Elogio de la vagancia

Extractos

Guillermo Fadanelli

Illustration by Florinda Pamungkas

Cadáver con sombrilla

Apenas la lluvia comienza a caer, las personas se ocultan bajo una sombrilla. Tengo miedo de los relámpagos y me asusta cuando esos pedazos de hielo, capaces de abrirte la cabeza, se precipitan en cascada, pero la lluvia desnuda no me inspira temor: un resfriado bien llevado es incluso estimulante. En una novela de Hugo Claus, cierto personaje dice lo siguiente: “Un pueblo que lleva paraguas merece el ocaso.” Es comprensible que las personas se cuiden pero no me deja de parecer vacuo que realicen esa tarea con tanto esmero.

Me viene a la memora la observación der una persona en un bar de la calle Bretagne: “No sé qué sería París sin sombrillas.” Éramos los últimos clientes de la madrugada y el grupo conversaba sin más ánimo que evadir la hora de marcharnos cada quien por su rumbo. Otra persona, la más sabia entre nosotros, se preguntó por qué todos los parisinos están siempre enojados si viven en una ciudad tan bella. Basta dar un paseo por cualquiera de sus jardines para olvidar que en un día futuro nuestro corazón no podrá resistir ni la más suave de las emociones. La mesa no era extensa y las personas que estábamos a su alrededor podíamos escuchar cada palabra golpear en nuestro plato como un hueso de aceituna, así exactamente. Para romper el silencio inesperado, una joven polaca de mejillas rosadas comentó que si la filosofía en su sentido socrático poseía todavía sentido, era porque nos enseñaba qué hacer con el cadáver de las personas que más queremos. Un cadáver no necesita una sombrilla para protegerse del clima sino que las personas que más lo han amado mueran también.

Creo que después de los suéteres no encuentro una prenda más ridícula que las sombrillas. Las soportaría si todas fueran negras, pero sabemos que esto jamás será permitido. Por eso el humanismo en su más acabada expresión es sólo un conjunto de sombrillas de todos colores, lo cual, bien mirado, es un tanto sombrío. Uno desearía beberse el agua de todos los estanques, pero debe guardar un poco para los que acaban de nacer. ¡Qué clase de precauciones toman los hombres maduros! Lo hacen porque son humanistas e insisten en que sus hijos deben comer de nuestro mismo plato. Rescatar al hombre de la barbarie supone mostrarle que el futuro no le pertenece y que nada a su alrededor ha sido creado para su único beneficio: es justo ése el sentido del ánimo ecológico. Entre los que charlamos en el bar de la calle Bretagne sólo uno ha tenido descendencia, por lo que se cuida de inventar sentencias suicidas: está condenado a ser humanista y a no blasfemar contra las sombrillas. Sin embargo, uno de nosotros recuerda la famosa arenga de Melchor de Jovellanos: “Jamás concurriré a sacrificar una generación presente por mejorar las futuras.” De repente me entusiasma estar tan de acuerdo con un pensamiento, pese a que he sido yo mismo el que lo ha expresado.

He contado esta breve historia porque así como el humanismo es un conjunto de sombrillas de todos colores, las novelas también lo son: los escritores toman caminos distintos y el marchar cada quien a su ritmo los sumirá en una soledad aparente; sin embargo, la suma de estas soledades tendrá como fruto la literatura; es decir, uno de los rostros más curiosos del ser (palabra que, aunque no significa nada, es nada menos que el averiado motor de la filosofía).



