que concitan la admiración de nuestra época se alimentan de una humillación no retribuida. Por lo demás, la vida del atleta está sujeta al imperio del tiempo. El héroe deportivo que hoy ocupa los titulares de los tabloides, el día de mañana conocerá el olvido. La fugacidad de la juventud es implacable, y esto condiciona la vida de los atletas en general, y del boxeador en particular, a una despiadada corta duración.

7.3 En oposición al tránsito, que podría juzgarse desde un punto de vista moral y por lo tanto equívoco, la pintura de Eakins viene a ser una reflexión sobre la eternidad del instante, que la mirada del pintor captura con la misma probidad de la lente del nuevo arte fotográfico.



8. En un cuento de boxeadores (“Los asesinos”), Hemingway imagina a dos sicarios que se presentan en un merendero con el vago propósito de emboscar a un boxeador que ha faltado a su palabra. Amordazan al cocinero y al mesero y encañonan al dependiente del restaurante. Después de unas horas de infructuosa espera, los asesinos se marchan. El mesero, libre de su mordaza, decide dar aviso al boxeador, que se hospeda en una pensión no lejos del restaurante. Lo encuentra vestido de traje, chaleco y corbata, recostado sobre la cama de su habitación. Lleva todo el día acostado, esperando. No hay nada que pueda hacer para revertir su destino, y esto el boxeador lo sabe mejor que nadie. Ahí termina el cuento. No es de lo mejor de Hemingway y sin embargo, en él se nos ofrece una imagen elocuente de un combate resuelto de antemano. Toda forma de combate, de hecho, parece resuelta de antemano. Una voluntad inasible, que ha quedado fuera de nuestro marco de referencia, es la responsable de inclinar caprichosamente la balanza del lado de la sombra y de la noche.



9. El boxeador, junto con el carnicero y el carterista, se antoja como uno de los productos más genuinos de la entraña decadente y pútrida de las ciudades modernas. Nace y crece en los barrios más sórdidos de la metrópoli; se entrena en madrigueras malolientes, para recalar por las noches en esos tugurios gemebundos donde se concertan las peleas. Los vestidores huelen a herrumbre y saliva, añejada por décadas. La ropa, los vendajes y las grasas que se untan al cuerpo para engañar la hondura del guante contrario, acrecientan la sensación de sudor gélido y desasosiego que anquilosa los músculos del peleador antes de subir al cuadrilátero. Pero Eakins no tiene interés en retratar la tensión nerviosa que antecede a la pelea. Su interés tiene que ver con una sociología y una historia puntuales.

9.1 En La clínica del doctor Gross, los cirujanos llevan traje y corbata; en cambio, en La clínica del doctor Agnew, el cirujano, el anestesiólogo y el médico asistente van vestidos de blanco, como lo prescribían las nuevas reglas de la asepsia que comenzaban a entrar en vigor en esos años. En Entre rounds, el peleador lleva un calzón blanco como única prenda para cubrirle el cuerpo; faltaban décadas para que comenzaran a usarse los calzones largos y los protectores de las zonas blandas y la boca. Asimismo, sus guantes son más pequeños y menos acolchonados que los actuales, y sus botas son apenas lo suficientemente espesas para no resbalar arriba del cuadrilátero con el sudor y la sangre derramada. Un gendarme vigila la escena. Dos carteles de vaudeville que cuelgan del borde de la tribuna más alta nos recuerdan su carácter eminentemente teatral.

9.2 Esta mise en scène, que de otra manera resultaría simplemente banal o anecdótica, enfrenta al hombre con su propio destino. Sin embargo, a Eakins no le interesa tanto la dimensión dramática de los personajes que está retratando, sino su dimensión anatómico plástica y, en todo caso, el eros que se desprende de la lucha de los cuerpos. Whitman, pastor de la democracia americana, contemporáneo y admirador de la pintura de Eakins, había cantado la gracia y la reciedumbre de los cuerpos y los había elevado a la condición de pilares de un espíritu nacional no sólo nuevo, sino dispuesto a asumir la condición protagónica que por destino le correspondía:

Acepto la Realidad y no me atrevo a juzgarla,
Lo material la invade de principio a fin.

¡Viva la ciencia positiva! ¡Vivan las demostraciones exactas!

[Traducción de Ana Rosa González Matute]

La representación de las escenas del mundo depende, pues, de una “ciencia positiva”; éstas son una “demostración exacta” y por lo tanto también una encarnación, en el sentido verbal y voluptuoso del término. Debe exponerse la entraña, las vísceras del mundo para que los demás no sólo vean sino crean, como si se tratara de las paredes de un envoltorio que hay que volver de adentro hacia afuera para que conste como evidencia de lo más alto y lo más bajo. La carne será, a fin de cuentas, lo que se manifieste. El poema, la pintura deben volverse mundanos, parabienes de un presente inconmovible y transitorio. Ni Eakins ni Whitman rechazan el cuerpo; por el contrario, lo santifican y veneran de la única manera que pueden hacerlo: representándolo. Al descender a los ámbitos aparentemente menos líricos del mundo, como lo sería esta arena de box, Eakins afirmaba que la carne del mundo se manifestaba gracias a un juego metropolitano de luces y sombras. La misma composición del cuadro avanza por círculos concéntricos, como los anillos de un infierno por el que fuera indispensable descender. Las tribunas en sus diferentes estamentos son los brazos de una espiral centrífuga, que se angosta en su propio fuego y simula la quietud muda del instante. Sin embargo, a diferencia de Whitman, para quien todo cabe en el universo del poema, no todo tiene cabida en el universo de esta tela. Sólo podemos ver a un contendiente solitario. ¿Esto se debe a que el combate en sí no es lo que importa, sino la realidad autoimpuesta que gira en torno del escriba en la forma de un barullo incomprensible y aplastante? ¿Quién pelea en realidad, el pugilista o el escriba? ¿Quién imagina esta escena? El pintor, el pugilista y el escriba constituyen el verdadero eje en torno al cual vibra este cuadro en su inmanencia, anulando inclusive la figura anónima del espectador supremo. (Dios tampoco existe en este cuadro.)

