Mapocho

Nona Fernández

Illustration by Dianna Xu

Dicen que Lautaro tenía quince años cuando Don Pedro de Valdivia lo tomó prisionero allá en el sur. Dicen que al conquistador le cayó bien el mapuchito porque tenía los ojos brillantes como una aceituna y la piel morena y fresca. Dicen que por eso se lo llevó al campamento y lo convirtió en su paje personal. Lo puso al cuidado de sus caballos. Le enseñó a montarlos y le reveló todos sus secretos. Pronto Lautaro se convirtió en un gran jinete. Galopaba días enteros de un lado a otro frente a la mirada de su patrón. Indio vestido con plumas y sedas, con el pelo desordenado por el movimiento del caballo. Indio de labios gruesos gritando palabras indescifrables, los muslos firmes aferrados al animal, el sudor del pecho corriéndole a gotas, mojando la camisa blanca. A Valdivia le gustaba el mapuche. A ratos se le quedaba mirando. Había tanto de raro en él. Mezcla de animal y hombre, de luz y noche, de confianza y recelo. ¿Qué pasaba por la cabeza de ese mapuche? ¿Pensaría del mismo modo que él? ¿Sentiría las mismas cosas? Ya había observado que era mucho más resistente al dolor, al frío y al hambre. ¿Su piel sería más gruesa? ¿Se erizaría de igual forma que la suya al contacto de otra? ¿Tendría sentimientos? ¿Alma? Dicen que Valdivia quería introducirse en esa cabeza morena, bucear en sus pensamientos, meterse en su cuerpo indígena, en su piel morocha, ver con sus ojos, mirar las cosas en su idioma. Por eso no lo despegó de su lado. Lo hizo su indio de confianza. Lo bautizó con el nombre cristiano de Felipe. Lo llevó a los entrenamientos, lo subió a su propio caballo.

Dicen que Valdivia nunca quiso tocarlo. Que se conformaba con doña Inés de Suárez cada vez que se quedaba en Santiago. Dicen que lo único que se atrevió a hacer fue meter su barba dentro de los pelos negros de Lautaro cuando éste llegó de galopar una tarde. Pero hay también quienes dicen que eso es mentira y que el español quiso llegar a más, y que por eso una noche no se aguantó la calentura y lo fue a mirar a las caballerizas donde Lautaro dormía.

Dicen que era verano y que el mapuche estaba medio pilucho, abrigado con el calor de los caballos y con su piel gruesa que soportaba las heladas sin tanto quejido. Dicen que el español llegó con un cuchillo en la mano y que se le acercó silencioso hasta rozarle los cabellos con la yema de los dedos. Dicen que Lautaro despertó y que casi se murió de miedo cuando vio a Valdivia con el arma sobre su cabeza. Quiso gritar, pedir ayuda, pero el español le puso un dedo en los labios para que se callara y le explicó que lo único que quería era un mechón de sus cabellos. Dicen que Valdivia hizo girar lentamente a Lautaro y que se quedó con su espalda y su melena gruesa frente a los ojos. Sus manos se introdujeron en ella, comenzaron a bucear, a tantear terreno, a desenredar con los dedos los mechones apelmazados de sudor y mugre, a sacar los restos de heno, a peinar con cuidado. El mapuche tiritaba mientras intuía el cuchillo acercarse, mientras sentía la respiración del español agitándose en su nuca. De pronto el cuchillo cayó de golpe al suelo. Valdivia no se aguantó más y metió su barba en los pelos desordenados del mapuche.

Dicen que le lamió la nuca y que inspiraba profundo tratando de tragarse todo el olor, todas las ideas, todos los misterios de esa cabeza. Dicen que quería comérselo. Su boca succionando el cráneo del mapuche. Sus labios balbuceando su nombre. Lautaro, decían. Sus manos comenzaron a bajar por el cuello y a apoderarse del cuerpo indígena. Sus dedos reptando por los hombros, por la espalda, tratando de capturarlo por completo, de consumirlo entero. Dicen que le tomó las piernas y que se le metió en el cuerpo como hace mucho quería hacer. Sus barbas mojadas de baba, goteando sobre la melena lacia, sus bigotes castaños, pegoteados de sudor, mezclándose con los pelos negros de indio. Lo chupaba, lo lengüeteaba entero y el mapuche aceptaba en silencio cada nueva embestida de la lengua española.