Veracruz

En el accidentado transcurso de mi vida he conocido personas tan distintas entre sí como podrían serlo un molusco y un ave de paraíso; en ocasiones, sentado en la mesa de un bar y rodeado de amistades, he tenido la sensación de que me encuentro conversando con seres do otro planeta: sus experiencias, sus gustos etílicos, su singular concepción de la vida o su extraña manera de habitar el mundo me desconciertan profundamente (algunos de ellos incluso suelen tener más de un inmueble o acumular dinero, manía siniestra desde mi punto de vista). Si me pusiera pesado y a cada uno de ellos le preguntara acerca de la humanidad, preguntarles si existe algo así como los valores humanos, obtendría respuestas de lo más abigarradas. Se me respondería que vivimos en una época posthumana, que el humanismo es un concepto burgués, o que las diferencias entre las diversas culturas hacen impensable una locura clásica como el humanismo. Quizás el más cuerdo de todos levantaría los hombros de forma displicente y cambiara de tema. Y yo no me sentiría para nada ofendido.

Recuerdo que hace casi una década, cuando viajaba con rumbo a Veracruz, la tierra donde nació mi madre, viví un modesto incidente que reaparece en mi mente cuando menos lo espero. El calor derretía los cristales de la ventana y el olor marítimo se colaba dentro del modesto autobús de pasajeros, como si una ola nos hubiera tomado a todos por sorpresa dejando su aroma a sal y corales prehistóricos. Después de mirar el paisaje durante casi todo el camino decidí abrir una voluminosa novela de Normal Mailer que había comenzado días atrás. En eso estaba cuando me percaté de que una niña de escasos diez años me miraba con una atención desoladora. Sentí su mirada de venado recorrer mi rostro desde el asiento posterior. De la atención desoladora pasó a escudriñar mi libro como si sospechara que dentro de él había algo más que letras. Acaso era probable que el hombre ensimismado en la lectura llevara una televisión oculta en el libro. Cuando la madre vio a su hija casi encima de mí, la reprimió, le dijo que me dejara estudiar en paz: “El señor está estudiando, no lo molestes.” Puesto que ninguno de los cuarenta pasajeros leía, se me debió ver como a un estudioso repasando las lecciones para la clase siguiente, un esforzado profesor camino a su salón de clases: un hombre de estudios. Me di cuenta entonces de que para muchas personas leer es lo mismo que estudiar, dar dirección a la lectura y obtener beneficios de ella. En una sociedad tan pobre como la mexicana, leer por placer o leer nada más para ver qué se encuentra uno en el camino parece un despilfarro inmerecido: si leemos debe ser para progresar o ser mejores, para escapar de la miseria e intentar atenuar el sufrimiento de quienes deben trabajar sin descanso para estar vivos. Lo contrario parece un acto arrogante que la comunidad no tiene por qué perdonar; acaso quien practica en dandismo intelectual o la vagancia libresca no se ha percatado de que no está solo en el mundo y que los dos únicos actos de soledad que le serán permitidos son su nacimiento y su muerte. En verdad lo siento, pero entre esos dos actos dedicaré mis días a leer novelas inútiles: y que el mundo se venga abajo (donde ha vivido siempre).

En una animada conversación, el filósofo Richard Rorty comentaba que la literatura estimula más nuestra imaginación moral que la filosofía, y lo hace porque no elabora principios ni sistemas para comprender las necesidades humanas; por el contrario, carece de un destino concreto. Si uno desea ahondar en la naturaleza del sufrimiento, no parece indispensable acudir a los filósofos morales profesionales; en todo caso, lo primero que se hace es sufrir y después leer a Dostoievski o a Stendhal. Ahora bien, cuando leo El Jugador no lo estudio en el sentido de volverme un observado minucioso que va en buscar de un saber provechoso; lo leo con el deseo de abandonarlo cuando me sea aburrido o cuando me despierte antipatía, o simplemente cuando me canse su lectura: nada más lejano a la conquista de una montaña o a la proeza de un deportista—aunque conocemos novelones cuya lectura demanda un esfuerzo desmedido, como el de escalar tres montañas en un mismo día. Eso es nada menos lo que quiero decir: se lee para acabar cuanto antes con el paseo. He comenzado a leer esa novela sin esperanza de terminarla; soy consciente de que no se me ha obligado a hacerlo, así que entre más pronto llegue la decepción podré tocar cuanto antes otra puerta. Y hago mías las palabras finales de Dostoievski en El Jugador: “¡Mañana, con toda seguridad, se habrá acabado todo!” Sé que la ansiedad no es preludio de la sabiduría, pero al menos me consuela imaginar que la sabiduría tiene una miríada de rostros y no sólo el de la contemplación, la mesura, la templanza o demás ideales estoicos.

