Amalia

Pablo Ottonello

Artwork by Ifada Nisa

No puedo decir que un gimnasio sea mal lugar para criar a un hijo. Por lo que me contó ella, me gustaba caminar entre las máquinas y ver, siempre a una distancia prudente, a los levantadores de pesas. Me daban ganas de entrenar, pero todavía era peligroso. Mi hermanito dormía en la cuna portátil que estacionábamos cerca de la recepción. Amalia me pedía que lo cuidara mientras ella hablaba con el entrenador y saludaba a sus amigos hombres que hacían pesas en el gimnasio. La cuna con mi hermano adentro, a veces dormido, a veces gritando como loco, era la forma de saber si Amalia estaba en el gimnasio.

Se llamaba New Style. Quedaba cerca de casa.

 

*

Insistí mucho en que quería hacer pesas. Amalia, que era doctora, explicó que eso era cosa de grandes, y que en un chico como yo podía provocar trastornos de crecimiento. Cuando cumplí siete años, me anotó en taekwondo, que se hacía en el primer piso. El profesor, un tipo que habrá tenido no más de treinta años, entrenaba también abajo con mi mamá. La ayudaba a cargar las pesas —Amalia entrenaba fuerte—, y entre los demás varones la felicitaban por las proezas femeninas, como cuando hacía muchas repeticiones de un ejercicio y se le marcaban las autopistas azules de las venas. Llegué a cinturón amarillo. El profesor, que se había hecho amigo de Amalia, trabajaba como doble de riesgo en la televisión. Le avisaba cada vez que iba a salir en un programa. Si esa noche el profesor aparecía en la tele, nos íbamos un poco antes del New Style y comíamos frente al televisor. Mi papá, que ya estaba en casa, nos esperaba para la cena y se sumaba a ver el programa. No le gustaba ver a los amigos de Amalia que salían en la tele. Le daba igual. Mi mamá hablaba de los abdominales que tenían los tipos del gimnasio. Muchas veces la había visto mirarles los estómagos chatos y ondulados por los músculos. Qué buenos tejidos que tenés, le dijo una tarde al profe de taekwondo. Le palpó la pancita. Era importante entrenar. Era una liturgia. No había ni uno que no se mirara en los espejos, como quien vigila una comida en el fuego. Cuanto más uno se entrena, más sano está, más años vive, repetía mamá.

Para mí eran todas verdades.

 

*

El New Style se fundió a mediados de los noventa. Era un local sobre Libertador; demasiado grande,  dijo mi papá, como para ser sólo gimnasio. Él empezó a entrenarse también. Yo había cumplido diez años y el gimnasio era una forma de verlos juntos. Los dos trabajaban mucho. Eran difíciles de reunir. Eduardo viajaba al interior. Amalia era doctora y trabajaba en el hospital Muñiz. Siempre hablaba de los enfermos de sida. A los siete años me explicó que el sida no se curaba, que te dejaba débil como una lombriz y que los enfermos se morían de un resfrío. Aprendí las siglas —Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida—. Me dijo, mi mamá, que el sida era culpa de los drogadictos y de los homosexuales. Los putos cogían por el culo y el culo estaba lleno de venas violetas. Los putos rompían venas y se pasaban el sida como guirnaldas. Una vez la fuimos a buscar al hospital. Martín dormía en el asiento de atrás. Acá trabaja mamá, dijo Eduardo, y señaló la construcción cúbica de ojos rotos donde vivían las infecciones.

Ella se hacía análisis de sangre una vez por mes. Tenía cajas de guantes de látex en el asiento trasero de un Renault 18 blanco que usaba para trabajar. Tenía cajas de preservativos Tulipán, en los asientos y sobre las alfombras, que les ponía a los transductores, unas pijas de plástico hipersensible que servían para mirar adentro de las mujeres. Mi mamá sabía leer esa tele extravagante como un radar de guerra. El útero es la casa del bebé, me decía para explicarme el dominio de su trabajo. Yo tengo que mirar cómo anda todo ahí adentro. En la pantalla latían las zanahorias diminutas. Eso que ve ahí, señora, es el corazón del bebé, decía Amalia. Algunas madres se ponían felices y otras se ponían a llorar, porque ser madres era lo peor del mundo. Amalia era la intérprete de las chicas embarazadas que llegaban con historias horribles a la camilla metálica, sucia de gel anterior, del Hospital Muñiz. Una vez la zanahoria no latió. Amalia tuvo que decir que el bebé estaba ahí, pero estaba muerto. ¿Cómo muerto?, preguntó la madre de la madre. Muerto, dijo Amalia. La nena embarazada lloró. La madre de la nena lloró. Amalia mantuvo el transductor oprimido contra la panza inflada, y en el radar sólo se veían líneas de guerras apagadas. Si me preguntás, me contó después Amalia, la chica parecía aliviada.

 

*

Muy rápido encontramos otro gimnasio. En nuestra familia, la casa era un lugar para comer y dormir y estar tirado sin hacer nada. El gimnasio era el lugar donde pasaban las cosas.

