Los palimpsestos

Aleksandra Lun

Illustration by Naï Zakharia

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Me llamo Czesław Przęśnicki, soy un miserable inmigrante de Europa del Este y un escritor fracasado, hace tiempo que no mantengo relaciones sexuales y estoy ingresado en un manicomio en Bélgica, un país que lleva un año sin gobierno. Las razones por las que me encuentro entre los fríos muros de un hospital psiquiátrico en el norte de Europa son para mí un misterio igual de inexplicable que el fracaso de mi vida sexual, que desde hace años me tiene sumido en la abulia y la frustración. Nada auguraba que un día acabaría en un manicomio belga cuando hace treinta y cinco años nací detrás del Telón de Acero, en el confuso espacio geopolítico marcado por la hiperactividad de Adolf Hitler. En concreto, el estado que me expide el pasaporte es Polonia, el país de los papas trotamundos, del frío y de los musculosos héroes de guerra entre los cuales, hipocresía aparte, no me incluyo. Soy de anatomía flácida, pelo escaso y naturaleza sumisa, y la totalidad de mi pusilánime persona dista de constituir una fuerza atractiva para los ejemplares sanos del sexo masculino, tanto durante los regímenes totalitarios como en democracia. Antes de que me ingresaran en el hospital psiquiátrico de Lieja, una ciudad de la Bélgica francófona, yo vivía en Vinson, la capital de la Antártida, donde compartía el triste destino de otros miserables inmigrantes de Europa del Este que llegaron al continente blanco con sus recién adquiridos pasaportes. Fue así como aprendí el antártico, un idioma que ahora hablo con soltura aunque con un fuerte acento extranjero y en el que escribí mi primera novela, Wampir, un fracaso editorial.

A pesar de haber publicado un libro, yo nunca había querido ser escritor sino veterinario, y solo puedo achacar a las injusticias del destino que no haya podido seguir mi vocación primera y auténtica. Quizá esa noble profesión me habría llevado por otros caminos de la vida y ahora no estaría ingresado en un manicomio escribiendo una novela, sino dedicándome a actividades más constructivas que la literatura. Pero los escritores escribimos por unas razones que resultan de nuestra bajeza moral, a saber, ambición, ego desmesurado, angustia, ganas de destacar, arrogancia y miedo de morir. Estas dramáticas circunstancias nos hacen avanzar en las historias que presentamos ante nuestros lectores, unos seres inocentes y generosos que pagan con su propio dinero por regalarnos unas horas de sus vidas. Nosotros solemos defraudarlos porque, como en todo el género humano, en el que prevalecen los ejemplares débiles y depravados, los escritores que escribimos mal somos muchos más que los que escriben bien.

Pero mi sueño siempre ha sido ser veterinario, y a lo largo de mi infancia comunista nada hacía sospechar que un día, en lugar de trabajar en una consulta llena de perros sin vacunar, estaría ingresado en un manicomio en Bélgica, un país que lleva un año sin gobierno. Los días tras el Telón de Acero transcurrían tranquilos, y mientras pasaban los años yo me dedicaba a fantasear con tener un pasaporte y a hacer colas para comprar papel higiénico. Todo se complicó cuando cayó el Muro y los ciudadanos de los países comunistas, hasta entonces acostumbrados a la caza cotidiana de los productos de primera necesidad, tuvimos que enfrentarnos al vasto universo de posibilidades del mercado libre. Con las multinacionales occidentales llegaron a Polonia el vicio y el desenfreno, y en esas nuevas circunstancias geopolíticas me enamoré de un estadounidense que se llamaba Ernest Hemingway. Ernest, que estaba en Polonia dando clases de boxeo en una academia de Cracovia, también se fijó en mi flácida persona y poco tiempo después estábamos viviendo juntos. Hemingway y yo fuimos muy pobres y muy felices en nuestro piso cracoviano, pero al año siguiente a Ernest le propusieron impartir una asignatura de boxeo en la Universidad de Vinson, la capital de la Antártida. Entregado como estaba a la vida sexual, seguí a Hemingway al continente blanco, donde, a falta de plazas en la carrera de veterinaria, emprendí estudios de filología antártica. En Vinson llevábamos una vida tranquila hasta el día en que Ernest se levantó y se pegó un tiro, dejándome solo una confusa carta de despedida en la que hablaba de una generación perdida, los aseos de un bar en París, las dos guerras mundiales, la Guerra Civil Española y un joven soldado que intentaba huir en bicicleta. Pasé los meses que siguieron al suicidio de Ernest escuchando el aria Casta diva de Bellini interpretada por Maria Callas, leyendo a Nietzsche y atisbando por primera vez la idea del eterno retorno, sin sospechar que no resultaría cierta en lo sucesivo de mi vida sexual.