El belicoso romanticismo que impregna estas conclusiones es descarado y chocante incluso; no obstante ello quiero pensar que se trata de algo más que un exhorto a la vagancia placentera, o a la sabiduría lunática: es un método de conocimiento que no tiene claro qué es lo que desea conocer, ni cómo lo va a hacer exactamente. ¿Se puede concebir un método sin saber siquiera para qué sirve? No es costumbre imaginar métodos nada más porque sí y, a pesar de ello, mi método quiere ser lo más parecido a un urinario de Duchamp o a las cajas de jabón que Warhol exhibía sin pudor en las galerías: fin de esta absurda lección.

En palabras aún más corrientes, la caminata da certidumbre al pensamiento, conocemos en la marcha, observamos el mundo porque nos movemos en sentido contrario al movimiento del planeta, aunque al mismo tiempo estemos plenamente referidos a él. Spinoza, uno de los filósofos más extravagantes que han existido jamás— es decir: más serios—sostenía que entre más activo estuviera el cuerpo, más aguda se volvería la mente. Sin entrar en discusiones sobre la veracidad del dualismo, creo que la afirmación de Spinoza nos coloca más allá de la anciana polémica sobre si la mente es parte o no del cuerpo. El conocer es un vagar por no de la mente sino de un todo consciente que desde un cuerpo se pone en movimiento para cumplir un recorrido que en buena parte es impredecible (saber qué porcentaje de la mente ocupa esa buena parte es por ahora una disputa entre biólogos y filósofos). Cansado de construir sistemas donde todas las piezas poseen una función, de luchar contra un sujeto histórico, aburridos de filosofías que aspiren a darnos noticias del todo, de referir el mundo a la telaraña lingüística, de inventar deconstrucciones y rebeliones, algunos filósofos han puesto los ojos en la conversación como un medio de conocimiento discreto (así lo apuntaba energéticamente John Dewey cuando reclamaba que no necesitamos una teoría del todo). “En el lenguaje se representa a sí mismo el mundo,” escribe Gadamer en su famoso libro Verdad y método. Lo cierto es que tanto Gadamer como filósofos analíticos convertidos al relativismo tales como Richard Rorty descubren la esencia de la filosofía en la conversación. Y qué es una conversación más que vagancia por los nebulosos caminos del lenguaje.



La amistad del extraño

En un ensayo que escribió a los noventa y tres años, Hans-Georg Gadamer expresó: “Según mi punto de vista, en filosofía el único examen justificable es aquel en que se lleva la conversación tan lejos, que se llega a una pregunta de la que uno mismo no sabe la respuesta.” Después de tanto bregar y escribir libros, obtener conclusiones, contradecirme, afirmar principios, no tengo la menor duda de que es una bendición quedarme por uno momento sin respuestas, vaciar la cesta de los argumentos a fuerza de buscar preguntas que aspiren a situarse en límites desconocidos. No he vivido momentos más emocionantes que cuando ante un cuestionamiento me quedo mudo, absolutamente confundido y no se me ocurre nada qué responder. Es como si todo volviera a comenzar y a ser pensado desde un principio: las palabras crean nuevas formas, caminos con el fin de inventarse una respuesta, pero al mismo tiempo vuelven a tener peso, a ser lo que han sido siempre. La conversación es un merodeo, un paseo del que no se regresa siendo el mismo porque el alma de las palabras es el tiempo y, aunque al conversar dibujemos círculos alrededor de una obsesión, siempre nos estamos aproximando a un final.