A mi papá no le gustaba entrenar; eso se notaba. Hacía todo muy despacio y casi no hablaba con nadie. Tardó en hacerse amigos. En eso era distinto de mi mamá, que andaba siempre llena de amigos varones que la ayudaban a cargarse las pesas y a acomodarse la ropa cuando se le corría por el ejercicio. Los tipos le miraban el culo fijo adentro de las calzas. Le miraban los recorridos de las venas levantadas como tumbas sobre bíceps que podrían, por qué no, ser bíceps de varón. Amalia tenía cada vez menos grasa en el cuerpo y se dejaba venerar por sus amigos. Se pasaba el día en el hospital, con luces de tubo, y la noche en el gimnasio, acostumbrada a la geografía de los halagos puntuales del entrenador, de los levantadores, de los atletas amateurs que la miraban como se mira a una mujer. Los temas remixados de Tina Turner le hacían sentir el poder de un cuerpo sano. Estar entre varones le hacía bien. Siempre le costó tener amigas mujeres.

Eduardo era alto pero no romboidal como los tipos del gimnasio. Lo suyo era la típica pechuga sin tensar de un oficinista que de un día para el otro había empezado a entrenar fuerte. Yo ya tenía doce años, una edad suficiente para notar el mecanismo canino de la territorialidad. ¿Qué era eso de que Amalia estuviera siempre rodeada de hombres? Los tipos te miran el culo, Amalia, decía mi papá, porque vos lo mostrás. A Eduardo nunca le cerró del todo que Amalia fuera tan independiente. No era moderno. La mujer, en la casa. Él era así, y su mujer había aprendido a alternar entre los hospitales y los gimnasios, con dos hijos a cuestas: yo, que empezaba a hacer series de hombros con mancuernas de un kilo y que corría en la cinta, y Martincito, que jugaba en una bicicleta fija que le quedaba enorme. Mi hermano era un cupido cachetón de rulos rubios. Para justificarse, Amalia exageraba la decencia. Soy profesional y soy mamá, decía, pero seguía jugando a ser el junco de plata.

 

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Había una amiga de Eduardo que lo ayudaba a hacer ejercicios y lo felicitaba porque estaba cada semana más flaco. Se llamaba Mónica, pero Martincito le decía Mócala. Quedó así. Mócala llevaba una cinta métrica de costurera. Mi papá ponía los brazos para que ella los rodeara y le dijera el número. Sus brazos era lo que más crecía. Habíamos cambiado de gimnasio. También quedaba sobre Libertador, para el lado del centro. Era un primer piso. Mócala anotaba la cifra en un papelito, junto con el peso y la altura, que era siempre la misma, un metro ochenta y siete. A Amalia no le molestaba que Mócala midiera a su marido. Por proximidad, se hicieron mínimamente amigas. Venía a cenar a casa con su marido inglés, Jackie, que fumaba en pipa, tenía cara de marinero y se la pasaba hablando con Eduardo de la hazaña que había sido para él, un tipo de sesenta, haberse casado con Mócala, que tenía treinta y tres y las piernas largas de la época. Amalia ya era una fanática de los gimnasios, una de esas mujeres de treinta y cinco con la convicción hiperactiva de no envejecer. La actividad física es un antidepresivo natural, decía. Eso era ella: endorfina y batidos proteicos. Compraba esos tachos grandes de plástico con combinados de vitaminas y aminoácidos especiales para deportistas de alto rendimiento que el menemismo había puesto en las estanterías. Su energía era increíble.

 

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Yo era un flacucho. Amalia decía que tenía que comer mejor, cuidarme del frío y hacer ejercicio físico para algún día pegar el estirón que merecía. El criterio espartano de belleza física que Amalia había desarrollado me ubicaba en la zona marginal de los chicos desgarbados con músculos largos, sin tonicidad, sin espaldas anchas, sin potencia ni color en la piel, con piernas como juncos y músculos mínimos para cumplir funciones vitales y dar lástima. Amalia encarnaba la ética iluminista de los gimnasios de la década del noventa, en los que las mujeres dejaban de ser gordas que criaban hijos y se subían a las cintas para correr, o se anotaban en clases de aerobics para gritar entre mujeres esa nueva libertad de la calza apretada y las siliconas.

Ella empezó a usar unas calzas de colores que se trajo de un viaje a Miami, y yo, aunque tenía doce años, me daba cuenta de que no sólo mi papá, que la acompañaba a todas partes —por miedo a dejarla suelta—, sino todos, hombres y mujeres, le miraban el culo a Amalia. Era doctora, tenía dos hijos, marido y una casa con jardín. Amalia, como Copérnico, había cambiado la relación de las cosas. Todos felicitaban a Amalia.