Dicen que esa noche Lautaro aprendió más que nunca. Mientras su cuerpo se fundía con el del conquistador, su sangre indígena iba asimilando cada gesto, cada debilidad del español. Su carne comprendió la semejanza con ese cuerpo desnudo, sin armaduras de lata, sin escudos. Sus poros tragaron toda la información que el sudor de Valdivia iba trasmitiendo; su nuca, todas las revelaciones que la baba del conquistador adhería a cada lengüetazo. Dicen que Lautaro agarró valor esa noche. Dicen que mientras Valdivia gemía y se movía en su espalda, él lo miró con detenimiento. Sus cuerpos eran iguales, pero había tanto de ridículo en el español. Esa piel alba, casi azulosa. Ese estómago que colgaba grasoso y gordo. Su boca peluda gimiendo en ese idioma grotesco.

Dicen que Lautaro rió. Dicen que soltó una carcajada tremenda mientras Valdivia y su culo albo se movían triunfantes, porque creía que el indio disfrutaba del juego. Adelante, atrás, como en un campo de batalla. La lanza punzándolo por la espalda, hiriéndolo, y la risa en la boca porque esa carne blanca y rolliza se sacudía gelatinosa como un sapo. Eso era Valdivia. Un sapo pálido que croaba en su nuca, que lo embetunaba con su baba de sapo, con su semen de sapo.

Dicen que Valdivia terminó exhausto y se quedó recostado en las caballerizas. Dicen que no cruzaron palabras. Don Pedro se anduvo quedando dormido y Lautaro esperó en silencio hasta que lo hiciera. Cuando los primeros ronquidos del español resoplaron entre los caballos, Lautaro se puso de pie y contempló el cuerpo dormido. Un sapo. No había duda. El cuchillo todavía brillaba en el suelo. Lautaro lo tomó, lo miro con una sonrisa burlona en la boca, y se acercó a Valdivia. Ya no sentía miedo. Se paró sobre él, un pie a cada costado de ese cuerpo blando. Con su mano izquierda tomó un mechón de su propio pelo y con el cuchillo lo cortó. Los cabellos fueron a dar al pecho de Valdivia, pero éste no se dio cuenta y siguió durmiendo. Luego Lautaro cortó otro mechón, y otro, y otro hasta quedar completamente calvo. Todo su pelo baboseado por el conquistador, ahora lo tapizaba allá en el suelo. Sólo un mechón se salvó del corte. Un copete arriba de la cabeza como usaban los generales españoles sobre sus yelmos de lata. Lautaro lanzó el cuchillo hacia abajo, justo al lado de la oreja de Valdivia, rozándole la piel. El arma quedó clavada en el suelo. Luego se puso la camiseta roja del español, tomó su caballo y salió del campamento para no volver más.

Dicen que Valdivia se despertó en pelotas, sepultado de pelo mapuche y con el cuchillo hiriéndole la oreja. Dicen que fue la primera vez que el español sintió miedo.

Esa noche Lautaro cabalgó hasta el amanecer. Lo hizo a toda velocidad, cruzó el Bio-Bío y llegó hasta donde vivía su gente. Dicen que los mapuches casi se fueron de espalda cuando vieron a un indio como ellos montado sobre un caballo. Lautaro llegó galopando y se presentó frente a los caciques, los jefes, con su camiseta roja y su pelo rapado. Silencio total. ¿Qué es esto? ¿Quién es este engendro que habla de los españoles como si fuera uno de ellos? A Lautaro le costó ganarse la confianza de sus superiores. Todos se rehusaban a creer las cosas que él decía. No estoy mintiendo, es cierto que los españoles son iguales a nosotros. Los caballos no son parte de sus cuerpos. Son animales que cualquiera puede llegar a montar. Los españoles tienen carne y sangre como nosotros. Sólo usan corazas de lata para pelear, pero por las noches, al momento de dormir, sus cuerpos desnudos se muestran iguales a los nuestros. Más blancos, más peludos, incluso más débiles al frío y al hambre, pero iguales a los nuestros.

Dicen que terminaron creyéndole. Es más, dicen que tanto le creyeron que le tomaron una confianza ciega y lo nombraron Toqui, jefe militar. Rápidamente, Lautaro comenzó a instruir a sus guerreros. Les enseñó todo lo que había aprendido en los entrenamientos españoles, todo lo que observó en los campos de batalla. Los adiestró militarmente, les dio organización, estrategia. Había que pelear en grupos, hacer relevos, retirarse cuando era necesario, atacar por distintos frentes. Reveló los lugares donde debían lanzar las flechas, esos que no quedaban cubiertos por la armadura, e inventó armas para derribar a los caballos y corazas de cuero crudo para cubrir sus propios cuerpos. Pronto los mapuches quedaron listos para una primera batalla. Frotaron sus cuerpos con las plumas de los pájaros más rápidos, y se lanzaron al vuelo, a pelear.

