El extranjero

Sergio Chejfec

Artwork by Shay Xie

Soñé con un color, el azul. No con el verde, ni el rojo, sino el azul. Un vértice imaginario, que yo no distinguía más que por sus efectos, atravesaba el espacio y coloreaba la totalidad del plano de manera uniforme, tanto que ya nada se diferenciaba a su paso. Porque lo que en el sueño era el espacio en realidad se mostraba como un plano. Los costados de la hendidura se prolongaban hacia atrás hasta un punto donde la vista no alcanzaba; era como una escuadra de color, ordenada en ángulo agudo, cubriendo las cosas en silencio y con una estela sin turbulencias. No sé con qué mecanismo, quizá no lo hubiera, pero en cualquier caso el avance producía una incisión, a su modo fatal, que dejaba un todo uniforme de azul. 

Digo soñé con un color, pero también soñé con el espacio (el planeta, la realidad) como si fuera un plano, cuando evidentemente no lo es. El azul en punta navegaba sobre una extensión profunda y plana, inconmensurable y acotada, como si cubriera la imagen del espacio y no el espacio mismo. Azul y espacio, mar y geografía. De este modo, dentro del sueño pensé en mapas. Banderas puntiagudas, interminables, cubrían los mapas de azul, borrándolo todo; pero no eran banderas, sino regueros de color, uniformes, como provocados por imágenes. 

Después desperté sin saber el día que era ni dónde estaba. En la habitación se respiraba un aire extranjero, los colores parecían necesitar la invasión del azul, poderoso y difuso a la vez, residuo del sueño. Sentí miedo al pensar que acasel día, justo este día, hubiera pasado sin mayor consecuencia, en mi interior, que la inquietud por no recordar nada. El temor a que el momento esperado con ansias se vea de pronto abolido provoca un desconcierto profundo, una angustia fatal. Como me sucedió esta mañana, a muchos les habrá ocurrido casi todos los días desde tiempos lejanos; y de esta experiencia a medias diurna y a medias onírica presumo que deriva el fuerte arraigo de creencias y religiones:  

Alguien despierta sin saber dónde y cuándo lo hahecho, y aunque de inmediato advierta la verdad una incertidumbre básica continuará trabajándolo por el resto del día. A veces mi hermano ejemplificaba: "Vean qué raro: hoy desperté creyendo estar en África: lo primero que me ocurrió fue recordar manadas de cebras, familias de monos, grupos de nativos trotando con lanzas, y una mancha color azul avanzando como la estela de un transatlántico. Pero de inmediato advertí que no sabía qué día era; y de algún modo esta irrealidad se revirtió en la geografía, haciéndome sospechar, una milésima de segundo antes de descubrir la verdad, si acaso aquel escenario no sería también imaginario".  

Me levanté y fui hasta la sala arrastrando los pies. Allí, encontrando cada día el fuego parejo de las velas, durante el último mes aprendí a percibir su color, aroma y calor como la representación de Ernesto; y que ahora no estuvieran encendidas hacía doble o, si se quiere, nuevamente plena su ausencia. Anoche mi madre me dijo sin decirlo, con los ojos, que ella las apagaría –así como varios días atrás, al descubrir sus pensamientos, supe que fuera de ello pensaba en pocas otras cosas. El carbón dibujado por el humo de las velas era una sombra demorada contra el cielorraso (los cuerpos, aunque no estén, dejan las marcas de su paso), y me dije: quién sabe cuánto tiempo pasará antes verse disipado el aroma del sebo. Estuve inmóvil durante unos momentos, mirando hacia arriba, aturdido y queriendo prever el día de hoy, sin conseguirlo. El recuerdo de Ernesto me distraía, y abrumaba. Hay pocas cosas más contradictorias que recordar a un muerto; el dolor se confunde con el recuerdo y la pena con la consolación. Cuando olvidemos su voz recurriremos a su rostro, y cuando éste también nos abandone volveremos al origen, o sea, a la mera idea encarnada en su persona. 
Así estuve un rato con la cabeza hacia el techo, hasta que fui a afeitarme. Mientras el agua arrasaba los pelos de mi barba de un mes, la hoja de afeitar adquiría de nuevo su filo disponible, el contorno eficaz para seguir rasurando. La pileta se tapaba, nuevos pelos comenzaban a flotar, y varias veces debí hundir el índice, revolver el fondo (recordé el dedo de Ernesto indicando los mapas) hasta observar de inmediato cómo el agua descendía un poco. La barba era mía, las velas de mi madre. Aunque ella no lo hubiese pedido con palabras, yo sabía que su desconsuelo daba por sentado que el hijo restante llevaría un duelo elemental sin afeitarse. Por eso, porque no me costó percibir, y también compadecer, aunque lo compartiera, su dolor, hice lo natural, o sea lo que esperaba; lo que ella habría esperado de mi padre de haber estado vivo o lo que habría hecho mi hermano de haber sido yo el muerto. 