 

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Cumplí trece y Amalia me regaló una bolsa de boxeo. Hacía años que ya no practicaba más taekwondo. Le preocupaban mis peleas en el colegio. Tenés que aprender defensa personal, dijo. Todo empezó una tarde que volví con un chichón. No era nada. Un amigo, Peter, me había robado la billetera. Entre Peter, Christian y Andrés se la pasaron de mano en mano. Ellos jugaban al rugby en el equipo del colegio, y la billetera no se les caía nunca. Traté de agarrarla, pero eran más rápidos que yo. Me di el golpe cuando Christian se enojó porque me tropecé contra él. Me agarró de la camisa y me empujó contra un locker. Eran de metal ruidoso, pero el golpe casi no dolió. El chichón me marcó la frente como un hormiguero pampeano.

 

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Lo importante es aprender a ser fuertes, repetía Amalia. Ahora el gimnasio se llamaba Body Max y tenía máquinas importadas con carteles de instrucciones en inglés. Estaba siempre lleno de gente. La mayoría eran mujeres. Para ese entonces, se había consolidado ese nuevo tipo de mujer de entre treinta y cuarenta y cinco, recuperadas por completo del hecho de parir, con abdominales marcados y ombligos sobrios, con brazos flacos y fuertes y las tortuguitas morrudas que tenía Gabriela Sabatini en los hombros. Se comía chicle de menta importado y se tomaban preparados con vitaminas que Amalia ya conocía y recomendaba en el gimnasio anterior. Amalia había sido precursora. Recién ahora empezaba a conocer mujeres más jóvenes que ella, con menos arrugas y mejor respuesta muscular al estímulo de poleas y mancuernas. Duplicó intensidades. Agregó horas de entrenamiento y cuidó la calidad de los ejercicios. Sabía e inventaba combinaciones que mejoraban el rendimiento de las fibras y quemaban más grasa en menos tiempo. Sabía combinar ejercicios para minimizar el tiempo de descanso y nunca frenar. Una noche, cuando ya había poca gente en la sala principal del Body Max, la vi levantarse la remera y contraer los abdominales. Los seis fragmentos simétricos abolían marcas previas de maternidad. Después tensionó los hombros y los tríceps y clavó la mirada en sus propios ojos marrones. Creía que nadie la miraba y se miró para seducirse. Los tríceps le crecían como raíces, o como boas dormidas. Después se puso una toalla al cuello, exhaló, hizo dos aplausos y se metió en el vestuario.

 

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Se hizo amiga de un grupo de ciclistas que entrenaban en el Body Max. El que parecía ser el líder andaba todo el día en calzas y se llamaba Berni. Yo no había conocido a muchos homosexuales en los gimnasios. Le pregunté a Amalia si Berni era homosexual. Respondió que no, que era muy hombre. Yo sabía que a los homosexuales les gustaba mostrarse en calzas, con las bolas bien apretadas. Por eso estaba casi seguro de que Berni era homosexual. No es puto, es ciclista, dijo Amalia.

 

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Me empezó a ir mal en el colegio. Eduardo dijo que era un colegio demasiado caro como para sacarle tan poco. Tenía catorce años y no me importaba lo que dijeran mis papás. Sólo me quería levantar minas, aprender a ser un buen besador con lengua, y tener historias para contarles a los otros. Era un flacucho con cuerpo de pájaro, medio boludón, y las chicas de catorce salían con los de diecisiete, que iban a bailar hasta tarde, tomaban alcohol, fumaban y tenían auto. No salían con pájaros. De mis compañeros, los que habían besado con lengua eran los rugbiers y los barbudos. La barba me crecería recién a los veinte. Entonces era lampiño como un riñón.

Empecé a faltar a clase a la tarde para meterme en el Esparta, el nuevo gimnasio familiar, que manejaba Pepe, una vieja estampa del levantamiento de pesas argentino, ahora engordado por los años. Pepe entendía perfectamente que yo me estaba haciendo la rata para dedicarle tiempo a mis músculos. No me iba a delatar. Tenía que echar lomo urgente. El riesgo era mi virginidad.

Una de esas tardes, apenas después de almorzar, me encontré a Amalia.

Ella no me vio. Yo estaba en el piso de arriba. En el gimnasio casi no había gente. Ella estaba con Berni, el ciclista de las calzas. Berni la ayudaba a entrenar. Yo seguí en la bicicleta fija, como si nada. No bajé a saludar. No quería que Amalia me mandara de vuelta al colegio. La semana anterior había llegado una carta que reportaba mis problemas de conducta. Después de eso mis dos padres me dieron un sermón larguísimo. Martincito también estaba, pero miraba dibujos animados en la televisión. Cada tanto se reía mientras Eduardo y Amalia jugaban a ser padres serios. Yo, ahora, seguía en la bicicleta fija. Si Amalia me descubría, mala suerte. Estaba pensando eso cuando vi que Berni la agarró a Amalia de la cintura y le dio un beso. Fue un beso bastante discreto, no con lengua como en televisión. Amalia, después, le tocó las pelotas apretadas contra la calza. Fue un segundo, nada más. Nadie, salvo yo, se dio cuenta.

