Hasta que pase un huracán

Margarita García Robayo

Illustration by Leif Engström

Mi primer vuelo fue a Miami. Era la ruta internacional más transitada en la ciudad, y también era la más peleada: yo competí y gané. Quería ir a Miami porque se compraba barato y hacía buen clima y porque los hombres no eran gringos. A las azafatas jóvenes no les gustaban los gringos porque no sabían tirar; a las viejas sí, porque ya no tiraban.

¿Conoces Miami?, le pregunté a Julián. Dijo que sí, pero se veía que era mentira. Julián estaba mirando televisión en la sala de mi casa: pasaban una pelea de boxeo. Mi hermano se estaba bañando porque iban a una fiesta. Mi mamá, en el teléfono con mi abuela: se había muerto la prima de un pariente. Mi papá había salido a pagar unas multas en el tránsito.

¿Conoces Miami?, le pregunté a Gustavo. Él no contestó. Olga soltó una carcajada. Él estaba tomándose un ron en la hamaca, miraba el mar. Olga estaba rayando coco para un arroz. Tenía pollera blanca y calzón rojo y las tetas chorreadas sobre un escote de lycra negra.

Yo había ido a despedirme.

En Miami me bajé en un hotel cerca del aeropuerto, ya había contactado a un amigo de un amigo del gimnasio para que me fuera a buscar. Era casado y llegó sin la mujer. Mejor, últimamente no me iba bien con las mujeres de nadie: las azafatas jóvenes teníamos fama de abrir las patas en cualquier baño de aeropuerto. Las azafatas viejas tenían fama de escupir la comida del avión y también de otras cosas. Susana, una compañera, decía que las azafatas viejas eran señoras llenas de flatulencias—producto de tantos años de comer esa comida envasada—, que se les hacían incontrolables a ciertas alturas.

El amigo de mi amigo se llamaba Juan, pero le decían Johnny, y era un mulatón enorme y ojiverde. Tenía un carro nuevo que olía a nuevo. Me llevó a comer unas cosas picantes y después me dio una vuelta por Ocean Drive. Antes de volver al hotel entramos a un bar de un amigo de Johnny: un socio, dijo; después se corrigió: un compadre, y le palmeó la espalda. Tomamos negroni, yo nunca había tomado negroni, pero no se lo dije. ¿Te gusta?, preguntó Johnny y yo asentí: me gustan los tragos fuertes. Él chocó su vaso contra el mío y acercó los labios a mi oreja: me like u, beibi.

Johnny olía a perfume caro.

Tenía que volver al hotel a la medianoche, porque el capitán dijo que no quería a nadie trasnochado. El vuelo era a las siete. Gracias, Johnny, lo pasé genial. Y se me mandó encima, pero lo esquivé. Johnny no estaba mal, pero si accedía ahora no iba a tener a quién llamar la próxima vez que fuera a Miami. Yo planeaba ir muchas veces a Miami, hasta que encontrara la forma de quedarme.

Al regreso empezó a llover. Otra vez, como hacía años no llovía. Fueron días y días de lluvia torrencial que no nos dejaba volar: el aeropuerto cerrado y yo aburrida, mirando películas de gente que la primera media hora era feliz, y después se ponía triste y de eso se trataba todo, de superar la tristeza; después algo pasaba y terminaban todavía más felices que al principio.

Hacía unos meses que ya no vivía con mis papás; me había mudado con Milagros, una que vendía licores en el Duty Free, y que había puesto un cartelito en el baño: busco roomate, apartamento de dos piezas cerca del aeropueto. Me gustó la idea de vivir cerca del aeropuerto porque así podía estar ciento por ciento disponible para la Aerolínea. Si alguien se enfermaba yo estaba ahí, en cinco minutos, para reemplazarlo. Si salía un vuelo charter y faltaba personal, yo me ofrecía de voluntaria. Cada vez que un avión despegaba o aterrizaba yo me daba cuenta.

Me gustaba el sonido de los aviones.