Aun así continué viviendo en Vinson y unos años más tarde me licencié en filología antártica, no porque me interesara la literatura, sino porque mi permiso de residencia era de estudiante y tenía que seguir en la universidad para que no me expulsaran del país. Lo que sí me interesaba era aprender idiomas, porque tenía la esperanza de que hablar el antártico y alguna otra lengua no solo me ayudaría a integrarme en el extranjero, sino también me convertiría en un políglota o una persona feliz. Nada más lejos de la realidad, puesto que me encuentro ingresado en el manicomio de un país que lleva un año sin gobierno y sumido desde hace tiempo en la abstinencia sexual. Los pocos momentos agradables que experimento en el hospital psiquiátrico de Lieja son los que dedico a mi segunda novela, que empecé a escribir en unas viejas páginas del diario flamenco De Standaard. Encontré las hojas de este periódico en neerlandés debajo de mi cama y al principio las utilicé a falta de otro soporte, pero con el tiempo, al estar llenas de palabras en un idioma que no entiendo, me acabaron tranquilizando con más eficacia que la medicación que me suministran los enfermeros.

Porque durante años había pensado, de acuerdo con la propaganda social que asimilé desde la más tierna infancia, que hablar lenguas extranjeras era una suerte, una riqueza cultural y un privilegio. Había leído varias citas al respecto de intelectuales admirados, como Goethe, quien dijo que un hombre valía por tantos hombres como idiomas poseía o que quien no conocía las lenguas extranjeras nada sabía de la suya propia. Hoy sé que, aparte de escribir obras literarias, Johann Wolfgang se dedicaba a la investigación del hueso intermaxilar, pero Goethe no fue el único que me bombardeó con argumentos irrefutables a favor del aprendizaje de las lenguas extranjeras. También los ministerios de educación y las universidades aseguraban a los inexpertos ciudadanos que hablar idiomas garantizaba el éxito profesional y una vida personal satisfactoria. Yo mismo creí durante años en esos embustes y entendí demasiado tarde que hablar lenguas extranjeras llevaba a la locura y que quien hablaba idiomas acababa desquiciado. Basta con observar el destino del multilingüe Karol Wojtyła, quien se pasó años viajando por el mundo envuelto en un vestido blanco y alojado en el lugar más turístico de Roma. Porque si uno no habla idiomas, lo más grave que le puede pasar es que le sirvan algo que no ha pedido en un restaurante en el extranjero; en el caso contrario, puede acabar en el Vaticano o encerrado en un manicomio. A estas alturas de mi miserable vida ya sé que hablar idiomas solo lleva a la amargura y por eso estoy escribiendo mi segunda novela en unas viejas páginas del diario flamenco De Standaard, siendo el neerlandés un idioma que desconozco y que por tanto me inspira tranquilidad y paz mental.

Tuve que dejar de escribir porque mi compañero de habitación, el padre Kalinowski, terminó su oración vespertina, se quitó la sotana, me bendijo y apagó la luz. Antes de ingresar en el hospital psiquiátrico de Lieja, el sacerdote vivía en un bloque de pisos de una ciudad minera al sur de Polonia y, aparte de oficiar misas, cuidaba de un huerto en las afueras, donde residían sus cinco pollos. El padre Kalinowski está en el manicomio a causa de un misterioso colapso del que no quiere hablar y se pasa el día orando, entrenando en la bicicleta estática que tenemos en el cuarto y escuchando la radio, en la que sintoniza el canal del episcopado polaco. Nuestra convivencia es difícil, tanto a causa del insomnio que atormenta al sacerdote por las noches, como por sus frecuentes plegarias por la salvación de mi alma, que suele llevar a cabo en medio de nuestro modesto habitáculo. Hoy se ha dormido rápido y yo me he quedado un largo rato despierto, escuchando su respiración tranquila y fantaseando con salir un día del hospital psiquiátrico de Lieja, volver a tener relaciones sexuales y dedicarme a consolar animales domésticos en una pequeña consulta en las afueras de Vinson.