Vi flotar mi barba, entonces, y fue despedir los últimos rastros del momento de su muerte; de la mañana, era también una mañana, cuando me enteré que no vivía. Desde ese día rozarme las mejillas significó recordarlo; apoyar el mentón en el puño implicaba abandonar la distracción –cualquier cosa, en ese momento, se convertía de hecho en distracción– y recuperar su ausencia. Una cama vacía, alguien menos a comer, una voz ausente en el universo de la casa podía presuponer un viaje, cualquier ausencia transitoria; pero mi barba, que notaba más crecida cada mañana, significaba su muerte avanzando desde mi piel. 

Así fue como recordé esta mañana, frente al espejo, lo siguiente: "¿No es precisamente en el extranjero donde lo propio se le aparece a uno como cierto y determinante?", una frase que solía repetir mi hermano cuando después de comer se sentaba a fumar en su sillón y el humo parecía convertirse en palabras. Siempre quiso tener la oportunidad de viajar, pero nunca la buscó. Dejando de lado unos simples y equívocos preparativos perdidos en el tiempo, jamás hizo nada por irse, nunca se movió de la ciudad. Incluso era desusado que saliera del barrio –entendiendo como barrio las dos o tres cuadras a la redonda donde conseguía los cigarrillos y tomaba de cuando en cuando un café--. Siempre careció de dinero para irse al extranjero; y, cuando se podría haber visto obligado, tampoco tuvo razones políticas para exiliarse. Aparte estaba mi madre, pero él sabía que yo no la abandonaría. Jamás buscó la oportunidad de viajar, por lo tanto siempre careció de alguna chance real, y sin embargo soñaba todo el tiempo con hacerlo; su vida se desarrollaba dentro de un marco prefijado y virtual a la vez, aunque suene contradictorio, de acción y pasividad, como promoviendo y esperando que sucediese algo. Lo que ocurrió fue su muerte, la única cosa con la que no soñaba. 

En la época de los preparativos, aparte de los mapas leía guías hoteleras aunque fuesen antiguas, ponderaba los atractivos turísticos ayudado de fotos blanco y negro y comentarios telegráficos, seguía el recorrido de las carreteras, e incluso buscaba informarse del trato que recibían los extranjeros. Era tanta su dedicación que parecía estar preparándose para algún concurso de preguntas y respuestas, en boga por aquel tiempo. Pero como en realidad nada estaba preparado, de manera que no se iba nunca, seguía diciendo que tenía todo listo hasta el momento cuando cambiaba de idea y empezaba la serie de consultas sobre otra región. Poco a poco estos simulacros de preparativos irían espaciándose, hasta hacerse infrecuentes y desaparecer. En esa época todavía sostenía, medio en broma y medio en serio, que demorar las decisiones y retrasar las partidas era la única manera de adquirir la cruel y deliciosa costumbre de quedarse fuera del extranjero, o sea acá, donde estaba. 

A veces al final de las comidas mi madre le decía, frente a él en la mesa, "Ernesto, ¿por qué no trabajás?", y mi hermano se tapaba la cara con las manos. No como si hubiese sentido vergüenza frente a la pregunta sino como quien recibe una agresión primordial, innecesaria y también incomprensible. "Ernesto, ¿por qué no trabajás?", nuestra madre le insistía tranquila con su voz suave. Y él permanecía así hasta que al rato, espiando por entre los dedos, iba hasta su sillón, se sentaba y expansivo después de comer empezaba a hablar. Decía: "¿No es precisamente en el extranjero donde lo propio se le aparece a uno como cierto y determinante?" 