Avanzar en el tiempo hacia un final es justamente la estrategia de la literatura para hacerse humana. Contra lo que pudiera pensarse, el vagar no es sólo un caminar superficial o un husmear sin comprometerse, sino un aproximarse a la muerte inventando un rodeo para volver al comienzo: conciencia del final, pero también evidencia de una vida que es real en cuanto languidece. En una conversación se puede vagar en dirección a un punto e incluso es común dibujar rutas que suponemos nos empujarán hacia la conclusión deseada. Pero no es esencial en la vagancia obtener conclusiones definitivas porque en el camino las desviaciones o accidentes pueden dar pie a encontrar nuevas botellas de vino o descubrimientos que vuelvan absurdo nuestro caminar: la vagancia contiene uno de los más importantes valores humanos que he conocido: refuerza la intuición de la nada.

Una de las parábolas morales más comunes en la vida de los hombres reza que éstos deben enfrentar todo tipo de obstáculos para cumplir con sus propósitos: enfrentar y vencer. Los obstáculos se vuelven esenciales para levantarse con la victoria, los héroes son un estímulo para las personas comunes que libran sus modestas batallas en el coliseo cotidiano. El héroe ingenuo es el actor apropiado para las sociedades contemporáneas: preparado para cumplir propósitos que le son impuestos y lanzado a realizar hazañas que no lo son en absoluto, nuestro héroe se convierte en un ser atado de manos, impedido de llevar a cabo la única proeza que les conviene a los seres libres: pensar por sí mismos. Vivir en este mundo en apariencia libre me produce la rara impresión de que cada vez que se conquista una cima, hemos dado un paso hacia atrás. En cambio, los vagos andan por las faldas sin animarse a buscar la cumbre de la montaña; en todo caso la contemplan en lontananza como parte de un paisaje que se habita también con la mirada, ese paisaje es el estímulo de la vida, el arte poético, el ser en su invención más arraigada y profunda. Se me dirá que en sociedades avanzadas y complejas un comportamiento como el que describo no es sensato ni es así como proceden los hombres regularmente; sin embargo, ¿qué absurdo entraña pensar que, optando por el paseo relativo, podemos realizar descubrimientos inesperados e incluso convertirnos en héroes por equivocación? (Ya el pragmatismo tuvo su oportunidad y vean el mundo que ha heredado: democracias sin ciudadanos, liberalismo sin libertades y riquezas acumuladas a costa de millones de miserables). También en los apartados más convencionales de la ciencia encontramos a menudo a estos personajes: por una parte, héroes que debido a su pasión por el método se hacen de nuevos descubrimientos y, por otra, vagabundos del conocimiento que a veces se vuelven héroes por equivocación. No se me olvida que en los casos de Kepler y Einstein sus aportaciones al mito de la ciencia fueron bellas ocurrencias, bienvenidos epifenómenos.

No tengo intención de contar un relato distinto a los que se conocen ya en los campos de la invención humana, pero a cambio intentaré hacerlo con mis propias palabras: narrar la misma historia con otras palabras es ambicioso, pero ésta parece ser justamente una de las manías del escritor (oficio casi en extinción, por cierto). Ahora bien, ¿qué tan absurdo es sostener que el dar vida a una historia usando mis propias palabras (quiero decir, creando un orden singular) es lo mismo que contar una historia primigenia, original, nueva? Supongamos que se me ocurre hacer el relato de un día en la vida de una mujer que me atrae, lo cual en mi caso es siempre probable. Lo hago de manera sencilla, como si conversara con un amigo que me inspira una inmensa confianza. Días después decido contar nuevamente el relato, pero esta vez intento valerme de palabras que considero más cercanas a la realidad, más profundas e incluso sumo a lo contado metáforas que me parece acentuarán la verdad o, más bien, la energía de la historia. Entonces me pregunto si en ambas ocasiones he narrado el mismo hecho con palabras diferentes o, por el contrario, he relatado dos sucesos distintos. No lo sé en absoluto ni lo sabré, pero en esta polémica de apariencia sencilla los filósofos no se ponen de acuerdo. Mientras los más románticos consideras que más allá de las palabras se encuentra la tierra firme que un día pisaremos (la esencia, el rostro divino, la verdad, la mujer amada), otros consideran que esa tierra, no siempre firme, es el lenguaje mismo. Los románticos contemplan el lenguaje como un medio, un navío para desembarcar en el paraíso (o en el infierno, si se prefiere); los segundos aseguran que el lenguaje en sí mismo nos ofrece sorpresas pero no es transparente: no se puede ir más allá del lenguaje a menos de que se tome camino umbo al misticismo o la iluminación. Estamos nuevamente entre los que conceden a los individuos la capacidad de reinventar el lenguaje, de transformar sus normas (si es que en verdad esas normas existen) y, por tanto, dar vida a poéticas, a objetos de arte y a descubrimientos reales, y quienes creen que sólo somos administradores de un negocio que no inventamos y que apenas si modificamos mínimamente: ¿cómo vamos a dominar a la montaña que se posa con gravedad antediluviana encima de nosotros? El caracol no inventó su caparazón, sólo tiene que ir con él a todos lados.