2

Estaba soñando con un hombre que llevaba un vestido blanco, bajaba las escaleras de un avión y besaba todo tipo de pavimentos aeroportuarios cuando me despertaron los gritos del padre Kalinowski, que, aterrado, balbuceaba algo sobre un pájaro muerto. Enseguida vinieron los enfermeros, le pusieron una camisa de fuerza y lo llevaron al despacho de la directora del manicomio. La doctora es una psiquiatra de renombre y recibe a los pacientes en un frío despacho provisto de chimenea, donde a menudo resuenan lamentos en lenguas inidentificables que provienen de la vecina sala de tratamientos. Yo también sigo con ella mi terapia y nuestras sesiones tienen por objetivo reconstruir mi trayectoria vital, que en vez de encaminarme a operar a perros con cataratas me llevó a escribir un libro en una lengua extranjera. Mi novela Wampir, que marcó el inicio de mi fracasada trayectoria literaria en antártico, narraba la historia de un vampiro que trabajaba de técnico en una estación de esquí. Una tarde se quedaba encerrado en un teleférico averiado colgando en los Alpes suizos, el rescate duraba varios días y el vampiro pasaba ese tiempo leyendo un libro que alguien se había dejado en la cabina. Cuando lo sacaban del teleférico, mi protagonista estaba enloquecido y clavaba los colmillos en el cuello de los socorristas, aullando que se había convertido en un lector vampiro.

A pesar de este interesante desenlace, mi novela Wampir pasó desapercibida entre el público general y solo llamó la atención de los escritores antárticos nativos, que acudieron a la presentación de mi libro en una librería de Vinson y me pegaron una paliza. Por los gritos que los ilustres eruditos profirieron cuando me tiraron al suelo entendí que su agresividad se debía a que, a pesar de mi fuerte acento extranjero, yo había escrito mi libro en su lengua materna. Los sabios intelectuales me propinaron varias patadas, me pincharon con sus plumas y dijeron que estaban hartos de los escritores ilegales que venían a la Antártida a quitarles el trabajo. Intenté explicarles que un idioma no les pertenecía solo a los hablantes nativos y que los miserables inmigrantes también podíamos escribir, pero ellos continuaron pegándome con sus bastones y acabaron arrojándome a un solar vacío.

Hoy pienso que si hubiera sacado conclusiones constructivas de las agresiones de los escritores antárticos nativos quizá no estaría ingresado en un manicomio belga y bajo la tutela de una psiquiatra especializada en la terapia bartlebiana. El nombre del tratamiento al que estoy sometido en el hospital psiquiátrico de Lieja viene de Bartleby, el personaje creado por el escritor estadounidense Herman Melville, al que conocí después del suicidio de Hemingway. No llegamos a intimar porque cada vez que le proponía hablar de lo nuestro o practicar sexo salvaje, él contestaba que preferiría no hacerlo. Acabó embarcándose en un ballenero, viajando a una isla del Pacífico y pasando un mes entre los caníbales, según me contó en una confusa carta de despedida en la que también hablaba de una ballena blanca. Como en el caso del suicidio de Hemingway, la desaparición de Melville me sumió en la desesperación y pasé meses canturreando el aria Casta diva y leyendo a Schopenhauer, cada vez más convencido de que la vida, sobre todo la sexual, era un anhelo opaco y un tormento.

El objetivo de la terapia bartlebiana es la reinserción lingüística y sus bases las sentó un psiquiatra del hospital suizo de Herisau, el doctor Pasavento, quien en su ensayo Bartleby y compañía habló por primera vez de los escritores que dejaban de escribir. Su investigación, publicada en una revista científica francesa, permitió desarrollar los preceptos del tratamiento, que se dirige a los afectados por el síndrome del escritor extranjero. La terapia se divide en dos partes y consiste en analizar los acontecimientos que llevaron al paciente a un manicomio y en hacerle olvidar la lengua extranjera en la que escribió sus libros. Para esos fines al escritor inmigrante se le somete a sesiones psicoanalíticas y a un aislamiento lingüístico en el que solo tiene contacto con su lengua materna o un idioma diferente del que está aquejado. Según demuestra mi caso, la terapia bartlebiana es un tratamiento eficaz, porque después de varios meses de reclusión en el hospital psiquiátrico de Lieja ya estoy olvidando el antártico, la lengua en la que escribí mi primera novela, Wampir.