Dicen que fue en Tucapel. En un fuerte sureño que los mismos españoles habían construido. Hasta allí llegó Valdivia medio despistado. Venía con sus tropas pensando que ahí lo estarían esperando más españoles, que ése era un lugar seguro, porque los alzamientos mapuches estaban más al sur. Dicen que cuando llegó y encontró el fuerte destruido la cara le cambió de golpe. Dicen que quiso armar campamento para analizar la situación, pero no alcanzó a bajarse del caballo cuando el bosque comenzó a aullar con gritos mapuches. De todos los frentes aparecieron indios con sus lanzas en alto. Un torbellino de hombres envueltos en cuero. Valdivia los miró asustado. No esperaba algo así, había caído en una trampa. Eran muchos, se abalanzaban sobre ellos y se iban relevando para capear el cansancio de la pelea. Indios y más indios. Nunca terminaban de aparecer por detrás de los árboles. Valdivia peleaba preguntándose cómo lo habían engañado, cómo habían conseguido una forma de ataque como ésa. ¿Es que acaso piensan como nosotros?

Valdivia estaba preocupado. Sus hombres caían de uno en uno, y los que estaban en pie ya no soportaban el cansancio. De pronto un nuevo grupo de mapuches apareció gritando por la retaguardia española. Frente a ellos aparecía Lautaro con su camiseta roja y su nuca calva. Sólo un mechón se erguía en su cabeza. Valdivia lo miró un segundo y su piel se erizó de miedo. Ahí estaban los ojos de aceituna, la piel morocha y fresca. El corazón se le agitó en su pecho acorazado. Se sintió desnudo y atrapado en esa cabellera ausente. Dicen que no lo pensó dos veces. Valdivia espoleó su caballo y huyó. Corrió tan rápido como le fue posible, cabalgó entre árboles, avanzó lleno de pánico entre sus propios muertos que cubrían el suelo. Todo era su culpa. Ahora lo sabía. Cada español derribado por la fuerza de Lautaro era su responsabilidad. Cada táctica, cada arma y trampa tendida por Lautaro había salido de su propia cabeza. Él le reveló los secretos de la guerra y ahora estaba pagando por ello. Valdivia corrió todo lo que pudo, pero su animal se estancó en un curso de lodo, hundiéndose y lanzándolo hacia abajo. Ya no pudo escapar más. Lo atraparon con el barro hasta el cogote.

Dicen que lo llevaron junto a un canelo. Dicen que ahí lo desnudaron y lo amarraron para poder observarlo mejor. Lautaro no había mentido. Ese cuerpo era muy parecido al de ellos. Más ridículo, es cierto, pero muy parecido. Dicen que muchos se rieron al observarlo. Las carcajadas fueron pegajosas y al final se generalizaron. Todos reían de Valdivia. Se acercaban a tocarle su vientre blando, su pecho peludo, sus piernas sueltas. Dicen que Lautaro los hizo callar y se acercó con un cuchillo en la mano. Todos guardaron silencio y le abrieron espacio hasta dejarlos uno frente al otro. El español tiritaba y gemía de miedo. Lautaro le puso un dedo en la boca para que callara y lo tranquilizó diciéndole que sólo quería un mechón de su barba. Con su mano izquierda tomó las mechas embarradas del mentón del español, las observó un momento, las olió, las tocó con sus dedos morochos y luego las levantó dejando el cuello al descubierto. Con la punta del cuchillo rasguñó una marca delgada atravesándole la garganta. Luego acercó sus labios a la oreja derecha del conquistador, y dicen que despacito, sin que nadie más lo escuchara, le murmuró al oído: Me arrepentí. No podría llevarme esta barba si no tengo también tu cabeza para lucirla.

De una sola orden soltaron al español y lo arrodillaron frente a un tronco. Con un hacha pesada un mapuche cortó el cuello de Valdivia. La cabeza rodó por el barro y fue a dar al canelo.

Dicen que los indios jugaron chueca con la cabeza del conquistador. Que se pasaron el día entero en eso, machucándola y removiéndola de un lado a otro. Dicen que después la tomaron y la metieron en un hoyo junto al cuerpo gordo de Valdivia, para luego echarle tierra encima. También dicen que, antes de abandonar el lugar, Lautaro fue a visitar la tumba hechiza. Dicen que fue solo, pidió que nadie lo molestara. Era una tumba pobre. No tenía flores, ni cruces, ni ningún símbolo indígena. Era sólo un montón de tierra. Dicen que Lautaro se puso de pie frente a ella y que con un cuchillo se cortó el último mechón de pelo que le quedaba. Dicen que los cabellos cayeron a la tierra de la tumba y que el agua de la lluvia se encargó de enterrarlos.