Eakins ha preferido los colores de las grasas, los aceites y su brillo consecuente sobre el cuerpo para representar esa vorágine de sombras, alumbrada en un interior muy parecido a un anfiteatro donde se agitan las pasiones. En la tribuna circulan las apuestas y las especulaciones, y no es el azar propiamente dicho lo que interviene en las reglas de este espectáculo. Es el hombre al que Eakins ha querido entronizar en su banquillo, apabullado, presa de la misma incertidumbre que agita la tribuna.



10. En ésta, y en pinturas anteriores de Eakins, aparece un testigo: un personaje que toma apuntes desde una posición de privilegio. A diferencia de esta suerte de testigo o escriba, el doctor Gross y el doctor Agnew sostienen un bisturí en sendas manos, instrumento que delata no sólo la dignidad de su profesión sino el propósito general de estas pinturas: hacer un corte longitudinal sobre la realidad para dejar que la carne aflore en cuanto tal. (No serían pocos los puntos de contacto que podríamos establecer entre las realidades de la carne y del espíritu, las cuales colindan y por momentos se confunden en una masa total, acelerada y turbia.)

En Entre rounds, Eakins estaría poniendo a prueba este mismo procedimiento, operando ya no longitudinal sino transversalmente: la fruta del cuerpo social se abre para dejar al descubierto sus entrañas.

El interior que Eakins está representando es un interior sagrado, donde la carne es el equivalente exacto del espíritu. La paleta dominante en este cuadro (ocres y marrones que contrastan con los azules y los grises) es un fiel reflejo de esta voluntad de hacer que las cosas encarnen, en el mismo sentido en que el espíritu encarna en la figura lujuriante del verbo.



11. En Heliópolis, de Junger, Lucius, comandante de una embarcación, mantiene un diálogo enigmático con un consejero de minas. “Bien, comandante,” dice. “Veo que no ha soñado. Volviendo a la presencia de un cuerpo extraño, podría decirse que la materia es comparable a un fruto cerrado, cuya belleza interna no puede contemplarse si algo exterior no lo corta como un cuchillo . . . ” A lo que el comandante replica: “Si le he comprendido bien, señor consejero de minas, la belleza ¿sería siempre el resultado de una herida?” “Podría decirse así, porque la belleza no se da en lo absoluto. Habría, pues, que adentrarse en la metafísica del sufrimiento.”

Ajeno por completo al espíritu germano de Junger, Eakins se abstiene de elaborar una “metafísica del sufrimiento,” y se queda con ese aspecto sagrado, tenso en relación con el aspecto profano y científico que supone la incisión del bisturí en el cuerpo de un paciente, frente a la mirada atónita de una comunidad de estudiantes que abarrota la tribuna de un anfiteatro universitario.



12. En el tiempo, que corre paralelo al tiempo de la plástica, la mirada realista de Edward Hopper se sitúa un paso adelante de la mirada de Eakins. Ahí donde Eakins pinta a un boxeador en su esquina, aconsejado por su manáger y mimado por un sécond, Hopper pinta a una vedette semidesnuda que se pasea en derredor de un cuadrilátero, mostrando una pancarta con el número del round siguiente. Eakins apunta a la soledad del individuo cuando Hopper muestra al individuo solo, en posesión de toda su miseria.



13. Eakins pinta la relación de la parte con el todo. Sin anular ni defenestrar. Cuando mucho, él relativiza. En el mundo positivo exteriorizado por Whitman en sus poemas, se impone el cuerpo como razón poética del todo. El cuerpo social en ebullición, sujeto a un panorama de pasiones que corrompen o destruyen. Pero el hombre es el hombre—es decir, cuerpo objetivo, visible, indivisible, único, y ésta es la única realidad a la que Eakins parece asirse, descartando la noción de un arte por el arte—un arte puro y en consecuencia un arte disociado del cuerpo, tanto individual como social. En todo momento, Eakins parece tener en cuenta la presencia de un público y la forma en que éste podría reaccionar frente a la calidad de su pintura. El mundo es ese gran espejo comprensivo, la tribuna donde la retina del pintor se mira.



14. Crónica de un azar intervenido podría rezar el subtítulo de este cuadro magistral de Thomas Eakins, que retrata el intervalo entre un episodio y otro de una pelea de box, tan similar a una derrota.