Ocosingo:

Diario de guerra y algunas voces

Efraín Bartolomé

Illustration by Hong-An Tran

"Dicen que este misterio nunca ha de aclararse:
el cura pregona la guerra; el soldado, la paz."

—William Blake


PRÓLOGO

Nací en el primer valle de Ocosingo: cuando mi pueblo aún era la puerta de la selva, y ésta era aún merecedora de su nombre. En aquel clima de dolor y maravilla era posible tocar al hombre y al país en carne viva. En esa atmósfera se coció mi alma. Ahí, en la vieja casa familiar, nos sorprendió la guerra. Llevé un veloz registro de lo que vi y oí durante los primeros doce días aciagos. El mismo valle que generó mis versos ha generado también las instantáneas que, en pinceladas de prosa tartamuda, transcribo a continuación.

4 ENERO


7:15      Los primeros balazos, aunque por la noche, entre sueños, me pareció oír otros.

Hasta anoche entraban llamadas, pero no salían.

Hoy nada: la línea muerta.

El agua escasea.

7.32      Intensa balacera en dirección noroeste.

Se oye en la carretera.

También por la escuela.

Siguen los impactos, secos, de arma grande.

Ahora por el río y por la escuela.

Otra vez la tensión.

Cantan gallos y pájaros.

Silbidos de zanates.

Cesan las balas.

Son las 7:45.

7:51      Otro disparo.

7:54      Otro más, por la escuela, de pequeño calibre.

Uno fuerte por el río.

Dos más.

Me refiero al río del pueblo, a dos cuadras, no al río de la Virgen.

No se ve nadie en la calle.

No hay luz, no hay tortillas, no hay teléfono.

Unas mujeres pasan, pegadas a la pared, rumbo a la tortillería.

Por la falta de energía no hay servicio en la tortillería, pero están vendiendo Maseca.

8:00      Un balazo fuerte por el parque.

8:11      Dos más por la escuela.

Otro, muy fuerte, por el río.

Hoy estaríamos colando el techo de nuestra casa. Esa casita que comenzamos a construir hace siete años. Hemos sembrado
tantos árboles en ese territorio de vista privilegiada. Estábamos entusiasmados con la losa del segundo piso. La cimbra
estaba lista. Parecía que la íbamos a ver.

8:21      Balazos en el sureste.

La niebla de esta hora no permite ver nada.

Mi mujer va a la tienda de Carmelino, nos venderá latas.

"Ya todo se está acabando", informa.

8:24      Suenan helicópteros o aviones.

8:30      Un zumbido como de proyectil muy grande corta el aire de norte a sur.

8:32      Sigue sobrevolando un helicóptero que no se va.

Otros disparos.

Dora y mi mujer consiguieron dos cajas de mercancía.

No hay luz.

El gas se acaba.

9:50      Pasan cuatro carros de prensa y televisión.

En la cocina huele a plátanos fritos.

Gente por la calle: "Los soldados no dejan acercarse, sólo a los periodistas."

Que mataron a Uvelio Rosales.

Mi mujer y Dora van a la tortillería por Maseca: hay una fila muy larga y muchas noticias.

Pido a tío Mario que las acompañe con su diablo, para traer las bolsas de Maseca.

Huele la cocina a chilitos fritos de Simojovel.

En la calle el Capirucho, el perrazo negro con patas como zarpas, intenta copular infructuosamente con una perrita minúscula.

No han sonado las armas y hay calma por la calle.

Mucha gente va a la tortillería y platica en la esquina.

Aprovechando la calma, nuestra vecina Ángela va corriendo a ver a du hermanita, que vive en la salida a Yajalón.

Arístides informa que hay heridos en la clínica, pero los soldados la resguardan.

Regresa mucha gente con sus compras.

La tortillería Chelo vende costales de Maseca y estuches de huevo.

La tortillería es también el local del PRD.

Unos dicen que los guerrilleros quitaron la luz y otros que fue el Ejército.

No dejan pasar al centro.

Doña Filomena, llorando, viene a visitar a su hija Toli, en la casa de enfrente.

Llora por la muerte de Lupe Cabrera, su sobrino.

Confirmado.

Quisimos establecer de nuevo las ventajas del racionamiento y enfrentamos la oposición total de mi madre.

10:09      Un poco de calma flota sobre el pueblo triste.

11:34      Que los cadáveres tirados por el mercado empiezan a ser comidos por los perros, sobre todo los que están en el monte.

11:50      Un helicóptero vuela sobre el poblado.

Ya no se oyen disparos.

Aparece un segundo helicóptero.

Sobrevuelan el mercado y Port Arturo; la zona de combate fuerte.

Otro helicóptero, y otro, y otro, y otro.

Ocho en total.

Helicópteros camuflados con ametralladoras y soldados visibles.

12:20      Sigue sobrevolando un helicóptero.

Los demás se fueron con rumbo a Altamirano.

Pienso en todas las actividades interrumpidas.

Mi padre no ha podido ir al rancho.

Don Pablo no ha podido llevar alimento de pollos a El Paraíso, ni huevos a San Cristóbal.

Los albañiles no han podido colar ni terminan de cimbrar: por lo tanto no cobran.

Los trabajadores no han cortado café.

Alfredo no ha ordeñado ni traído leche.

Édgar no ha dado consulta.