 

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Mientras tanto, mi papá trataba de educarme. Estaba en plena adolescencia y lo que decía no me importaba. Con esto, le perdí todo el respeto. Lo mío no son problemas de conducta, le dije cuando sacó el tema; el colegio tiene un exceso de autoritarismo. Lo dije así: un exceso de autoritarismo. Insolente, dijo Eduardo; me mandó al cuarto y me suspendió la plata semanal.

Eduardo seguía yendo al gimnasio con Amalia. Desde que lo había conocido en el Body Max, Berni le parecía medio boludo, pero no le molestaba que hablara con Amalia porque pensaba que era puto. Para mi papá, un tipo en calzas era puto. Un sábado, fuimos los cuatro al gimnasio. Martincito, que tenía diez años, jugaba a irse para atrás en la cinta. Desde la bicicleta fija, Amalia le decía que se pusiera a correr, así tonificaba un poco las piernas. Eduardo le decía no seas chiquilín. Le encantaba esa frase. Te vas a lastimar, hijo. Yo estaba abajo, con mancuernas de cinco kilos haciendo bíceps. Tenía catorce años y necesitaba echar lomo rápido o no iba coger nunca en mi vida. Berni, el de las calzas, hacía sentadillas con cien kilos de cada lado de la barra olímpica. Rocky, uno de los fisicoculturistas de competición que tenía el Esparta, lo alentaba a los gritos. Del otro lado estaba Pepe. El resto de la familia bajaba del entrepiso al sector de máquinas. Martincito bajaba de a dos escalones, a los saltos. Amalia saludó a Berni como si no lo conociera. Con los huevos encorsetados y una musculosa que dejaba ver los dorsales como cabezas de cobra, dos veces el tamaño de mi papá, Berni le estrechó la mano y le palpó el antebrazo. Era un gesto que le vi hacer a Menem por televisión. Eduardo le sonrió. En el fondo no le importaba nada el puto de las calzas. Mis padres entrenaron cada uno por su lado. Martincito andaba por ahí. No se le caía una pesa en el cráneo porque existen los milagros.

 

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La primera vez que se separaron no dieron mucha explicación. Nos juntaron a Martincito y a mí, Eduardo agarró un peine azul de plástico y mientras empezaba a hablar lo peinó a Martincito, acurrucado en su falda. Él tenía ocho y yo doce. Sin saber por qué, Martincito empezó a llorar. Yo no entendía, pero también lloré. Habló Eduardo. Le costó disfrazar las frases para que sonaran a cosa común y corriente. Hizo una introducción larga sobre la vida de los grandes y el tema de la pareja. Amalia se iría a ir a vivir a lo de la abuela hasta que se amigaran.

 

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La segunda fue definitiva. Martincito, que ahora tenía once años, preguntó si mamá se iría otra vez a lo de la abuela. Eduardo dijo que no. Respondió con bastantes pelotas. Se hizo un silencio horrible y Martincito, pobre, lo interrumpió con un llanto de niño dolido. Yo no quería que me vieran llorar y me la aguanté. Amalia, como si no registrara la situación, esperó a que Eduardo terminara de hablar. Después besó a Martincito como si se hubiera muerto alguien y me besó a mí. Hay que ser fuertes, dijo, sin convicción, como si lo hubiera leído en una revista. Estaba vestida con las calzas que usaba para entrenar y una remera de deporte. Después dijo que se le hacía tarde y que la esperaban en gimnasio. Así fue para nosotros también la trémula tragedia del divorcio.

 

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En esa charla —me acuerdo perfecto—, Eduardo aclaró no había amantes en el medio. Pensé en Berni y sus pelotas apretadas por las calzas, bien de puto. Como todavía era bastante infantil, la aclaración me dejó tranquilo. En ese momento no entendí que, de la misma manera que un ministro de Economía que niega una devaluación, como pasaría unos años después con Domingo Cavallo, en realidad Eduardo estaba confirmando lo que negaba. Eduardo aclaraba que ninguno de los dos tenía amantes cuando justo eso, las filtraciones matrimoniales, habían roto todo.

 

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Íbamos los cuatro al mismo gimnasio en turnos diferentes para que mamá y papá no se cruzaran. Martincito empezó a entrenar. Igual que yo, conocía a la gente del gimnasio y se enganchó rápido.

 

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El amante de Amalia no era Berni. Se llamaba Alejandro Barrientos. Eduardo, que era inteligente pero insensible, no tenía ni idea quién era o de dónde había salido.

Barrientos era dueño de un centro médico donde Amalia hacía ecografías. Era radiólogo, pero nunca ejerció. Según diría Amalia, era demasiado bruto para tomar buenas placas. Era más joven que Eduardo, jugaba al tenis y decía ser campeón nacional de paleta. Después, cuando me tocara conocerlo, sabría que en realidad era uno de esos tipos que llamaban temperamento a tomar cocaína, ser estafadores y mentir con compulsión. Como todos los ególatras, me pareció encantador.