No pude continuar escribiendo porque el padre Kalinowski volvió de su sesión terapéutica y alertó a los enfermeros, alegando que yo me estaba exaltando manoseando unas viejas hojas de De Standaard y murmurando en un idioma diabólico. Los enfermeros me pusieron una camisa de fuerza y me llevaron al despacho de la doctora, quien me dirigió una mirada impasible y dijo que los medios del sector sanitario de Bélgica, un país que llevaba un año sin gobierno, eran limitados. Después obvió unos chillidos en un idioma desconocido procedentes de la sala de tratamientos, y añadió que habían accedido a acogerme en el hospital con la condición de que mostrara una actitud colaborativa y no creara problemas de convivencia. Yo no dije nada y la doctora preguntó qué estaba escribiendo en las viejas hojas de un diario en neerlandés y si lo hacía en mi lengua materna, el polaco, una circunstancia que sería una señal de mejora de mi estado de salud mental.

Yo miré hacia la chimenea y contesté que estaba escribiendo mi segunda novela, que había decidido titular Kaskader, y que no podía luchar contra la pulsión creativa en un lugar tan vinculado a la locura y a la literatura como un manicomio. La doctora apuntó algo en su cuaderno y preguntó si no había tenido suficiente con el fracaso de mi primera novela, y si pensaba que con un segundo libro mi trayectoria literaria iba a despegar hacia el éxito. Yo bebí un poco del agua que la doctora suele dejar preparada para los pacientes en su mesa de roble y contesté que no pensaba despegar hacia ninguna parte, porque mi novela estaba abocada al fracaso. Kaskader era mi último libro y un proyecto fracasado por excelencia porque lo estaba escribiendo en antártico, un idioma que en el hospital psiquiátrico de Lieja se dirigía en un vuelo bartlebiano hacia el abismo del olvido.

La doctora contestó que no entendía lo acomplejados que estábamos los ciudadanos de los países poscomunistas, que no solo hablábamos de nuestros problemas personales utilizando metáforas pretenciosas, sino que aborrecíamos nuestras lenguas maternas. Respondí que acomplejados seguro que sí, porque estar durante más de cuarenta años vistiendo mal y llevando bigote afecta a cualquiera, pero que en todo caso los polacos seguíamos utilizando nuestro idioma materno. Recordé a la doctora el caso del habitante más políglota del Vaticano, Karol Wojtyła, que durante años se esforzó por dar a conocer la lengua que el padre Kalinowski debía de hablar durante las sesiones de psicoanálisis profundo.

Desde la sala de tratamientos llegó un doloroso lamento y la doctora me dirigió una mirada impasible, repasó sus notas y preguntó si mi segunda novela también trataba de un vampiro. Contesté que Kaskader era la historia de un doble polaco que de día saltaba al vacío, sustituyendo a los actores principales en los rodajes de las películas de acción, y de noche escribía una novela en un observatorio astronómico. La doctora apuntó algo en su cuaderno, se levantó y llamó a uno de los enfermeros, que me puso una inyección y me acompañó a la habitación.

La medicación me abatió pero aun así pensaba continuar escribiendo, y cuando el padre Kalinowski puso en la radio la transmisión en directo de la misa que se estaba celebrando en la catedral de Varsovia, me traicionaron un poco los nervios. Tiré la radio al suelo y el sacerdote me bendijo y propuso que rezáramos juntos para que Dios nos devolviera la cordura que perdimos antes de que nos ingresaran en el manicomio. Yo me acordé de unos versos de Cernuda, pensé que los escritores extranjeros vagabundeábamos de idioma en idioma como perros con cataratas, me subí a la mesa y vociferé: «¡Pero ya no hay dioses que nos devuelvan compasivos lo que perdimos, sino un azar ciego que va trazando torcidamente, con paso de borracho, el rumbo estúpido de nuestra vida!»

Después me quité el camisón, y cuando el padre Kalinowski apartó la vista y se santiguó, bajé de la mesa y me metí en la cama, un lugar solitario que me recuerda a diario la triste realidad de mi flácida persona. Me quedé acostado hasta el anochecer, y cuando el sacerdote apagó la radio y la luz cerré los ojos esperando dormirme rápido y tener un sueño erótico con un veterinario sensual.