Cuando la noticia de la muerte de Valdivia llegó a la capital, los españoles se volvieron locos. Quedaron sin cabeza que los guiara. El fundador de Santiago había caído en manos de su propio discípulo. Dicen que las siguientes batallas las perdieron todas. Lautaro vencía una tras otra, obligándolos a retroceder. La frontera cada vez se encontraba más al norte. Lautaro se tomó la ciudad de Concepción y luego siguió avanzando. El sur volvía a ser mapuche.

Dicen que en Santiago le temían. Sabían que en cualquier momento lo tendrían ahí, instalado en la Plaza de Armas. Lo creían un demonio. El Jinete del Diablo lo llamaban porque corría el rumor de que cabalgaba vestido de rojo. El terror había cundido en la ciudad. Las mujeres rezaban en las iglesias. Le pedían a la Virgen que no permitiera la entrada del demonio al suelo Santiaguino. Pero nada lo detenía. Ni siquiera la peste y el hambre que atormentaban al pueblo mapuche. Él seguía avanzando montado en su caballo. Llegó hasta el río Maule, cercano a la capital, y ahí se instaló esperando el mejor momento para atacar y tomarse Santiago.

Pero la Virgen habla español y no la lengua mapuche. Ella escuchó las plegarias de sus hijos y movió sus hilos para cambiar el rumbo de las cosas. Lautaro no entró a Santiago a recuperar el río Mapocho y el cerro Huelén. Lautaro no llegó a la Plaza de Armas. Un indio apareció frente a los españoles ofreciendo la cabeza del Toqui antes de que él pudiera concretar sus planes.

Dicen que fue en Peteroa. Dicen que Lautaro había instalado un campamento grande y que la noche anterior habían estado de fiesta hasta muy tarde. Dicen que los españoles llegaron ocultos por el río en la madrugada y que esperaron que los primeros rayos del sol salieran para atacar. Fue una sorpresa. Dicen que apenas el gallo cantó, se abalanzaron gritando. Dicen que no perdieron tiempo y que se fueron directo al lugar donde se encontraba Lautaro. Lo agarraron y le dieron muerte enseguida. Nada solemne, nada especial. Había que cobrar venganza por la muerte de Don Pedro. De un solo hachazo cortaron la cabeza del Toqui y con la lanza más larga del ejército la llevaron hasta la Plaza de Armas de Santiago. Ahí estuvo la cabeza rapada de Lautaro expuesta durante días. La gente iba a mirarlo y se persignaba al contemplar sus ojos furiosos de demonio. El Jinete del Diablo entró a la ciudad, pero lo hizo muerto y enclavado en una lanza. Su cuerpo quedó botado allá en Peteroa junto al resto de los cadáveres mapuches.

Dicen que luego de una semana a un soldado le ordenaron deshacerse de la cabeza del indio porque ya estaba podrida y olía a la distancia. El soldado se la llevó con lanza y todo a la ribera del Mapocho, y allí la tiró para que la corriente se la llevara. La cabeza rodó entre las piedras del río, se azotó contra algunos troncos, pero luego se fue por las aguas hasta desaparecer.

Dicen que no había pasado un mes cuando una noche, siendo muy tarde, se escucharon los cascos de un caballo galopando a toda velocidad por las calles santiaguinas. El animal relinchaba y despertaba con su ruido a todos los vecinos. Las mujeres se asomaban por las ventanas. Los hombres aparecían por las puertas con sus armas en las manos, aterrados, dispuestos a dispararle al ladrón, al borracho, o al que fuera que hacía semejante escándalo. Los soldados de guardia también escucharon el ruido. Se pusieron alertas y fueron siguiendo el eco del caballo por las calles para lograr atraparlo. Corrían y corrían rastreando el sonido, persiguiéndolo, buscándolo. El eco se detuvo en la Plaza de Armas. Los soldados llegaron hasta allí y vieron al caballo parado en dos patas, relinchando en el centro, en el mismo sitio donde la cabeza de Lautaro había sido expuesta. Sobre el animal un jinete medio en pelotas, con una camiseta roja, alzaba una lanza en señal guerrera. Los soldados lo miraron aterrados. Algunos se mearon de espanto, otros se desmayaron o salieron huyendo. Era un jinete endemoniado. Era un jinete sin cabeza.

Dicen que desde entonces Lautaro se pasea por las calles de Santiago. Corre como loco, de un lugar a otro, de la Plaza al Mapocho, del Mapocho al cerro, del cerro a la Plaza otra vez. Espolea su caballo, cabalga y cabalga sin detenerse jamás. Dicen que no tiene descanso. Dicen que mientras no encuentre su cabeza, nunca lo tendrá. Dicen. Eso dicen.