 

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Una tarde Amalia nos pasó a buscar en un Peugeot blanco. Manejaba Barrientos. Era medio pelado, más petiso que yo, con piel tostada. Trató de que el momento de conocer a los hijos de su nueva mujer fuera lo más amable posible. Martincito se subió al auto sin decir nada. ¿Ya dije que cumplió once? Yo tenía quince.

Me gustaba Barrientos para mi mamá. Amalia estaba contenta, pero cada vez más distraída, como si tanto cambio de vida le hubiera desgastado la capacidad intelectual. Nada cambió demasiado. Trabaja en el centro médico de Barrientos y en otros dos más por la zona. El resto del tiempo lo invertía en el gimnasio y en salir con su nuevo novio, al que llamaba marido. Me preocupé por Martincito, que todavía era chico, pero él se tranquilizaba con la televisión.

 

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Eduardo empezó a revivir después del fracaso con Amalia. Salía con gatos. La primera se llamaba Griselda y lo que pasó fue directamente un saqueo. Le compró una Honda Shadow con flecos de cuero en el manubrio. A nosotros nos amenazó con sacarnos del colegio si no estudiábamos. A mí en particular me dijo que estaba, en términos generales, muy decepcionado. Tuve ganas de decirle que el que estaba muy decepcionado era yo, pero no lo dije. También, si pensaba en las ganas, pensé en decirle que no era tan puto el puto de las calzas. Tampoco dije nada. Igual no me sentía buen tipo por guardar el secreto. Algunos secretos eran como el ácido. Los años siguientes serían difíciles entre Eduardo y yo.

 

*

Tenía casi dieciséis y todavía no había cogido. La única cosa buena que aprendí de Griselda, la primera novia de Eduardo —una usina que consumía el patrimonio familiar—, fue saber que a las mujeres también les gustaba coger. Especialmente si decían que no les gustaba. Una noche me regaló un habano y me explicó que, cuando tenía ganas, era muy puta en la cama. Lo dijo así:

—No soy ninguna santa.

 

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Nadie quería volverse viejo. En las mujeres debía ser peor. Ahora Amalia decía tener cuarenta y dos. Ya nadie sabía cuántos tenía. Entrenaba más que antes, cuatro o cinco veces por semana. Barrientos no la quería dejar sola y entrenaba con ella, como había hecho mi papá, a la par. A los pocos meses Barrientos perdió peso y ganó juventud. El primer tiempo de las parejas, como con los presidentes, siempre era bueno. Les gustaba el champagne. A escondidas de todos, como me daría cuenta, atando cabos muchos años después, Barrientos también tomaba cocaína. Por eso los ojos se le ponían rojos cuando discutía. No porque fuera de origen vasco, como decía Amalia, o porque fuera temperamental. Era la falopa.

Tuvimos una charla de drogas. Le sirvió para practicar la paternidad. Yo tenía quince años y quería saber qué había hecho Barrientos y qué no. Dijo que, en su época, fumar porro era completamente normal. Después apeló a la nostalgia y dijo que salir de noche era otra cosa, y juró que tenía contadas las seis o siete veces en que había tomado cocaína. Se besó el índice, armando una cruz, para darse veracidad. Confesó que no lo recomendaba. Además de la paleta, era campeón nacional de mentir.

 

*

Martincito se quedó dormido. Yo estaba envuelto en la penumbra azul del televisor, como frente a un mar de tonitos eléctricos en el living de la casa de Barrientos. Los sábados a la noche nos tocaba ir a dormir allá. La casa era en Pilar. Cada uno tenía su cuarto con camas grandes, que no teníamos en lo de Eduardo. Amalia había empezado a tomar champagne y dejaba que yo los acompañara, para que aprendiera. Llamaban a eso cultura alcohólica.

Esa noche apareció en bata con una copita larga. Se sentó en la punta del sillón. Martín se despertó, la vio y sonrió. Ella le acarició la nuca con sus dedos de rastrillo. Martincito se le durmió en las piernas. Bajé el volumen del televisor y acepté que mi madre estuviera desvelada y con ganas de hablar. Habían salido los papeles del divorcio. Tenía una forma muy propia de llorar: se quedaba muda y segregaba saliva espesa. Aflautaba la voz. Trataba de hablar, pero no podía. La baba pegoteaba la apertura de los labios. Martín la abrazó. Me mataba verla así. Se curó los ojos con la manga de la bata y empezó a hablar mal de Eduardo.

—Eso no es un hombre —dijo—. Un hombre no hace una cosa así.

Se quejó de la repartición de los bienes. Se volvió jurídica, dio cifras y nombró bonos. En eso apareció Barrientos, también en bata, con la botella de champagne. Sin sentarse, le llenó la copa, dio un trago del pico, lo escurrió por el paladar, como se hacía con los tónicos de enjuague bucal. Se sentó de mi lado del sillón. Me pasó la botella.