Al tercer día de lluvia me puse un impermeable y fui a visitar a Gustavo, pero sólo se asomó la cabeza de Olga por la puerta de la choza. ¿Y Gustavo? Y ella: está pescando. El cielo se caía en un solo chaparrón. No me moví. Olga sacó el resto de su cuerpo desnudo, oscuro y brillante. Se apoyó en el marco de la puerta: su punto de fuga era una mata de pelos apretados.

Me fui.

Llamé a la casa de mis papás, me pareció que hacía años no sabía de ellos. En cuanto mi mamá empezó a hablar, me di cuenta de que todo seguía igual: ella estaba de pelea con una de mis tías, porque mi tía era una manipuladora que le gustaba sonsacar a mi abuela. Y yo: ¿sonsacar de qué? Y ella: ¿de qué va a ser? Mi papá había contratado un nuevo chofer, porque el anterior le había robado: se llevó trescientos mil pesos y la llanta de repuesto. ¿Y puso la denuncia? Para qué, si nunca sirve de nada. Ya. ¿Y mi hermano? Por ahí.

El edificio donde vivía con Milagros estaba cerca del mar. Cuando llovía soplaba un viento que hacía un ruido tenebroso. Toño cada tanto me llamaba, yo le decía que no quería verlo. Una de esas noches de lluvia fui yo quien lo llamó: ¿Quieres venir a ver una película? No sé, no creo. ¿Estás con alguien? No. Estás con alguien.

Toño vivía lejos, en bus habría tardado casi una hora, pero cogió un taxi y llegó en veinte minutos. Yo me estaba bañando. Debía haber gastado toda su plata de la semana. Toño puso la película en el televisor de la sala y Milagros se encerró en su cuarto: hasta mañana, dijo. Salí en pijama, olorosa a jabón. Antes de sentarme fui a la cocina por un ron de Guatemala que Milagros había traído. Primero me empiné la botella y después serví en un vaso para Toño, que apenas se mojó los labios. Me senté, y enseguida me le encaramé encima. Ni supe qué película había puesto. La primera vez me vine yo, la segunda, él. Cuando terminamos, Toño me dijo: cásate conmigo. No puedo. ¿Por qué? Por el trabajo. ¿Qué tiene que ver? Te dejaría solo mucho tiempo y me muero de celos imaginando que, cuando no estoy, me reemplazas con otra. Para mí eres irremplazable. Ahora, pero cuando te deje solo vas a ver que no. Vámonos a Canadá. Canadá está llena de viejos. Deja el trabajo. Jamás. ¿Pero por qué? Jamás de los jamases.

Se fue.

Todavía llovía: por la ventana, las luces de la calle se veían deformes. Enfrente había un gran letrero luminoso de un restaurante de pollo frito, que esa noche era un manchón sin forma. Me acerqué al vidrio, lo limpié con la mano y miré abajo: ahí estaba Toño, parado en la esquina, mirando a cada lado de la calle esperando a que pasara algo. No pasaba nada.

Pensé en abrir la ventana y gritarle que subiera. Pensé en abrir la ventana y gritarle que sí. Pero lo que hice fue prender un cigarrillo y, sin dejar de mirarlo, imaginar mi vida con él. Así:

Llueve. Salgo del aeropuerto rumbo a un apartamento chiquito en un barrio alejado, con vista a una ciénaga podrida. Tengo bolsas plásticas en la cartera para envolverme los pies a la bajada de bus, así los tacones no se me empatan de barro cuando camine hasta el edificio. Rumbo al edificio me tropiezo con niñitos gritones chapoteando en las veredas; me ensordece el vallenato que sale de las casas bajas y chiquitas y de luz amarillenta. Huele a frito, huele a ron, huele a ciénaga podrida, huele a pobre. Hola, mi amor, me abre Toño: lleva en los brazos a un crío que se sorbe los mocos. En un rato ese mismo crío estará sorbiéndome las tetas. Después comeremos lentejas claruchentas y nos iremos a la cama y apagaré la luz. Toño se pegará a mi espalda, me abrazará por la cintura y me dirá al oído: algún día saldremos de acá. Y yo: acá nos quedaremos hasta que pase un huracán.

Cuando terminé el cigarrillo Toño seguía ahí, pero yo no.