El sillón de Ernesto, pienso, poco a poco irá dejando de ser un recuerdo. De la ambición por viajar derivaba el sentimiento con que estudiaba los mapas: los abría con cuidadoso anhelo, como si estuviera desplegando las escrituras de una religión individual, y era capaz de permanecer horas enteras estudiándolos y fumando, encorvado sobre la mesa que antes y después lo vería cubrirse la cara. Cuando mi madre y yo algunas veces estábamos fuera de la casa, de regreso solíamos reencontrar su melena roja, con la misma inclinación hacia la mesa, tal como lo habíamos dejado absorto varias horas antes. Al terminar esas sesiones permanecía impávido durante largo rato, apabullado y satisfecho por aquello que había observado y acerca de lo cual más tarde nos hablaría desde su sillón. 

La locuacidad de Ernesto era tan profusa que no se moderaba ni cuando dormía, aunque durante el sueño era menos reflexiva que en la vigilia. Sin embargo, decía que casi nunca soñaba. Comía poco, pero como un desaforado. No tenía dinero, por lo tanto nos pedía para cigarrillos y café sin por eso sentir humillación alguna. Se sentaba en su "sofá", tal como lo llamaba, y nos hablaba observándonos, ansioso porque retribuyéramos las miradas, como si sólo el cruce de ojos le pudiera restituir la individualidad de su voz autónoma, sonora y chillona como la de un pájaro, que desde rato atrás no hacía otra cosa que referirse a la ancha geografía del mundo. 

Sostenía que era la herencia judía la que lo inducía a viajar; por otra parte, aducía, siendo un extranjero resultaba a todas luces natural que quisiera irse, precisamente, al extranjero. Con mi madre lo escuchábamos a lo largo del día y no hacía falta verlo para imaginarlo hundido en su sillón, gesticulando como un fanático, como si su voz saliendo de lo profundo de la garganta y sus movimientos revolviendo el aire no fueran suficientes para darse a entender y pretendiera más, más, aspirando a un énfasis en el que se verificara la suma de la geografía referida y ansiada por él, o sea una totalidad absolutamente inabarcable, sólo reunida en su cabeza, y por lo tanto imposible de describir con la simple ayuda de los brazos. Entonces, aunque no lo miráramos, era claro su anhelo de partir sirviéndose de estos simples movimientos como si fueran los primeros pasos de su recorrido. 
Era un divagar de ensoñaciones, un irse en sueños, aunque no una despedida, por cuanto nunca confundió sus pretensiones con sus planes, ni los deseos con las previsiones. Por eso, pese a hablar todo el tiempo sobre el exterior y su necesidad de viajar, nunca volvió a decir, luego del periodo de los preparativos, que pensara hacerlo. Hubiera sido lógico verlo una mañana, después de mirar algunos mapas, fumando en el sillón, anticipar con su voz sonora: "Bueno, mis queridos, la semana que viene me voy para Portugal"; mi madre y yo no le hubiésemos creído, todo hubiera quedado como antes, lo habríamos tomado como otra versión exagerada de sus ilusiones. Pero sin embargo Ernesto no decía tal cosa: a lo sumo suspiraba, frente a algún mapa de la zona, "¡Cómo me gustaría ir a Portugal!". Y esta reticencia para descirbir o comentar sus ansias resultaba enigmática: ¿Qué le impedía hablar de sus planes como si fueran reales?, ¿cómo no ser más enfático con las ilusiones? 

Pese a ser tan locuaz, Ernesto practicaba un habla concentrada, minuciosa, casi jurídica. Era como si la distancia entre su esperanza y la verdad fuera tan amplia y manifiesta que pretender disimularla, aunque sea a través de comentarios gratuitos o salidas irónicas, hubiese implicado reconocer sus deseos –aquella otra zona de la realidad de algún modo tan evidente como mi madre y yo– como de concreción incierta. Por eso, pienso, se veía obligado a ocultar lo irrealizable, para evitar que sus sueños adquirieran un tamaño hiperbólico o devaluado, preservándolos del entredicho al que se someten cuando son amenazados con su realización. 

