Cárcel de amor

Diego de San Pedro

Artwork by June Glasson

Después de hecha la guerra del año pasado, viniendo a tener el invierno a mi pobre reposo, pasando una mañana, cuando ya el sol quería esclarecer la tierra, por unos valles hondos y oscuros que se hacen en la Sierra Morena, vi salir a mi encuentro, por entre unos robredales donde mi camino se hacía, un caballero así feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje. Llevaba en la mano izquierda un escudo de acero muy fuerte, y en la derecha una imagen femenil entallada en una piedra muy clara, la cual era de tan extrema hermosura que me turbaba la vista. Salían de ella diversos rayos de fuego que llevaba encendido el cuerpo de un hombre que el caballero forzadamente llevaba tras sí. El cual con un lastimado gemido de rato en rato decía: «En mi fe, se sufre todo». Y como emparejó conmigo, díjome con mortal angustia: «Caminante, por Dios te pido que me sigas y me ayudes en tan gran cuita». Yo, que en aquella sazón tenía más causa para temer que razón para responder, puestos los ojos en la extraña visión, estuve quedo, trastornando en el corazón diversas consideraciones: dejar el camino que llevaba parecíame desvarío, no hacer el ruego de aquel que así padecía figurábaseme inhumanidad, en seguirle había peligro, y en dejarle, flaqueza. Con la turbación, no sabía escoger lo mejor. Pero ya que el espanto dejó mi alteración en algún sosiego, vi cuánto era más obligado a la virtud que a la vida, y empachado de mí mismo por la duda en que estuve, seguí la vía de aquel que quiso ayudarse de mí. Y como apresuré mi andar, sin mucha tardanza alcancé a él y al que la fuerza le hacía, y así seguimos todos tres por unas partes no menos trabajosas de andar que solas de placer y de gente. Y como el ruego del forzado fue causa que lo siguiese, para cometer al que lo llevaba faltábame aparejo y para rogarle merecimiento, de manera que me fallecía consejo. Y después que revolví el pensamiento en muchos acuerdos, tomé por el mejor ponerle en alguna plática, porque como él me respondiese, así yo determinase; y con este acuerdo supliquele, con la mayor cortesía que pude, me quisiese decir quién era, a lo cual así me respondió: «Caminante, según mi natural condición, ninguna respuesta quisiera darte, porque mi oficio más es para ejecutar mal que para responder bien. Pero como siempre me crié entre hombres de buena crianza, usaré contigo de la gentileza que aprendí y no de la braveza de mi natural. Tú sabrás, pues lo quieres saber: yo soy principal oficial en la Casa de Amor. Llámanme por nombre Deseo. Con la fortaleza de este escudo defiendo las esperanzas, y con la hermosura de esta imagen causo las aficiones y con ellas quemo las vidas, como puedes ver en este preso que llevo a la Cárcel de Amor, donde con solo morir se espera librar». Cuando estas cosas el atormentador caballero me iba diciendo, subíamos una sierra de tanta altura, que a más andar mi fuerza desfallecía. Y ya que con mucho trabajo llegamos a lo alto de ella, acabó su respuesta. Y como vio que en más pláticas quería ponerle yo, que comenzaba a darle gracias por la merced recibida, súbitamente desapareció de mi presencia. Y como esto pasó a tiempo que la noche venía, ningún tino pude tomar para saber dónde guió. Y como la oscuridad y la poca sabiduría de la tierra me fuesen contrarias, tomé por propio consejo no mudarme de aquel lugar. Allí comencé a maldecir mi ventura, allí desesperaba de toda esperanza, allí esperaba mi perdición, allí en medio de mi tribulación nunca me pesó de lo hecho, porque es mejor perder haciendo virtud que ganar dejándola de hacer. Y así estuve toda la noche en tristes y trabajosas contemplaciones, y cuando ya la lumbre del día descubrió los campos, vi cerca de mí, en lo más alto de la sierra, una torre de altura tan grande que me parecía llegar al cielo. Era hecha por tal artificio que de la extrañeza de ella comencé a maravillarme. Y puesto al pie, aunque el tiempo se me ofrecía más para temer que para notar, miré la novedad de su labor y de su edificio. El cimiento sobre que estaba fundada era una piedra tan fuerte de su condición y tan clara de su natural cual nunca otra tal jamás había visto, sobre la cual estaban afirmados cuatro pilares de un mármol morado muy hermoso de mirar. Eran en tanta manera altos, que me espantaba cómo se podían sostener. Estaba encima de ellos labrada una torre de tres esquinas, la más fuerte que se puede contemplar. Tenía en cada esquina, en lo alto de ella, una imagen de nuestra humana hechura, de metal, pintada cada una de su color: la una de leonado, la otra de negro y la otra de pardillo. Tenía cada una de ellas una cadena en la mano asida con mucha fuerza. Vi más encima de la torre un chapitel sobre el cual estaba un águila que tenía el pico y las alas llenas de claridad de unos rayos de lumbre que por dentro de la torre salían a ella. Oía dos velas que nunca un solo punto dejaban de velar. Yo, que de tales cosas justamente me maravillaba, ni sabía de ellas qué pensase ni de mí qué hiciese. Y estando conmigo en grandes dudas y confusión, vi trabada con los mármoles dichos una escalera que llegaba a la puerta de la torre, la cual tenía la entrada tan oscura que parecía la subida de ella a ningún hombre posible. Pero, ya deliberado, quise antes perderme por subir que salvarme por estar; y forzada mi fortuna, comencé la subida, y a tres pasos de la escalera hallé una puerta de hierro, de lo que me certificó más el tiento de las manos que la lumbre de la vista, según las tinieblas donde estaba. Allegado pues, a la puerta, hallé en ella un portero, al cual pedí licencia para la entrada, y respondiome que lo haría, pero que me convenía dejar las armas primero que entrase; y como le daba las que llevaba según costumbre de caminantes, díjome:

«Amigo, bien parece que la usanza de esta casa sabes poco. Las armas que te pido y te conviene dejar son aquellas con que el corazón se suele defender de tristeza, así como Descanso, Esperanza y Contentamiento, porque con tales condiciones ninguno pudo gozar de la demanda que pides».

Pues, sabida su intención, sin detenerme en echar juicios sobre demanda tan nueva, respondile que yo venía sin aquellas armas y que de ello le daba seguridad. Pues como de ello fue cierto, abrió la puerta y con mucho trabajo y desatino llegué ya a lo alto de la torre, donde hallé otro guardador que me hizo las preguntas del primero. Y después que supo de mí lo que el otro, diome lugar a que entrase, y llegado al aposento de la casa, vi en medio de ella una silla de fuego, en la cual estaba asentado aquel cuyo ruego de mi perdición fue causa. Pero como allí, con la turbación, descargaba con los ojos la lengua, más entendía en mirar maravillas que en hacer preguntas. Y como la vista no estaba despacio, vi que las tres cadenas de las imágenes que estaban en lo alto de la torre tenían atado aquel triste, que siempre se quemaba y nunca se acababa de quemar. Noté más, que dos dueñas lastimeras con rostros llorosos y tristes le servían y adornaban, poniéndole con crudeza en la cabeza una corona de unas puntas de hierro, sin ninguna piedad, que le traspasaban todo el cerebro; y después de esto miré que un negro vestido de color amarillo venía diversas veces a echarle una bisarma y vi que le recibía los golpes en un escudo que súbitamente le salía de la cabeza y le cubría hasta los pies. Vi más, que cuando le trajeron de comer, le pusieron una mesa negra y tres servidores muy diligentes, los cuales le daban con grave sentimiento de comer. Y vueltos los ojos a un lado de la mesa, vi un viejo anciano sentado en una silla, echada la cabeza sobre una mano en manera de hombre cuidoso. Y ninguna de estas cosas pudiera ver, según la oscuridad de la torre, si no fuera por un claro resplandor que le salía al preso del corazón, que la esclarecía toda. El cual, como me vio atónito de ver cosas de tales misterios, viendo como estaba en tiempo de poder pagarme con su habla lo poco que me debía, por darme algún descanso, mezclando las razones discretas con las lágrimas piadosas, comenzó en esta manera a decirme:



El preso al autor

Alguna parte del corazón quisiera tener libre de sentimiento, por dolerme de ti según yo debiera y tú merecías. Pero ya tú ves en mi tribulación que no tengo poder para sentir otro mal sino el mío. Pídote que tomes por satisfacción, no lo que hago, mas lo que deseo. Tu venida aquí yo la causé. El que viste traer preso yo soy, y con la tribulación que tienes no has podido conocerme. Torna en ti tu reposo, sosiega tu juicio, porque estés atento a lo que te quiero decir: tu venida fue por remediarme, mi habla será por darte consuelo, puesto que yo de él sepa poco. Quién yo soy quiero decirte, de los misterios que ves quiero informarte, la causa de mi prisión quiero que sepas, que me liberes quiero pedirte, si por bien lo tuvieres. Tú sabrás que yo soy Leriano, hijo del duque Guersio, que Dios perdone, y de la duquesa Coleria. Mi naturaleza es este reino donde estás, llamado Macedonia. Ordenó mi ventura que me enamorase de Laureola, hija del rey Gaulo, que ahora reina, pensamiento que yo debiera antes huir que buscar. Pero como los primeros movimientos no se pueden en los hombres excusar, en lugar de desviarlos con la razón confirmelos con la voluntad, y así de Amor me vencí, que me trajo a esta su casa, la cual se llama Cárcel de Amor. Y como nunca perdona, viendo desplegadas las velas de mi deseo, púsome en el estado que ves. Y porque puedas notar mejor su fundamento y todo lo que has visto, debes saber que aquella piedra sobre quien la prisión está fundada es mi Fe, que determinó de sufrir el dolor de su pena por bien de su mal. Los cuatro pilares que asientan sobre ella son mi Entendimiento, mi Razón, mi Memoria y mi Voluntad, los cuales mandó Amor aparecer en su presencia antes que me sentenciase; y por hacer de mí justa justicia preguntó por sí a cada uno si consentía que me prendiesen, porque si alguno no consintiese me absolvería de la pena. A lo cual respondieron todos en esta manera:

Dijo el Entendimiento: «Yo consiento al mal de la pena por el bien de la causa, de cuya razón es mi voto que se prenda».

Dijo la Razón: «Yo no solamente doy consentimiento en la prisión, más ordeno que muera, que mejor le estará la dichosa muerte que la desesperada vida, según por quien se ha de sufrir».

Dijo la Memoria: «Pues el Entendimiento y la Razón consienten, porque sin morir no pueda ser libre, yo prometo de nunca olvidar».

Dijo la Voluntad: «Pues que así es, yo quiero ser llave de su prisión y determino de siempre querer».

Pues oyendo Amor que quien me había de salvar me condenaba, dio como justo esta sentencia cruel contra mí. Las tres imágenes que viste encima de la torre, cubiertas cada una de su color, de leonado, negro y pardillo, la una es Tristeza, la otra Congoja y la otra Trabajo. Las cadenas que tenían en las manos son sus fuerzas, con las cuales tiene atado el corazón porque ningún descanso pueda recibir. La claridad grande que tenía en el pico y alas el águila que viste sobre el chapitel, es mi Pensamiento, del cual sale tan clara luz por quien está en él, que basta para esclarecer las tinieblas de esta triste cárcel; y es tanta su fuerza que para llegar al águila ningún impedimento le hace lo grueso del muro, así que andan él y ella en una compañía, porque son las dos cosas que más alto suben, de cuya causa está mi prisión en la mayor alteza de la tierra. Las dos velas que oyes velar con tal recaudo son Desdicha y Desamor: traen tal aviso porque ninguna esperanza me pueda entrar con remedio. La escalera oscura por donde subiste es la Angustia con que subí donde me ves. El primer portero que hallaste es el Deseo, el cual a todas tristezas abre la puerta, y por eso te dijo que dejases las armas de placer si por caso las traías. El otro que acá en la torre hallaste es el Tormento que aquí me trajo, el cual sigue en el cargo que tiene la condición del primero, porque está de su mano. La silla de fuego en que asentado me ves es mi justa afición, cuyas llamas siempre arden en mis entrañas. Las dos dueñas que me dan, como notas, corona de martirio, se llaman la una Ansia y la otra Pasión, y satisfacen a mi fe con el galardón presente. El viejo que ves asentado, que tan cargado pensamiento representa, es el grave Cuidado, que junto con los otros males pone amenazas a la vida. El negro de vestiduras amarillas, que se trabaja por quitarme la vida, se llama Desesperar. El escudo que me sale de la cabeza, con que de sus golpes me defiendo, es mi Juicio, el cual, viendo que voy con desesperación a matarme, díceme que no lo haga, porque visto lo que merece Laureola, antes debo desear larga vida por padecer que la muerte para acabar. La mesa negra que para comer me ponen es la Firmeza con que como, pienso y duermo, en la cual siempre están los manjares tristes de mis contemplaciones. Los tres solícitos servidores que me servían son llamados Mal, Pena y Dolor: el uno trae la cuita con que coma, el otro trae la desesperanza en que viene el manjar y el otro trae la tribulación, y con ella, para que beba, trae el agua del corazón a los ojos y de los ojos a la boca. Si te parece que soy bien servido, tú lo juzgas; si remedio he menester, tú lo ves. Ruégote mucho, pues en esta tierra eres venido, que tú me lo busques y te duelas de mí. No te pido otro bien sino que sepa de ti Laureola cual me viste, y si por ventura te quisieres de ello excusar, porque me ves en tiempo que me falta sentido para que te lo agradezca, no te excuses, que mayor virtud es redimir los atribulados que sostener los prósperos. Así sean tus obras que ni tú te quejes de ti por lo que no hiciste, ni yo por lo que pudieras hacer.