¿Qué hace uno cuando conversa? Lo primero que se me ocurre decir es que intenta moverse. Y a veces ni siquiera está seguro de la dirección que quiere tomar. Esperamos a Godot mientras paseamos unos momentos sin orientación precisa. Después de todo, Godot aparecerá donde menos lo esperemos (no lo hará, pero nosotros inventaremos su presencia). Los mercaderes modernos o quienes dictan cátedra asumen que sus palabras se hallan orientadas hacia un fin y, en ese sentido, la conversación es, a su entender, un medio para meterse premios en los bolsillos: convencer, comerciar, atrapar a los peces y, en suma, imponer su verdad con palabras. A pesar de que las conversaciones motivadas por un interés preciso poseen en gran medida zonas oscuras, retruécanos, etcétera, no despiertan mi interés porque me dan la impresión de que el arrogante ser humano puede dominar el derrotero de la conversación. Volvemos aquí a la idea de la vagancia o del paseo como forma de conocimiento. No se domina nada ni se predice la reacción del otro, a no ser que se limite lo humano a lo cibernético o a nuestro interlocutor a una zanahoria. Si hacemos más drástico el asunto, diré que no puedo asegurarme si la persona con la que comienzo una charla comprenderá un ápice de mis palabras. El hecho de que dos personas o más afirmen estar de acuerdo acerca del determinado tema o asunto no quiere decir que se hallen de acuerdo sino que probablemente no han conversado lo suficiente. Yo estoy de acuerdo con usted porque me es simpático y porque todo lo que usted opina me parece bien en vista de su indudable simpatía: y basta de palabras. ¿No es ésta la manera real del proceder humano? ¿No caminan los argumentos siempre a la retaguardia de la simpatía? El lenguaje que hace posible la conversación no es un medio de comunicación o un simple vehículo para ponerse de acuerdo: es, sobre todo, imagen de la realidad, vastedad de significados, bosque, contradicción; y comprendido así, nadie que no sea un temerario se atrevería a sugerir sus límites o a confundirlo con una lavadora a la que oprimen botones para controlar el proceso de lavado.