—Seco, burbujas mínimas, suavecito. Está especial, dale —dijo.

Probé: estaba helado. El amargor se sentía en los laterales de la lengua, como si ahí estuvieran los ministerios encargados de catalogar el sabor.

—Esto es un hombre —dijo Amalia. Lo señaló. Barrientos, sin poder contener la percusión de minigases, eructó. Como si fuera un tema que le hubiera quedado pendiente, como si sus hijos lo tuviéramos que saber como parte una declaración de principios, Amalia agregó esto:

—No importa el tamaño de la pija. Importa saber usarla.

Le tocó el antebrazo a Barrientos, más peludo que el antebrazo de mi papá. Se miraron a los ojos.

—¿Alguien quiere ensalada de fruta? —preguntó Amalia.

 

*

A Amalia le llevó varios meses terminar de ordenar sus libros en la casa de Barrientos. El hogar a leña, encendido hacía horas, componía, cada tanto, explosiones opacas, como quiebres en el hielo de un glaciar. El quebracho olía a vacaciones. Montar la biblioteca era la prueba de que Amalia no volvería nunca a lo de Eduardo. La ayudé a hacer orden. Entre los libros apareció El manual de la geisha, una biografía sexual de una puta japonesa que enumeraba trucos sexuales para la mujer occidental. El señalador marcaba el capítulo VII: la felación. Las ilustraciones eran de libro de medicina, con la gracia satírica del kamasutra. Tenía flechas, aclaraciones y notas al pie.

—¿Qué es esto? —pregunté.

Barrientos, que estaba también ahí, hacía montoncitos con libros que no le interesaban, para hacer lugar al desembarco de Amalia. Martín giró la cabeza, nos evaluó, no encontró nada interesante y volvió a meterse en el mantra azul del televisor.

Como si le hablara a un paciente, Amalia apoyó el libro sobre las manos y dijo que la felación era un acto cariñoso y saludable para la pareja. Aprovechó el tono médico para explicar (aunque no quise oírlo) que en los alerones del pene había poblaciones inmensas de corpúsculos de Krause, que eran terminales nerviosas conectadas al cerebro: puntitos que emitían electricidad. El cerebro transformaba esos pulsos en placer. La mujer tenía que aprender a estimular la glándula peneana para que esas descargas eléctricas fueran lo más luminosas posibles. Eso influía en la concepción y, en el fondo, era una técnica de perpetuación de la especie. Según la geisha, las mujeres usaban sólo el veinte por ciento de la lengua en la felación. La lengua era más que eso. El capítulo proponía usar más superficie y aprovechar las diferencias de rugosidad. Lo explicaba con gráficos. No era lo mismo la punta —explicó mi mamá, señalando la suya como un reptil— que los laterales, más rígidos, más firmes, ideales para remover células muertas del tronco del pene. La felación renovaba, daba vitalidad, ayudaba a engendrar, explicaba la geisha.

—En el hospital, cuando hacía guardias, me cansé de ver frenillos rotos —dijo Amalia. Barrientos no habló. Levantó las cejas, se acercó y le dio un beso en el cachete.

 

*

El nuevo entretenimiento de la pareja fue tratar de que Amalia quedara embarazada. Hicieron estudios y empezaron un tratamiento. El útero era la casa del bebé, como decía Amalia, pero algo pasaba con su propio sistema. Nada parecía poder revertir el sangrado de óvulos inertes. Esto duró meses. Al tiempo Barrientos empezó una época crítica. Pidió créditos, le empezó a ir mal en el centro médico y la cocaína se le fue de las manos. De las manos a la nariz. Amalia no hacía comentarios y prefería creer que sus enojos se explicaban por su origen vasco y porque ella no se embarazaba. Insistió con eso.



*

Todos dormían menos yo. Barrientos llegó solo en un Alfa Romeo verde, que se había comprado después del Peugeot. Tirado en el sillón, yo miraba The Chosen One, una película en la que Carmen Electra era una especie de ángel siliconado y cogedor. En el momento en que Barrientos apagó el motor del Alfa y cerró su puerta, Carmen Electra se volcaba una botella de leche en las tetas, se acercaba a su amante y hacía chorrear el resto de la botella a lo largo del muslo. El tipo tomaba los sorbitos que le llegaban, tributarios del pulgar estirado de la actriz. Atajaba la leche con la lengua. La planta del pie de Carmen Electra era apenas más pálida que las canillas y el gemelo, de color marrón dorado. Con mucha lástima cambié de canal (me podría haber hecho una paja cáustica). Puse un partido de tenis en el que Yevgeny Kafelnikov le iba ganando a Thomas Enqvist. Era una grabación que comentaba Gonzalo Bonadeo. Unos sets más adelante, Kafelnikov le ganaría el partido y, con esa victoria, el Abierto de Australia de 1999. Me asomé a la puerta de la cocina. Barrientos no me vio. En la mesita de madera, sobre una boleta de electricidad, diseminó polvo blanco. Con una tarjeta de crédito acomodó y aspiró. Sonó a estornudo invertido. Cerró los ojos y tomó aire, como si eso lo ayudara a asimilar. Me quedé quieto en la puerta. Tenía quince años y no entendía del todo lo que acababa de pasar. Ahí Barrientos me vio.