Hay quienes asumen la tarea de enfrentarse contra la propia naturaleza porque aspiran a otra; a una que, naturalmente, les resultó vedada. Algunos tienen éxito antes de terminar liquidados, otros no. Ernesto fue uno de los que lo consiguieron, aunque ese mismo logro implicó, por cuanto fue un triunfo equívoco, una frustración mayor. Y cuando se trata de estas cuestiones no hay cosa más penosa; porque fue aquella nueva naturaleza, la contraída, la conquistada, con la que coronaría una secuencia permanente de esfuerzos a veces brutales y siempre tenaces, la que Ernesto primero advirtió cómo se revertía contra él, percibió después cómo no lograría dominar jamás aunque le perteneciera, y la que pronto acabó hundiéndolo en ese torpor autónomo y locuaz. De este modo el éxito fue la condición de su fracaso, pero el fracaso el precio devaluado de su éxito; no fracasó del todo porque precisamente tuvo un éxito previo y parcial. 

Dedicó toda su vida a prepararse para viajar al extranjero, pero en la medida en que estuvo listo, a su modo, espiritualmente, desde muy temprano, esa misma energía a veces se consumió en entusiasmo, otras se revirtió en impotencia, pero también siempre en ensueño. El decía que era su sangre judía la que lo compelía a viajar, que el origen y la herencia encarnados en su persona lo inducían al nomadismo, a querer estar todo el tiempo retornando a ese extranjero global de donde procedía. Así, resultaba entonces natural que siempre terminara agotado con la consulta minuciosa de los mapas, porque era tanta la tensión volcada sobre esos continentes o países de hule ocupando cada uno gran parte de la mesa, que se convertían en verdaderos viajes mentales, retraídos y comunicativos a un tiempo, de los que Ernesto siempre regresaba absorto como si acabara de observar alguna divinidad. El país, como no pertenecía al extranjero, carecía de interés para ser consultado, omisión que por añadidura merecía radicalizarse dado que era responsable, de algún modo –pienso, según Ernesto– de coincidir con él en un mismo territorio y así impedirle, todo el tiempo, vivir donde aspiraba. 

Ayer le recordé a mi madre que hoy iríamos al cementerio. Ella por supuesto lo sabía, pero sin decirlo agradeció que me hiciera cargo de su obsesión. Desde que Ernesto murió, todo el tiempo su pensamiento fue una mezcla de dolor mortuorio y compromiso sentimental. El dolor lo llevaba en cada momento del día, el compromiso estaba desde un principio pautado por la cita fúnebre, como habrá de estarlo ya mientras ella viva: el mes, el año, el cumpleaños y cada año y cumpleaños sucesivos. El pensamiento de retornar al cementerio fue un desvelo que la trabajó desde el momento cuando terminamos, el mes pasado, de enterrar su cuerpo. 

Aquella mañana la claridad, lo calmo del día, los árboles, los visitantes dispersos y la silenciosa labor de los cuidadores constituían el contraste pacífico de una brutalidad, para nosotros, previa e individual: la muerte de Ernesto en tanto separación definitiva. Caminamos sin hablar, no podía sacarme de la cabeza la imagen de su cuerpo baldado en el cajón por toda la eternidad, es decir, mientras uno pudiera reconocer su sillón, apoyar cosas en su cama, contemplar de cuando en cuando los mapas y recuperar su idea. Estrechaba los hombros de mi madre, quien suspiraba cada tantos pasos con una exhalación que parecía provenir de la profundidad de su estómago. No es el corazón, pensé, aun cuando sería lo indicado; tampoco eran los pulmones, y presentí que sólo el estómago podía revelar semejante hondura. La lasitud y aparente abandono de su cuerpo contrastaba con la amplitud de mi brazo, que alcanzaba con holgura su costado derecho; y precisamente con mi abrazo registraba la profunda y hermética palpitación de su flaqueza. Después de caminar durante media hora casi en silencio nos aproximamos a la entrada. Allí había un grupo de personas despidiéndose; muchos tenían la mirada enrojecida y se saludaban con largos y fuertes abrazos, murmuraban alguna cosa al oído y se palmeaban entre sí las mejillas; a veces, después de haberse despedido, algunos volvían a dialogar, urgidos, porque evidentemente habían olvidado convenir algo; mientras tanto otros, de a grupos de a cuatro o cinco, charlaban y se tocaban. Muchos se despedían dos veces, sin advertir que ya lo habían hecho. 