Ya instalados en la cueva diré que la conversación para hacerse real necesita que el otro sea siempre un extraño, no importa que sea nuestro vecino, que hable la misma lengua o que ambos seamos personas razonables: se requiere la presencia de un otro y que, además, en la medida de lo posible, ese otro sea un extraño. Es ésta nada menos la impresión que he tenido después de leer El castillo, de Franz Kafka: los personajes de esta obra dialogan de manera tan respetuosa que parecieran no sólo estar seguros de la importancia de sus palabras sino también de que son comprendidos sin ninguna clase de obstáculos. Pero es todo lo contrario: tejen sin parar vuelos de mosca alrededor del vacío. La solemnidad encubre lo absurdo de todos los actos que realizamos; un discurso solemne es indispensable para evitar que el sentido de las cosas se derrumbe. Si estamos de acuerdo es porque confundimos el ornitorrinco con un castor, de ello se trata la supervivencia: confundir peces con aves y seguir adelante. Kafka rehuía la conversación, decía ser un hombre callado por convicción, no por necesidad. Era en la escritura donde se concentraban todas sus renuncias: su aversión por los placeres mundanos, su soledad militante, rabiosa; todo ello se agazapaba detrás de su escritura: ascetismo, sufrimiento, deseo de inmovilidad. ¡Cuánta razón existe en el interior de ese estilo solemne! No podría ser de otra manera en cuanto la escritura kafkiana convoca en ella la verdad o presencia de un vacío que pesa como una montaña. La conversación, en cambio, está sometida a la constante influencia de exterioridades, de violencias pasajeras, vicios, y supone entregarse a un movimiento superficial que nos aleja de cualquier clase de felicidad: un extravió. Nada que se desplace más allá de los límites de la pura escritura sería entonces capaz de traernos noticias de la muerte, del ser humano, de todo lo que posee valor para nosotros. Creo que algo así pensaba Kafka: la única manera de hacer que el vacío nos muestre su rostro es ensimismarse en la literatura y ser un obrero mudo que no se distrae mientras cava su tumba. A espaldas de este solitario cavar tumbas, la conversación bien llevada, que no premeditada, se propone distraer el momento de la muerte, retrasar su visita o más bien aplacar la conciencia de su asedio constante. En la orilla opuesta, Fernando Pessoa ha escrito una educación del estoico y en sus notas rechaza con indignación y vehemencia a los poetas pesimistas, a quienes cantan sus tristezas y elevan sus males personales a una estética o a un arte para todos: es indignante para la inteligencia leer a un escritor que hacer públicas sus decepciones, es cobardía y muestra de inferioridad, dice Pessoa, para quien la obligación de un artista es callar su propia tragedia. ¿Será eso posible? ¿Fingir un oficio libre de males inferiores, dominar los placeres bestiales en pos de un arte superior? No lo sé pero, en lo personal, antes aun de saberlo, me declaro un cobarde pesimista que no puede ocultar lo que es.

Junto con la escritura, el conversar parece una actividad tan poco seria y, sin embargo, no sólo la lectura es una especie de conversación íntima en la que el lector trata de encontrar o inventar un sentido a los mensajes (en caso de que en realidad hubiera un tráfico de mensajes). El lector es un complemento del libro y más vale que sea un buen conversador porque, de lo contrario, lo que sobrevendrá será un choque de piedras, una colisión sin gracia alguna.

“Es tan poco lo que sucede entre dos seres en una conversación de media hora, sobre todo porque son tantas las personas que no tienen nada que decir”, son palabras de Marguerite Yourcenar, pero también podrían ser el estandarte para los tiempos actuales en que casi nadie es interesante: todos tienden a parecerse, a formarse en la cola, a contar la misma historia de la misma manera. Es obvio que la concentración agotadora que demanda la escritura no puede compararse con la dispersión placentera y nebulosa de la conversación. La comparación es en tantos casos vana, ¿cuántas novelas no se han escrito partiendo de una buen conversación o una ocurrencia? Por el contrario, cuántas obras insufribles se han gestado en la soledad del escritor. Cuánto me molesta la imagen del genio que dedica toda su vida a legarnos su obra contenida en decenas de volúmenes, ¿de qué nos acusa? ¿Por qué debo siquiera hojear su obra magnánima? En cambio, la conversación carece de momento o lugar precisos: nunca está en casa. Es una corriente de agua donde uno se ahoga o sobrevive pero tiene como única constante simular el movimiento. Son tantas las palabras que la humanidad se ha dicho a sí misma para hacerse presente y darse importancia, tantos los libros, enciclopedias, tratados, que ninguno de nosotros podría remotamente imaginarse hasta qué punto lo que sabemos es sólo una cuestión contingente o arbitraria. Si todos los filósofos y escritores han tenido en cierto modo razón, ¿sería más profundo el saber de quién consume parte de su vida estudiando a Kant en vez de leer con cuidado las obras de Balzac? Es una boutade recurrente asegurar que toda la filosofía contemporánea es sólo una apostilla a las obras de Platón. En realidad ninguna persona tiene absoluta razón, excepto porque existe y nos cuenta su versión de las cosas (la duda es, sobre todo, una de las maneras más edificantes de estar en el mundo: si existes, tienes ya de alguna manera razón). Y es en esa otra versión del mundo donde uno espera encontrarse con las huellas de sí mismo, disentir, aprobar, dudar, criticar y, sobre todo, indignarse: ¡Cómo puede pensar esa estupidez! ¡No sabe lo que dice!