 

*

Fue elegante para resolver la situación. No dijo nada sobre la droga. Recordó que yo estaba aprendiendo a manejar y, sin sacarse la campera de cuero negra, muy pesada, me preguntó si quería probar el auto nuevo. Me vestí y salimos. La casa era a doscientos metros de la Panamericana, a cincuenta y dos kilómetros de Capital Federal. A la una de la mañana no había nadie. En esa época, tampoco habían instalado los radares. Por la iluminación y el agua retenida en la atmósfera, el pavimento se había azulado.

Me pasé al asiento de conductor y puse primera. Barrientos dio indicaciones.

—Sentí el V6. Es un violador —dijo. Aceleré con el embrague presionado. El tacómetro levantó cinco mil quinientas vueltas como si nada. Las calles del barrio eran tranquilas: tierra con piedritas. No era un barrio cerrado, era una urbanización. Aunque hablaba poco, Barrientos tensionó la mandíbula y movió la lengua adentro del paladar. Cuando el auto se me apagó, me explicó el funcionamiento del embrague y de la caja de cambios.

—El embrague es como una mujer: tocar lo justo —dijo.

Me cambié de lugar. Salimos a correr con el auto por la Panamericana.

 

*

En ese tiempo, Eduardo se recuperaba de su depresión matrimonial y se dedicó a la perestroika del sexo no reproductivo con chicas jóvenes que se instalaban en la casa familiar como ganadoras de una beca para artistas residentes, cuya obra eran la coquetería, el correteo ruidoso y la revalidación de la juventud de un hombre de cuarenta y tres años que necesitaba calibrar el ánimo. Se refinó, se volvió gourmet. Probó todos los deliveries de sushi y se fue de minivacaciones con sus novias.

 

*

Con el tiempo, las cosas se complicaron para Amalia. Un no sé qué fallaba en la vida uterina de mi mamá. Fracasaron los tratamientos de fertilidad. Barrientos se puso insistente con tener un hijo que finalmente tuvo con Graciela, su secretaria personal en el centro médico. Amalia se puso muy mal. No soportó ni la traición ni la frustración maternal de no haber podido darle ella ese hijo que él quería. Pobre mamá. Todo el mundo dice que es difícil ser mujer, y debe ser cierto. Amalia le tiró un termo de agua caliente a Barrientos. El vidrio le hizo un corte en el pómulo y el agua caliente le quemó el cuello. Con Graciela fue un poco más complicado. La fue a buscar al centro médico, le hizo una zancadilla, le trabó el talón, le separó los hombros y se los apretó contra el piso como si supiera judo. La mordida en el cachete cortó la carne con los dientes y manchó primero el ambo blanco, después el piso recién barrido y desinfectado (eran las ocho y cuarto de la mañana) y también la cara de Graciela, sobre la que la sangre empezaba a oscurecerse y coagular. La boca de Amalia se puso roja, como si le hubieran explotado las encías. La sangre era de Graciela. El olor a lavanda venía del producto que hacía comprar Barrientos a la gente de limpieza para repasar las baldosas. Amalia me contó después que pensó en estrangularla, pero también en evitarse la cárcel. Graciela no paraba de sangrar. Para no matarla, Amalia le escupió un moco morado en la nariz y se guardó las ganas de pisarle el estómago todavía chato donde el útero, que era la casa del bebé, ya hacía sus primeras operaciones de paz y alimento sobre el óvulo fecundado. Se metió en el auto con el ambo lleno de sangre. Las manchas parecían el mapa de Tucumán. Dos horas después llamó al centro médico para sacarse la duda sobre si Graciela había perdido el bebé. Le explicaron que recibió tres puntos, que le dieron analgésicos para el dolor y que así, toda vendada, parecía una momia. Por suerte, el bebé estaba perfecto.

 

*

De todo esto me enteré muchos años después. En su momento, según Amalia, sólo había sido una separación difícil.

 

*

—No se da cuenta de nada —dijo Martín.

Todavía era muy chico y hacía boludeces. Vivíamos la mitad de la semana con Eduardo en la casa de siempre, y la otra mitad en la nueva casa de Amalia, en Accasusso. Durante un tiempo dejó de trabajar. El psiquiatra le recetó pastillas para controlarla. Amalia alcanzó una paz farmacológica. No sé quién le pagaba las cuentas.

—No se da cuenta —dijo Martín—. Mirá.

Cambió de canal el televisor. Amalia parecía no necesitar pestañear. Respiraba muy poco y no se movía. El sillón era el que había en la casa de Barrientos, blanco y gigante. Se pasaba casi todo el día ahí, en ropa de dormir.