El calor se había hecho más intenso, y seguramente el ver aquella escena familiar nos hizo comprender que llegaba el momento de retornar a nuestro impensable trajín habitual. ¿Cómo no sentir culpa por continuar vivo? Apenas terminé de pensarlo estuve seguro de que los dos –mi madre y yo– lo habíamos sentido al mismo tiempo; así, muchas veces nos decimos cosas sin decirlas, tal como sucedía con Ernesto y ella. Eramos incapaces de conseguir alivio, y sin embargo cierta tranquilidad se prefiguraba de tal modo como compensación frente el dolor y el sueño acumulados, que alcanzar la entrada del cementerio resultaba una especie de consideración de la realidad hacia nosotros. En un espacio de sombra, a pocos metros del edificio de entrada, donde Ernesto participara en soledad de los rituales dedicados a su cuerpo, había un banco. Y cuando pasábamos por allí le dije a mi madre: "Qué tranquilo lugar, ¿por qué no nos sentamos un poco?" Ella obedeció sin responder; comprendía que era una manera de retrasar la partida, y me lo agradeció sin decirlo. Tampoco necesitábamos aludir a que durante el mes inmediato no podrìamos regresar. 

Bien; ese mismo agradecimiento percibí que me dirigía con su respiración cuando ayer le mencioné que hoy debíamos ir al cementerio, de donde volvimos hace pocas horas. Una vez terminada la oración frente a la tumba de Ernesto anduvimos de la misma manera por esos senderos, percibí las mismas exhalaciones saliendo de su interior, y nos terminamos sentando, después de caminar alrededor de media hora, en el mismo banco luego de mi mismo comentario. Así comienzan las costumbres, le dije a mi madre que contemplaba, como yo, a un chofer apoyado sobre la puerta de un automóvil a la espera de que volviera quien lo había contratado, refiriéndome por supuesto a nuestro mismo recorrido dentro del cementerio. Toda vez que vengamos, antes de irnos, nos sentaremos aquí, le dije a ella con otras palabras. Y así es como se humanizan los comportamientos, acoté: demorar las partidas, dilatar los preparativos, crear etapas artificiales en los viajes, frecuentar los mismos recorridos. 

Mi madre observaba al chofer, que no dejaba de contemplar los árboles y el cielo, con las manos abiertas sobre el auto, a cada lado del cuerpo, y yo también. En ese momento podía pensarse que Ernesto estaba ausente de nuestros pensamientos, y sin embargo era todo lo contrario. Esa misma lasitud que nos invade al visitarlo restaura para nosotros su vida cotidiana de disponibilidad sin atributos y de obsesión sin riesgo; aquella misma dispersión de la atmósfera en el cementerio, haciendo de la luz el conjunto de planos superpuestos al fondo de los cuales la chatura de las tumbas se recuesta, impregna su recuerdo de la misma repetición con que se articulaban sus días. Tanto mi madre como yo no le temimos a la distracción, por eso pudimos estar sentados conversando de a ratos, mientras los dos mirábamos las mismas cosas, y pensábamos en Ernesto sin decirlo. Felizmente no se llevan flores al cementerio; el espacio resulta más ordenado para los ojos y menos agresivos los colores. El cementerio era verde, predominante, y no había rastros del azul del sueño. 

Rato después, al levantarnos del banco ella me dijo, elevando el brazo para acariciarme el cuello con la palma de su mano, "Las costumbres no comienzan, se perpetúan como los viajes"; y de algún modo y sin palabras le di a entender que la entendía. La herencia que a Ernesto lo impulsaba a viajar era la fuerza que a mi madre y a mi nos empujaba a trazar con nuestros pasos, en el cementerio, una especie de diseño de su recuerdo: deteniéndonos de cuando en cuando a contemplar alguna cosa, dialogando con frases sueltas mientras la entrada se aproximaba inadvertidamente, descansando en un banco cuyo granito gris reivindicaba su familiaridad con las tumbas, demorando la partida. Uno no puede dejar de imaginarse cómo se ordenarían los hechos y las personas de haber sido yo quien se hubiera muerto, y pienso que habría sido igual: Ernesto acompañando a mi madre por el cementerio, un tanto ansioso por volver a la mesa y seguir mirando los mapas –y por lo mismo entonces menos interesado en describir algún tipo de recorrido en particular, o en todo caso en ser conciente de él.