Supongamos que me veo dispuesto a consumir años escribiendo una obra rigurosa, ya sea novela, ensayo, tesis académica o tratado filosófico, pero un esfuerzo desmedido no necesariamente vuelve la obra más profunda o más clara. Por el contrario, a veces son las conferencias y las conversaciones las que, al ser transcritas y publicadas en libros, iluminan o cambian para bien la vida de los lectores (en otras palabras: los sacan de la maceta): Berlin, Kersétz, Steiner, Sloterdijk, Feyerabend, son sólo una muestra de ello. Un hecho sencillo se esconde a espaldas de esta paradoja: cuando se conversa o se da una conferencia, se habla frente a personas reales, a rostros que asienten o permanecen atentos a las palabras de quien se atreve a hacer públicos sus comentarios. Y cuando estas conferencias se vuelven letra impresa, algo de ese instante de verdad en el que fueron dictadas se trasmite al lector en forma de solidaridad con lo humano. Escuchamos mientras leemos. Conversar es comenzar el mundo nuevamente, ponerse de pie en un espacio del universo que es a la vez la sume de todos los espacios posibles. El sentido de las palabras es siempre el mismo, se camina hacia el Oriente eterno, como lo presintieron hace dos centurias los románticos alemanes, al nacimiento continuo, a un intento más por vencer a la muerte que esperará pacientemente hasta que el lenguaje termine pero, sobre todo, hasta que el hombre deje absolutamente de pensar en esa sombra que es, al mismo tiempo, tierra que germina. Así, nos encontramos con la posibilidad de que la escritura sea el topos de una conversación la cual, en su desesperación por no esfumarse en el aire, se empeña en dejar huella. Intentaré decirlo de una manera menos nebulosa: la tradición nos contiene y la escritura, que es el hotel adonde se mudan las palabras, nos demuestra que estamos en el mundo, que no podemos hacer nada sino comenzar nuevamente la afirmación de una existencia que siempre es duda, desasosiego, tiempo que se escapa: pensar de esta manera nos pone a salvo de las responsabilidades que se inventan los tontos.

La escritura parece actividad de soldados, se muestra, se expone, hace todo lo posible por conquistar un espacio físico: y si bien se trata de una alusión metafísica, el hecho mismo de exponerse—en el sentido de ofrecerse físicamente en palabras—hace que la literatura sea todavía más completa, aunque por supuesto nunca totalmente completa. Es entonces cuando la vagancia, que es conversación y en sus mejores momentos también escritura, hace su aparición. ¿De qué manera? Llevando a cabo una larga caminata alrededor de lo que uno es, rodeando la nada para construir un islote desde el cual contemplar el sol o la oscuridad. La conciencia de haberse perdido para siempre es condición de la escritura más viva, es el impulso necesario para comenzar una vagancia que, en su andar intrínsecamente desesperado, dará lugar a una vida real, a un ser humano concreto. Lo contrario sería demasiado triste, el avanzar conscientemente en una dirección precisa, conversar para hacerse de certezas, bienes, dinero, hablar con prisa, hacerse el importante, dar cátedra, todas estas acciones no son más que corrupción mediana, vida sin examen pero, sobre todo, parafraseando a Cioran, certeza de que haber nacido es, por antonomasia, el mayor inconveniente al que hemos podido enfrentarnos.