 

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Martín invitaba a amigos. Boludeaban con Amalia. Una vez le puso caca de gato en la cabeza. Amalia tardó un rato en darse cuenta de dónde venía el olor. Lo buscaba con la punta de la nariz. Petrona, la señora que la cuidaba, insultó a Martín en una especie de guaraní. ¿Cómo le hacían una cosa así a la madre?, dijo Petrona mientras le sacaba los soretes de entre los rulos. Yo también me reí. Amalia se gastaba el día ahí, televisiva. Parecía tener desactivada la percepción. El gato (Emily) había sido una sugerencia del psiquiatra para mejorar sus problemas de sociabilidad. Era bueno que tuviera que darle de comer a otro ser viviente, explicó.

 

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No nos dábamos cuenta que eso se llamaba depresión. No se nos ocurrió que el ostracismo podía ser peligroso. Nos acostumbramos a verla así, rígida por las pastillas, lenta para hablar. No veíamos nada fuera de lo común en que anduviera en pijama, en que no se depilara y en que las axilas se le pusieran agrias. Una vez por día, Petrona la obligaba a bañarse. A veces se lo tomaba bien, como un juego. A veces la insultaba y, repentinamente activa, se bañaba sola y enérgica, como si retomara la salud.

Petrona le llevaba la comida al living en una bandeja. Quedaba ahí, endureciéndose, hasta que Amalia decidía comer. Emily le chupeteaba el puré y le tomaba el agua. Amalia la dejaba alimentarse y después comía ella. Cuando se le pasaba el efecto del rivotril, daba vueltas por la casa y salía a hacer las compras caminando. La combinación de antidepresivos con ansiolíticos funcionaba bien, pero la hundía en una neutralidad. El psiquiatra, Bulnes, se reunió con Eduardo y nosotros dos. Mencionó un estudio de personalidad, para determinar si era una mamá peligrosa. Tuvimos una reunión con una asistente social. Preguntó cómo era la relación con Amalia. La asistente social era formal como una escribana. A mí, que ya había besado con lengua, todo el mundo me parecía pelotudo e inferior. Es una madre normal, dije, con dos hijos. ¿Se relaciona con ustedes? ¿Qué pueden decirme del vínculo madre-hijo? Eran todas preguntas así, parecidas. Costaba contestar.

 

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Eduardo hacía que no le importaba la salud de Amalia. Le pedimos que viniera a visitarla. Aceptó. Se vieron en el living. Amalia lo saludó, lo abrazó y lloró. Eduardo notó que estaba sucia, que tenía pelos en las piernas y que los músculos estaban comprimidos y blandos como pechugas de pollo descongeladas.

—¿No estás yendo al gimnasio? —preguntó.

 

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—Mirá —dijo Martín.

Desde atrás del sillón, apuntó el control remoto hacia el televisor. Repitió el truco de cambiar de canal y mostrar que Amalia no notaba los cambios.

—Está zombie de nuevo —dijo.

Puso el cincuenta y dos, Venus. Una chica vestida de secretaria se la chupaba a un tipo vestido de hombre de negocios. El pene blanco, como una merluza de trompa roja, resaltaba sobre el pantalón de traje. La chica lamía el frenillo, donde estaban los corpúsculos de Krause.

—Contraté el porno —dijo Martín—. Lo paga mamá: diez pesos más por mes.

Amalia miró las imágenes.

—No dice nada. Pero le gusta —dijo Martín.

Amalia reaccionó de golpe. Giró sobre el torso y apoyó las manos en el borde del sillón. Nos asustamos.

—¿Ustedes usan preservativo? —preguntó.

 

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Cuando Petrona terminaba su horario, la casa de Amalia era tierra de nadie. Martín invitaba a los amigos a hacer el quilombo que no podía hacer en lo de papá. Compraban cerveza y esos vodkas saborizados que venían en petacas. Se ponían en pedo y eructaban con sabor a ananá. Martín era muy chico todavía: acababa de cumplir catorce. Una noche lo encontré con un pucho en la boca. Le pedí que me convidara uno y fumamos en la cocina. El humo enturbió la luz de las dicroicas. Amalia estaba dormida en el sillón con la tele prendida. Había amigos de Martín durmiendo por la casa. Llevamos una cerveza al living y nos sentamos con mamá. Me ofreció vodka saborizado. Metí la nariz en el orificio de vidrio y dije que no. Había un chico dormido abrazado a ella. Lo corrimos a otro sillón. Tenía la bragueta abierta. Se hacía la paja al lado de Amalia, que tenía el pijama desabrochado. La tele mostraba, abstracta como suelo marciano, una penetración vaginal. Miré a Martín.

—No te preocupes —dijo—. No se da cuenta.

Martín se fue con los otros a dormir a los cuartos de arriba. Quedé solo con ella. Cambié de canal. Gonzalo Bonadeo relataba los puntos salientes de las Olimpiadas de Seúl 88.