Así como sería impropio hablar del comienzo de una costumbre, según mi madre, tengo la impresión de que resulta equivocado denominar recuerdos los rastros de Ernesto que permanecen en la casa. Cada tanto, durante este primer mes, tomaba sus mapas, y sopesándolos, enrollados, quería prever su contenido; me quedaba un rato pensando en él de una manera vaga, como si ocupara mi conciencia sin suscitar ninguna forma de pensamiento; rato después desplegaba algún mapa sobre la mesa y me inclinaba a mirarlo. No puedo dejar de admirar que mi hermano, a fuerza de repetición, de visitante asiduo de su costumbre, logró un efecto de realidad alrededor de algo en absoluto ilusorio: esas pocas veces que me incliné ante uno de sus mapas creí estar frecuentando un recorrido familiar; pensé que repetía un viaje fatigado en demasía. Encontrarme con el río Danubio era recuperar resonancias de sus comentarios pero también cierta esfera de realidad arcaica y propia; visitar la isla de Madagascar era retornar a una geografía frecuentada y entrevista a la vez. 

Recordaba la voz de Ernesto exclamando frente a ellos, con emoción y entusiasmo, "Desde acá en los días claros se ve Odessa" o "Aquí nace el río Sinha G'og" mientras su índice apretaba el mapa con una fuerza pueril y exagerada, como si pretendiera exprimir aquel hule para hacer concreta la materialidad de la geografía que estaba visitando. Muchas veces mentía, de manera de establecer algún tipo de preeminencia que lo preservara del lugar subalterno que él creía ocupar dentro de la familia; otros días mencionaba lugares o accidentes casi siempre apócrifos, a los cuales en todo caso, si existían, les daba un nombre ilusorio que no era más que un chiste o un juego de palabras. En estos casos levantaba la cabeza y, mientras seguía con el dedo apretado y sonreía, nos dirigía una mirada con la que aceptaba sin palabras que aquello sólo era una broma inocente. Mi madre, al contrario mío, no necesitaba observarlo para saber cuándo inventaba y cuándo obedecía las indicaciones de los mapas; ella decía que se daba cuenta por el "tono de voz" cuando él le preguntaba entre acucioso y halagado, por ser objeto de su atención, cómo había descubierto que estaba mintiendo. 

Sin embargo, a pesar de las apariencias, nunca lo tratamos como a un niño. Esto puede parecer una aclaración inútil, y también inconveniente, pero fue así; en primer lugar debido a que siempre Ernesto se comportó como un adulto. Por ejemplo, cuando hablaba durante horas sin entablar diálogo alguno, en definitiva no buscaba nuestra atención; era un soliloquio blando, flexible, irregular, que depositaba en la duración una aptitud hipotética para ser escuchado por aquella misma geografía extranjera hacia la cual soñaba dirigirse y donde anhelaba permanecer. De ahí la reiteración de sus palabras, semejante a la repetición y combinación de sus mapas, todo el tiempo aspirando sin saberlo a construir una monotonía consistente que pudiera adquirir visos de realidad. Sin embargo la sonoridad de su voz estaba relacionada con la amplitud y diversidad del destino –del universo– al cual él creía dirigirse: los mapas constituían algo puntual, un croquis elaborado con el objeto de representar; y al contrario la luz, el aire, el espacio de difusión de los sonidos que salìan de su garganta resultaban el ámbito más inmediato de convivencia con la totalidad: era el extranjero mismo, lo extranjero en estado de suspensión, una especie de Extranjero Puro rodeando la piel. De ahí la impostación cuando nos hablaba como si se estuviera dirigiendo al mundo; de allí ese tono de presunción inocente y al mismo tiempo enfática al referirse a la herencia judía que lo compelía a viajar; y por supuesto de allí también la amplitud de movimientos al gesticular, el gran arco que dibujaban sus brazos escuálidos como si quisieran testimoniar para ese extranjero distante, remoto e incapaz de oir. 