Isaías no ha venido a trabajar.

María, la sirvienta, tampoco.

Génner y Dora no han dado clase.

Luis y Mapi, tampoco.

Oswaldo y Karen no han vuelto a la secundaria en San Cristóbal.

Rosario y Domingo no han vuelto a sus clases de medicina en Tuxtla.

Los niños más chicos no han podido ir a la escuela.

Tía Maguita no ha cobrado y no puede volver a San Cristóbal a atender su casa y su negocio.

Todos hacemos algo dentro de la casa.

Los que menos se mueven son los de San Cristóbal.

Especialmente Luis y sus hijos.

Igual que Pablo chico.

Cuidan mucho sus manos.

No les gusta ensuciarse de tierra.

"Es que así son los coletos de por sí: gente de ciudad."

Y me doy cuenta de que se aburren más.

No saben qué hacer, dónde ponerse.

Le huyen al sol, al agua, a la tierra, a las espinas y a las garrapatas.

Sus zonas favoritas son la sala y las recámaras, la cocina y el comedor.

Mingo estudia anatomía todo el día en su Quiroz.

Charo lee a Valle Inclán.

Hay un sol espléndido otra vez.

Contemplamos el horizonte desde la terraza interior.

Y de pronto la señal ominosa: los zopilotes revolotean en lo alto, sobre la zona de combate.

Entre las nubes y el cielo azul, el pequeño torbellino negro.

Si así están los zopilotes, cómo estarán las moscas.

13:30      Hay una calma extraña bajo el sol intenso.

Aire límpido bajo un cielo impresionantemente azul.

¡Cuánta paz aparente en el espléndido valle!

Qué hermoso espejo el sol para el valle extendido... escribí alguna vez.

Y en ese espléndido verdor la muerte se embriagaba.

Bebía, ayer y antier, su espeso vino rojo.

13:40      Fuera de los zopilotes, que parecen haber disminuido, no vuela ni una mosca en el aire del pueblo.

No veo un solo movimiento en puertas, patios o ventanas.

Veo los ranchos en las faldas del cerro de encendido verdor.

Manchones más intensos de robles y ocotales.

Y tras esta primera serranía verde, la serranía mayor de azul intenso.

A la derecha, el costillar abrupto cortado repentinamente: la puerta a El Paraíso, a la entrada del segundo valle, ahora
sobrepoblado de ejidos y rancherías y colonias nuevas y necesidades y redentores dispuestos a llevarnos al cielo a punta de
bayoneta.

"Todo el mal del mundo proviene de importarnos los unos a los otros", dice Pessoa.

Y yo echo a volar este pensamiento en el aire del día.

13:55      Balacera de corta duración.

Todos alerta en casa.

Me asomo a la calle: otra vez nadie.

14:05      El sol pasa por el follaje del jardín e ilumina los árboles encalados por la sobriniza.

"¡Fuimos siempre tan felices en este pueblo!", dice mi madre, que ha trabajado todos los días de su vida de cinco o seis de
la mañana, a diez u once de la noche.

14:47      En un aparato de pilas escuchamos las noticias sobre San Cristóbal: tres mil millones de pesos en daños a su
palacio municipal.

16:00      Un grupo de soldados en la esquina de Lety, donde antes estuvieron los guerrilleros.

16:15      Se reestablece la energía eléctrica.

El helicóptero, una vez más.

No se ha vuelto a ver gente en la calle.

Pasan cuatro camiones del Ejército.

17:58      El cielo toma un tinte rosa sobre las franjas de nubes que empiezan a formarse al ras del horizonte.

Tras la mole de la iglesia, el único edificio hermoso que se ha construido en este pueblo en 500 años, los planos de color se
suceden así: verdinegro en los cerros, azul, blanco de nubes bajas, rosa del cielo, nubes grises, blanquecinas más arriba y un
azul agrisado en la comba celeste.

El viento agita la enorme palma real que sembré cuando nació Balam, hace 18 años, en el patio de abajo.

18:11      Luz en los postes.

Calma en el pueblo: es un decir, no hay balas.

En el edificio amarillo, la farmacia, los soldados en la azotea.

En la presidencia también.

22:00      Cien muertos dicen algunos, y son pocos para tanta bala que se disparó.

¿Quiénes serán los muertos?

¿Los muchachos de aquí, tzeltales de botas de hule y armas chiquitas; o sus comandantes, de armas poderosas y equipo impresionante?

Las imágenes de la televisión sólo muestran indios pobres.

Duele ese tzeltal joven que estuvo tirado tres días con tres balas en el cuerpo.

Pienso en el frío de la tarde, de la noche, de las mañanas.

Y en el calor gradual que se convierte en el violento sol del mediodía.

Y en los muertos cercanos a este joven que aún puede hablar:

"Nomás me trajeron a morir. Ya va a empezar la guerra, me dijeron... iba yo en mi milpa. Ahí nomás me jalaron."

Un día desangrándose sobre el duro pavimento.

Y otro día.

Y otro más.

Sobre el cemento frío de la calle.

Sobre la propia sangre.

Pensando qué.

Sintiendo qué.

Diciéndose qué cosas.

"¿Qué vamos a hacer con tanta tristeza?, me preguntan los ojos húmedos de mi mujer.

Tomo sus manos y las presiono fuerte, largamente.

Apagamos la luz.