Respuesta del autor a Leriano

En tus palabras, señor, has mostrado que pudo Amor prender tu libertad y no tu virtud, lo cual se prueba porque, según te veo, debes tener más gana de morir que de hablar, y por proveer en mi fatiga forzaste tu voluntad, juzgando por los trabajos pasados y por la cuita presente que yo tendría de vivir poca esperanza, lo que sin duda era así. Pero causaste mi perdición como deseoso de remedio y remediástela como perfecto de juicio. Por cierto, no he habido menos placer de oírte que dolor de verte, porque en tu persona se muestra tu pena y en tus razones se conoce tu bondad. Siempre en la peor fortuna socorren los virtuosos como tú ahora a mí hiciste. Que vistas las cosas de esta tu cárcel, yo dudaba de mi salvación, creyendo ser hechas más por arte diabólica que por condición enamorada. La cuenta, señor, que me has dado te tengo en merced, de saber quién eres soy muy alegre. El trabajo por ti recibido he por bien empleado. La moralidad de todas estas figuras me ha placido saber, puesto que diversas veces las vi, mas como no las pueda ver sino corazón cautivo, cuando le tenía tal conocíalas, y ahora que estaba libre dudábalas.

Mándasme, señor, que haga saber a Laureola cuál te vi, para lo cual hallo grandes inconvenientes, porque un hombre de nación extraña, ¿qué forma se podrá dar para negociación semejante? Y no solamente hay esta duda, pero otras muchas: la rudeza de mi ingenio, la diferencia de la lengua, la grandeza de Laureola, la gravedad del negocio... Así que en otra cosa no hallo aparejo sino en sola mi voluntad, la cual vence todos los inconvenientes dichos. Que para tu servicio la tengo tan ofrecida como si hubiese sido tuyo después que nací. Yo haré de grado lo que mandas. Plega a Dios que lleve tal la dicha como el deseo, porque tu deliberación sea testigo de mi diligencia. Tanta afición te tengo y tanto me ha obligado amarte tu nobleza, que habría tu remedio por galardón de mis trabajos. Entre tanto que voy, debes templar tu sentimiento con mi esperanza, porque cuando vuelva, si algún bien te trajere, tengas alguna parte viva con que puedas sentirlo.



El autor

Y como acabé de responder a Leriano en la manera que es escrita, informeme del camino de Suria, ciudad donde estaba a la sazón el rey de Macedonia, que era media jornada de la prisión donde partí. Y puesto en obra mi camino, llegué a la corte y después que me aposenté, fui a palacio por ver el trato y estilo de la gente cortesana, y también para mirar la forma del aposentamiento, por saber dónde me cumplía ir, estar o aguardar para el negocio que quería aprender. E hice esto ciertos días por aprender mejor lo que más me conviniese. Y cuanto más estudiaba en la forma que tendría, menos disposición se me ofrecía para lo que deseaba, y buscadas todas las maneras que me habían de aprovechar, hallé la más aparejada comunicarme con algunos mancebos cortesanos de los principales que allí veía. Y como generalmente entre aquellos se suele hallar la buena crianza, así me trataron y dieron cabida, que en poco tiempo yo fui tan estimado entre ellos como si fuera de su natural nación, de forma que vine a noticia de las damas. Y así de poco en poco hube de ser conocido de Laureola, y habiendo ya noticia de mí, por más participarme con ella contábale las cosas maravillosas de España, cosa de que mucho holgaba. Pues viéndome tratado de ella como servidor, pareciome que le podría ya decir lo que quisiese, y un día que la vi en una sala apartada de las damas, puesta la rodilla en el suelo, díjele lo siguiente:



El autor a Laureola

No les está menos bien el perdón a los poderosos cuando son deservidos, que a los pequeños la venganza cuando son injuriados. Porque los unos se enmiendan por honra y los otros perdonan por virtud, lo cual, si a los grandes hombres es debido, más y mucho más a las generosas mujeres, que tienen el corazón real de su nacimiento y la piedad natural de su condición. Digo esto, señora, porque para lo que te quiero decir halle osadía en tu grandeza, porque no la puedes tener sin magnificencia. Verdad es que primero que me determinase estuve dudoso, pero en el fin de mis dudas tuve por mejor, si inhumanamente me quisieses tratar, padecer pena por decir que sufrirla por callar.

Tú, señora, sabrás que caminando un día por unas asperezas desiertas, vi que por mandado del Amor llevaban preso a Leriano, hijo del duque Guersio, el cual me rogó que en su cuita le ayudase, de cuya razón dejé el camino de mi reposo por tomar el de su trabajo. Y después que largamente con él caminé, vile meter en una prisión dulce para su voluntad y amarga para su vida, donde todos los males del mundo sostiene: Dolor le atormenta, Pasión le persigue, Desesperanza le destruye, Muerte le amenaza, Pena la ejecuta, Pensamiento le desvela, Deseo le atribula, Tristeza le condena, Fe no le salva. Supe de él que de todo esto tú eres causa. Juzgué, según le vi, mayor dolor el que en el sentimiento callaba que el que con lágrimas descubría, y vista tu presencia, hallo su tormento justo. Con suspiros que le sacaban las entrañas me rogó te hiciese sabedora de su mal. Su ruego fue de lástima y mi obediencia de compasión. En el sentimiento suyo te juzgué cruel, y en tu acatamiento te veo piadosa, lo cual va por razón que de tu hermosura se cree lo uno y de tu condición se espera lo otro. Si la pena que le causas con el merecer se la remedias con la piedad, serás entre las mujeres nacidas la más alabada de cuantas nacieron. Contempla y mira cuánto es mejor que te alaben porque redimiste, que no que te culpen porque mataste. Mira en qué cargo eres a Leriano, que aun su pasión te hace servicio, pues si la remedias te da causa que puedas hacer lo mismo que Dios, porque no es de menos estima el redimir que el criar, así que harás tú tanto en quitarle la muerte como Dios en darle la vida. No sé qué excusa pongas para no remediarlo, si no crees que matar es virtud. No te suplica que le hagas otro bien sino que te pese de su mal, que cosa grave para ti no creas que te la pediría, que por mejor habrá el penar que serte a ti causa de pena. Si por lo dicho mi atrevimiento me condena, su dolor del que me envía me absuelve, el cual es tan grande que ningún mal me podrá venir que iguale con el que él me causa. Suplícote sea tu respuesta conforme a la virtud que tienes, y no a la saña que muestras, porque tú seas alabada y yo buen mensajero, y el cautivo Leriano libre.



Respuesta de Laureola

Así como fueron tus razones temerosas de decir, así son graves de perdonar. Si, como eres de España, fueras de Macedonia, tu razonamiento y tu vida acabaran a un tiempo. Así que, por ser extraño, no recibirás la pena que merecías, y no menos por la piedad que de mí juzgaste. Como quiera que en casos semejantes tan debida es la justicia como la clemencia, la cual en ti ejecutada pudiera causar dos bienes: el uno, que otros escarmentaran, y el otro, que las altas mujeres fueran estimadas y tenidas según merecen. Pero si tu osadía pide el castigo, mi mansedumbre consiente que te perdone, lo que va fuera de todo derecho. Porque no solamente por el atrevimiento debías morir, mas por la ofensa que a mi bondad hiciste, en la cual pusiste duda. Porque si a noticia de algunos lo que me dijiste viniese, más creerían que fue por el aparejo que en mí hallaste que por la pena que en Leriano viste, lo que con razón así debe pensarse, viendo ser tan justo que mi grandeza te pusiese miedo, como su mal osadía. Si más entiendes en procurar su libertad, buscando remedio para él hallarás peligro para ti. Y avísote, aunque seas extraño en la nación, que serás natural en la sepultura. Y porque en detenerme en plática tan fea ofendo mi lengua, no digo más, que para que sepas lo que te cumple lo dicho basta. Y si alguna esperanza te queda porque te hablé, en tal caso sea de poco vivir si más de la embajada pensares usar.


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