A pesar de su entusiasmo, no tengo dudas, había algo en el extranjero que a Ernesto lo desconsolaba, y acaso fuese el hecho que en última instancia lo indujera a abandonar cualquier idea seria de visitarlo alguna vez: su limitación. Aunque parezca trivial, mi hermano tuvo la experiencia de lo acotado, circunscripto y estrecho del mundo merced a sus recorridos trazados en los mapas. De haber viajado realmente, la tierra le hubiera parecido misteriosa y en muchos aspectos inabarcable; pero así, con los mapas, que aunque numerosos siempre acababan indicando una misma geografía mensurable, las cosas evidentemente resultaban más previsibles. No hará mucho tiempo un día empezó a estudiarlos valido de espejos, de manera de encontrar la variación y novedad en una misma superficie invertida. Recuerdo sus carcajadas al descubrir un orden a primera vista sorpresivo; me decía, con la voz colmada de entusiasmo y emoción, mientras inclinado sostenía el espejo y daba vuelta la cara hacia donde yo estaba, me decia "Bernardo, ¡pero mirá para qué lado está el océano Indico!" e inmediatamente retornaba a su carcajada contagiosa que a mi madre y a mí nos hacía levantar la vista, observarlo, mirarnos y soltar la risa. En esos momentos era dichoso, tanto como pueden serlo quienes encuentran una felicidad pasajera en las circunstancias sorprendentes; y el sufrimiento resultaba una experiencia inverosímil, aunque faltaran pocas horas para la pregunta fatídica de mi madre. 

Hasta ahora ha pasado sólo un mes, y sin embargo veo claro qué natural es tender a evaluar las conductas de quienes no están; y en este sentido si advirtiera que al morir Ernesto tenía 21 años, todo esto quedaría como una historia levemente extravagante y un tanto desdichada, pero si confesara que ya había cumplido los 52 su imagen se llenaría de patetismo y sordidez. Por lo tanto, me siento tentado a ocultar su edad. 

Hablando del tiempo, recuerdo un comentario que me hizo mi madre cuando en el cementerio, esta mañana, le pregunté cuánto pensaba que pasaría antes que encontrarnos con los mapas de Ernesto dejara de significar pensar en él, o sea recordarlo. Ibamos caminando, y en ese momento a nuestra izquierda, varios metros más adelante, una mujer de edad ponía un poco de orden en una tumba: apartaba ramitas y yuyos secos de las pocas piedras que estaban sobre el mármol, limpiaba con su pañuelo el retrato oval de un anciano. Por un momento, cuando durante un instante apoyó su brazo y sobre él su cara a la par de la foto, sobre la lápida, pensé que lloraría. Pero se quedó inmóvil una fracción de segundo, como si reflexionara, y se retiró. Sus gestos no revelaban dolor, pero sí una solicitud y una rutina que hablaban, pensé en silencio cuando la vi, de un sentimiento de devoción. Ella avanzaba ahora delante nuestro y yo veía su vestido negro, sus zapatos negros, su bolso negro y el andar cansado y vacilante de las personas de mayor edad. 

Bien; mi madre me respondió, bajando el tono y alzando un poco la barbilla para indicarme a la anciana que iba delante, que el recuerdo de Ernesto existía como esa mujer: alejándose y anticipando nuestro recorrido, guía y olvido a la vez; que en ese sentido pensar en el tiempo resultaba una cuestión menor; y que del mismo modo como nosotros recién habíamos percibido que la actitud de la anciana estaba despojada de dolor y poseída de algún modo por una forma de devoción, efectivamente así habríamos de continuar la costumbre de reflexionar acerca de Ernesto. "Y cuando digo reflexionar –acotó ella– quiero decir evocar, imaginar, adorar". Por eso no era capaz de suponer cuánto tiempo pasaría antes de que dejáramos de descubrir en los mapas prendas inesperadas de su hijo; porque si el tiempo se había desplegado hasta un mes antes de manera tan natural, evasiva y a la vez fatal que hubiera sido imposible predecir en qué momento mi hermano habría de dejar de estudiarlos para abandonarnos, del mismo modo ahora los dos –ella y yo, según ella– estábamos dominados por una tiranía que provenía de los objetos y por una fuerza que nos llegaba de nuestro interior. Ernesto era un nadador sin estela, tiñendo a su paso la realidad de su color, y así ocupaba nuestro recuerdo, coloreado por su imaginación. La misma sangre judía que lo había compelido a viajar, ahora nos empujaba a trazar recorridos por el cementerio. 

Después estaríamos un largo rato sin hablar, hasta que dejamos de andar y nos sentamos en el banco próximo a la entrada, desde donde miramos al chofer que esperaba sin impaciencia.


Click here to read an excerpt of Chejfec’s short story, “The Witness,” translated by Steve Dolph for the Summer 2014 issue, and here for Chejfec’s nonfiction, “Simple Language, Name,” translated by Margaret Carson for the Summer 2015 edition.